DOMINGO
Reportaje a Luis Alberto Romero

"El país va marcha atrás desde los 70"

Prestigioso historiador, acaba de publicar La larga crisis argentina, libro en el que reflexiona sobre la decadencia del país, que atribuye a la destrucción paulatina del Estado, fenómeno que a su juicio comenzó en los turbulentos años 70. Galería de fotos

Educación. "El sistema educativo formó a la sociedad argentina: asimiló a los inmigrantes, los transformó en argentinos y los capacitó."
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El historiador Luis Alberto Romero enseña en la Universidad Di Tella y en Flacso, y ha sido profesor de la Universidad de Buenos Aires e investigador del Conicet. En su último libro, La larga crisis argentina, profundiza hechos y episodios que han golpeado nuestra realidad.

—¿Por qué ubica el comienzo de la crisis a mediados de los años setenta?
—Estas cosas siempre son un poco arbitrarias y, como la crisis se refiere a la decadencia argentina, creo que todos tenemos una hipótesis acerca de cuándo comenzó. De los muchos episodios que componen nuestra vida histórica y no siempre se entrecruzan al mismo ritmo, he tomado un tema central: el Estado. Me parece que en este punto los años 70 no solamente fueron un momento de quiebre muy grande sino que, por otro lado, muchas de las desgracias que le vienen ocurriendo a la sociedad argentina tienen como principal protagonista un Estado cada vez más maltrecho, maltratado, destruido. Y cuando digo los 70, trato de pensar simultáneamente en la primera mitad de aquella década, que fue muy turbulenta, y luego en sus últimos años, en los que nos asoló la dictadura. En el caso de la dictadura, no hay ninguna duda puesto que el tipo de gobierno ejercido por los militares de por sí ya era destructivo para el Estado, porque comenzaba destruyendo la ética de los funcionarios. Por ejemplo, en el caso de la Policía Bonaerense.
—A cuyo mando estaba el tristemente célebre general Camps...
—... Creo que nunca pudo reponerse de sus experiencias durante el período de la represión. De modo que ahí me parece que la situación es bastante clara: la Policía estaba en manos de Camps, la hacían participar de la represión en su lado más negro. Me refiero al reparto del botín de las personas desaparecidas. La podredumbre lo invadió todo y, en las últimas décadas, se ha intentado limpiarla pero todo lo que viene por debajo tiene características semejantes a lo anterior. Hay algo que ha penetrado allí muy profundamente. En cuanto a la primera mitad de los 70, tengo muy presente el último discurso de Perón, el 12 de junio de 1974, ya enfermo, tras un vidrio blindado (cosa notable para un líder popular) y reprochándole a la CGT por no haber cumplido con el Pacto Social. Recordemos que, en sus planes, el Pacto Social había sido el gran instrumento para reconstruir el Estado. Perón era un hombre de Estado y por eso mismo consideraba que el Estado debía incluir a todos y arbitrar los conflictos. Recordemos que Perón regresa en 1973 a una Argentina muy conflictiva por el reparto distributivo entre la CGT, los empresarios, la inflación y los salarios. La apuesta de Perón es, entonces, volver a tener un Estado como el de su primera presidencia. Allí jugó con toda su autoridad. Forzó a los empresarios a meterse en la CGE (Confederación General Económica) y a firmar. Lo mismo hizo con la CGT pero la vida les impedía a unos y otros cumplir con ese llamado. Ya se sabe que los empresarios firmaban, luego escondían la mercadería y los trabajadores tampoco podían quedarse tranquilos con el congelamiento de salarios. Por lo tanto, el Pacto Social duró poco y yo creo que ése fue el minuto en el que quedó claro que el Estado que habíamos tenido durante los últimos cuarenta años (un Estado potente, capaz de coordinar distintos sectores) había llegado a su punto extremo. Por otra parte –reflexiona–, nunca sabremos si hubiera podido recuperarse ya que los militares se apresuraron en apuñalar tanto al Estado como a la economía que ese mismo Estado había organizado. De allí en más, emprendimos el rumbo por el que vamos ahora.
—Cuesta pensar que Argentina ocupaba, junto con Canadá, el sexto lugar entre los países del mundo.
—Sí, aquello ocurre en el brillante comienzo del siglo XX, pero esa brillantez no duró. Sin embargo, Argentina salió bastante rápido de la crisis del año 30 y encontró caminos alternativos en un país que, por ejemplo, tenía empleo para todos. No había desempleo en la Argentina. Recuerdo a un economista marxista que, cuando el desempleo llegó al 6%, anunció la crisis general del capitalismo en la Argentina. ¡Imagínese: 6%! ¡Una cifra ridícula! O sea que nuestro país era una nación con empleo, con oportunidades y con una sociedad integrada que en ese aspecto ofrecía muchos caminos. Creo, sinceramente, que se podía decir que los hijos siempre estuvieron mejor que sus padres. Y los nietos, mejor aún. Este país está relacionado con mi formación y no tiene nada que ver con la Argentina actual.
—Es decir: la Argentina con la que soñaban los inmigrantes: “Mi hijo el doctor…”, ¿no es cierto?
— A fines del siglo XIX, la educación fue, sin duda, una gran construcción del Estado. Y era un Estado importante porque era capaz de lograr esos emprendimientos a largo plazo a fuerza de energía y talento. El sistema educativo formó a la sociedad argentina: asimiló a los inmigrantes, los transformó en argentinos y los capacitó para desenvolverse en la vida mientras también los habilitaba como ciudadanos. En fin, todo pasó por la educación. Estamos hablando, en primer término, de Sarmiento, pero también de las primeras décadas del siglo XX. El impulso siguió y la política de Perón con respecto a la educación tiene muchas semejanzas. Me refiero al concepto de seguir abriendo oportunidades e incorporando gente. Allí no hay una ruptura, por eso creo que, hasta la década del 60, todavía podemos encontrar aquella idea de la importancia fundamental de la educación como emprendimiento del Estado y columna vertebral de una sociedad integrada.
—Tarea que también emprendió el presidente Frondizi. No así los militares.
—Si hablamos de Onganía, aparece muy claramente la inquina contra la escuela pública. Allí encontramos un sector de la Iglesia Católica que sostiene que el Estado debe soltarle la mano a la escuela pública y dirigir su contribución hacia la enseñanza privada. Aparece entonces el tema de las escuelas normales. Las normales fueron discutidas por sus méritos. Fueron el objetivo de la crítica de la derecha nacionalista cuando eran, en cambio, un excelente lugar de formación para las maestras de mente amplia que iban a trabajar a las provincias justamente para movilizar las mentes de los chicos. Esto aparece, como le decía, tanto en la derecha como en la izquierda. Por ejemplo, éste es un tema de Adriana Puiggrós: “La crítica al normalismo”, al que critican por sus méritos, por su enciclopedismo…¡por favor! Pero lo que vino después y arranca con los militares fue mucho más drástico: el Estado nacional se desentiende de la educación primaria y luego, también, de la secundaria, y se las transfiere a las provincias que, en la mayoría de los casos, no tienen capacidad estatal. Esto provoca una enorme desigualdad, empezando por la provincia de Buenos Aires que, aun siendo muy rica, no puede mantener su escuela pública. Las cifras de la emigración de chicos hacia la escuela privada se vuelven impactantes. Y no se trata de chicos ricos. La familia que conserva la idea de que la educación es importante los manda a la escuela que puede (parroquial o lo que tenga a mano) sabiendo que, de alguna manera, va a ser mejor que la estatal. ¿Patético, no?
—Contradice claramente el mandato de Sarmiento.
—Yo creo que en ese giro que la Argentina realiza en los años 70 comienza a hacer lo contrario de lo realizado. Como si pusiera marcha atrás.
—Después de tantos avatares, si miramos retrospectivamente la historia, parecería que la primera presidencia de Perón (1946) trae consigo un plan más elaborado e inteligente que cuanto se hizo después.
—Coincido absolutamente. En aquellos años, yo diría que la Argentina tenía una sociedad que podríamos llamar “democrática”. No porque tuviera experiencia como ciudadana sino por el igualitarismo propio de nuestro país. Perón le dio un fuerte impulso a esa tendencia (que ya existía) y la desarrolló. No estoy hablando en el sentido de cambiar la sociedad sino de aumentar el número de beneficiarios. Lo que es conflictivo, porque a los que ya “están” les molesta un poco que venga alguien a sentarse en el banco que, hasta aquel momento, era sólo para ellos. Fue un fuerte avance de la democratización como también un fuerte avance de las políticas sociales del Estado. Fíjese que Perón desarrolló políticas sociales y universales (salvo la Fundación Eva Perón, que tenía otro estilo), y una de las cosas que ha perdido el Estado en estos cuarenta años es la capacidad de hacer políticas universales. Lo único que tenemos ahora en este sentido es, más o menos, la asignación universal por hijo. Todo lo otro se soluciona de la siguiente manera: hay un incendio, mando dinero para apagarlo. Alguien peticiona: se le otorga un plan social. Son todas formas políticas para tapar agujeros. No son políticas de largo plazo. Esto ocurrió en los 90 y, desde luego, lo vemos hoy.
—¿Y en la presidencia de Alfonsín?
—El caso de Alfonsín es un poco complejo. Le aclaro que tengo por él mucha admiración y creo que hubiera querido hacer otras cosas pero no le dio prioridad a este tema del Estado. Quizá sobreestimó el Estado que tenía y se propuso hacer cosas que no eran posibles. Quizá tuvo el Estado como prioridad en los últimos dos años de su mandato, cuando Terragno fue ministro de Obras Públicas. Pero ya era tarde y no tenía suficiente fuerza política. De modo que, si bien no hubo nada deliberado en su política, tampoco produjo un cambio importante de rumbo. Insisto en que aquí no se trata de juzgar. Alfonsín vivió atenaceado por problemas urgentes como la inflación y la deuda externa. Comprendo que no pensara qué hacer con las empresas del Estado y sus monstruosas pérdidas.
—También sentimos pena cuando contemplamos, a la distancia, la presidencia de Frondizi, al que tantas dificultades le impidieron tener un mandato finalmente exitoso.
—Sí. Pero lo bueno de la historia es que aplaca las pasiones del momento. Cuando yo era joven, por ejemplo, me indignaba el tema de la enseñanza libre (es decir, la enseñanza privada) y hoy lo considero un tema menor: enseño en varias universidades privadas y no tengo el menor problema en hacerlo. También, en su momento, se le criticó mucho a Frondizi la convocatoria a las empresas extranjeras: automotrices, siderúrgicas etc., pero finalmente es lo que dio a la Argentina un momento brillante de su economía que, aun cuando no se notó en los años iniciales, en la década del 60 ese impulso se expandió a buena parte del sector industrial que se modernizó y que quizá podría haber pasado esa barrera de los conflictos corporativos. Usted recordará la empresa FATE.
—Sí, de neumáticos y propiedad de Gelbard...
—… FATE fabricó una pequeña calculadora electrónica (que en aquel momento fue de avanzada) con tecnología propia. Es decir, no comprando una patente sino efectuando un desarrollo propio. En aquel momento, Argentina estaba muy bien ubicada en la punta de la innovación tecnológica. Quizá si no hubiera ocurrido la crisis política, aquella punta industrial nos hubiera permitido superar los conflictos sin ese final catastrófico que provocó el Ejército: Frondizi, en Martín García y muy criticado. Pero realizó algo (como ocurre muchas veces) cuyos frutos recién se vieron años después.
—Y con su larga experiencia de historiador, ¿cómo analiza el hecho de que, cuando es reelegida, Cristina llega a un alto nivel de imagen positiva y luego comienza a bajar? ¿Cómo y cuándo se produce el descenso?
—Aparentemente, empieza a bajar al día siguiente. Quizás es feo decirlo pero lo que la catapultó fue la muerte de su marido. Cristina Fernández creció muchísimo en ese clima de la viuda doliente. Esto forma parte de la política. También al día siguiente comenzaron a aparecer problemas concretos y a notarse que había un manejo menos experto que antes. Yo creo que Néstor Kirchner tenía mucho más conocimiento de la gestión que su esposa.
—¿Cómo se explica que, muy pronto, Cristina se libera de los amigos de Néstor? Righi, Taiana, Alberto Fernández… que son reemplazados por jóvenes de La Cámpora, el vice Boudou o Abal Medina o Kicillof…?
—Sí. Yo diría que esto es entrar un poco en el terreno de la personalidad de ella. Siempre se ha dicho que los amigotes de los maridos no les hacen mucha gracia a sus mujeres. Aquello de que se juntaran los viernes a jugar al fútbol en la quinta, etc. Pero, en el caso de La Cámpora, es un poco más que eso: hay allí una decisión de crear una organización que provea de jóvenes funcionarios fieles y capaces (por lo general, buscan gente de formación universitaria). Y, sobre todo, fieles. Todo esto me recuerda un poco a una organización mal conocida y no siempre bien entendida que fue Guardia de Hierro. Con ese nombre, hace pensar en el fascismo, aunque era rumana. Quienes los conocieron (aun cuando eran bastante herméticos) dicen que ellos se definían como “fieles a Perón” y que “allí donde va Perón, estamos”. Por eso se llaman “guardianes”. Si Perón iba a la derecha o a la izquierda, siempre lo seguían. Su idea del liderazgo es llevada hasta el último extremo. Y a mí me pareció que el caso de La Cámpora podía ser similar y que la gente cooptada para introducirse allí es sometida a una especie de test de lealtad. Hay cierto tipo de jóvenes a los cuales estas características les gustan porque constituyen parte de la formación de su identidad. Conocí a uno de ellos que estuvo a punto de ingresar al Opus Dei, pero luego se decidió por la masonería.
—¡Los dos extremos! ¡Pero muy autoritarios los dos!
—Fue lo que él me dijo: “Yo estaba buscando contención”, y creo que esto puede formar parte de las aspiraciones de un joven. Se dice que hay un momento en la vida del joven en el que incorporarse a “algo comunitario” es atractivo. Por cierto, las organizaciones que tenían los fascistas, los famosos Ballilla, o las del nazismo tenían esas características y concitaban mucho entusiasmo entre sus jóvenes seguidores. Por darle también otro ejemplo, la Acción Católica Argentina reunía gente muy militante a la que le gustaba estar encuadrada, tener sus guías, sus dirigentes, sus tareas. Por supuesto que los partidos de izquierda también los tienen.
—Lo que es impensable, en un gobierno constitucional como el de Cristina Kirchner, son sus problemas con la Justicia. Y con la propia Corte Suprema.
—Sí, es impensable. A usted y a mí nos resulta difícil de entender porque en el país, desde el fin del gobierno de Alfonsín, hay mucha desilusión con respecto a esa propuesta tan magnífica de una democracia institucional basada en el pluralismo. El gobierno de Menem avanzó mucho en la centralización del gobierno pero sin hacer una teoría de eso. Lo hacía prácticamente: colocaba a sus amigos en la Corte Suprema y seguía sonriéndole a todo el mundo. Este gobierno ha recurrido a una teoría que existe: la teoría del liderazgo, de la democracia unanimista (de la unanimidad). Es decir que la idea del pueblo es unánime. Y los que no son “unánimes” son enemigos del pueblo. Se empezó entonces con la división: “Vos sos de la corpo” era la acusación. Y ahora están en la etapa de decir abiertamente que están en contra de una cosa central de la Constitución Nacional como es la división de poderes. Es interesante recordar que la Corte Suprema está puesta en la Constitución para ser “contramayoritaria”. Ese es su deber. Y este gobierno la acusa de esto con la idea de que el sufragio le dio todo el poder al presidente. En realidad, no lo inventaron ellos: Mussolini y Hitler pensaban así. Y muchos otros, también. Pero decirlo en un país que tiene todavía su Constitución es llevar las cosas a un punto de tensión más extremo, lo cual es muy terrible.
—Incluso lo que usted señala, aquello de “el que no piensa como yo es mi enemigo”, es una de las cosas que, desgraciadamente, se han instalado en todos los niveles. Hay mucha gente que ha dejado de frecuentar a otra, amigos de siempre, por una cuestión política.
—Sí, y yo agregaría “una cuestión bastante innecesaria” porque hoy no se están jugando grandes cuestiones como se pueden haber jugado en los 70. Los problemas reales que dividieron entonces a los ciudadanos. Lo que juega es un gobierno que dice: “Yo quiero el poder absoluto y mi manera de lograrlo es descalificando todo lo que tengo a mi alrededor y liberándome de cualquier mecanismo de control”. Y hay una parte del país (ojalá supiéramos cuánta es) que se entusiasma con eso. Hay intelectuales que leyeron los libros adecuados para este pensamiento pero otros muchos, no. Y me parece que lo están tomando casi en sentido futbolístico: “Estoy contento porque se fue al descenso un rival de barrio”. Existe un encono que no tiene correlación con cosas reales.
—También en su libro “La larga crisis argentina” usted dice que “la pobreza ha terminado de desmantelar el Estado”.
—La consecuencia más grave del desmantelamiento del Estado es la formación del mundo de la pobreza, que abarca a un argentino cada tres. Es mucho. Y es un mundo que ya tiene una cultura propia. Para entenderlo se requiere un esfuerzo de comprensión grande porque se valoran otras cosas, y esto no se va a disolver fácilmente. A esta altura, no es un problema de empleo sino un problema de muchas cosas. También le diría que mucha gente vive de la pobreza. Y ésos van a ser los más difíciles de remover. Por ejemplo, La Salada. Es un grupo empresarial grande. Tiene poder. El secretario de Comercio lo lleva de viaje para exportar el modelo, y la característica es que los que consumen son los pobres. Ellos consumen productos baratos que no pagan impuestos. Y los que los fabrican son otros pobres que trabajan en negro y en condiciones de superexplotación. En el medio, entonces, están los comerciantes que viven de los pobres por los dos lados, y protegidos, por supuesto, por el poder local, el poder más general y el superpoder seguramente también. Todos sacando su parte. Esto es horrible, y el papa Francisco nos ayuda denunciándolo. Pero resulta que esto es funcional a mucha gente.
La otra gran “funcionalidad” es política, porque en el mundo de la pobreza es posible “producir” votos. Se supone que el voto es el acto del ciudadano independiente y que elige a las autoridades. Si las cosas ocurren al revés, resulta que las autoridades utilizan sus recursos para hacer que la gente vote como las autoridades necesitan. En este sentido, el aparato político actual, los que controlan el poder administrativo (presidente, gobernador, intendente, concejal, etc.), sobre todo en el Conurbano, han montado un mecanismo que, desde un punto de vista artesanal, es notable: ya no se trata de dar y recibir. Es mucho más complejo: requiere un cierto lenguaje: “Si vos estás contento, por qué no nos acompañás?”; “por lo que recibiste, ayudanos a mantenerlo viniendo al acto, etc., etc.”. Los votos se negocian en paquete: familiares, barriales, en todo tipo de grupo. Son paquetes de cincuenta o cien votos. Muy fáciles de controlar… Pero hay que saber mucho de este tema lamentable para poder hacerlo bien.