DOMINGO
libro

El poder de las bancas

Los códigos de diputados y senadores en acción.

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Los secretos del Congreso es un pase vip para recorrer los pasillos del palacio, aprender su idioma y descifrar sus reglas. Qué pasa en la institución más importante de la República y, a la vez, una de las más desprestigiadas. Respuestas a las indignadas preguntas populares: ¿cuánto trabajan? | cedoc

El 1º de marzo de 2018, en el recinto de la Cámara de Diputados, se desencadenó una rebelión. Con todas las miradas puestas en el discurso del Presidente ante la Asamblea Legislativa, la revuelta pasó inadvertida, incluso para los periodistas parlamentarios que seguían el acto de apertura de las sesiones ordinarias del Congreso. Minutos antes de que Mauricio Macri exigiera desde el estrado redoblar los esfuerzos para alcanzar el equilibrio fiscal, referentes del oficialismo y de la oposición intercambiaron llamadas, conversaron en los pasillos e hicieron correr la voz entre las bancas, en uno y otro extremo del recinto. De regreso de sus vacaciones, peronistas y radicales estaban furiosos por igual con el presidente de la Cámara, Emilio Monzó. El motivo: los cambios que había hecho durante el verano para limitar el reparto de pasajes entre los legisladores y restringir el canje de los tickets por dinero en efectivo.

Ese mismo día, Pablo Kosiner, Agustín Rossi y Mario Negri, jefes de las tres bancadas principales, llevaron el reclamo, que subía como lava desde las bases, hasta las oficinas de la presidencia. Le reprocharon a Monzó haber impuesto “un ajuste” sin tener en cuenta el destino que se les daba a esos pasajes. Era un paquete de veinte tickets de avión y veinte de ómnibus, que todos los meses podían usar para viajar dentro del país, transferir a terceros o cambiar por plata. La bronca escaló cuando los diputados se enteraron de que la reforma no sería replicada en el Senado, donde la vicepresidenta Gabriela Michetti había decidido sostener el sistema de reparto discrecional y canje.

Ante la presión de sus pares, Monzó dio marcha atrás, solo 24 horas después. Pero el escándalo tendría un nuevo capítulo, unas semanas más tarde, cuando se conocieron los montos que habían percibido los diputados por los canjes del año anterior. Encabezaban la lista Lilita Carrió, de la Coalición Cívica (CC), y Alberto Roberti, del Bloque Justicialista. En diciembre de 2017 habían solicitado la liquidación de todo el dinero en efectivo, unos 355 mil pesos, el equivalente al 40% de sus ingresos durante ese año, según publicó Infobae. El portal accedió al listado completo gracias a un pedido de acceso a la información de la Fundación Directorio Legislativo, una de las ONG que en 2015 obtuvieron un fallo favorable de la Justicia para que el Congreso publicara datos que permanecían ocultos, como el detalle del reparto de becas escolares y subsidios, y la nómina de empleados de cada cámara.

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Como pasa cada tanto, el Congreso monopolizó la agenda política de los medios durante semanas y los legisladores quedaron en una tormenta de indignación. Con el correr de los días, emergió una cuestión que irrita a buena parte de la opinión pública, y que diputados y senadores, sin distinción de partidos, se esfuerzan por mantener bajo tierra: el manejo de recursos en el Poder Legislativo. Es una polémica cíclica que se nutre de un sentimiento extendido de rechazo a la política y que tiene como telón de fondo un problema irresuelto en la Argentina y en muchos países del mundo: el financiamiento de las actividades partidarias. A los cuestionamientos por los pasajes pronto les siguieron otros, sobre los sueldos de los legisladores y la intensidad del trabajo que realizan. En abril de 2019, después de unos meses de actividad escasa en Diputados, Graciela Camaño, una peronista con siete mandatos en la Cámara, hizo estallar la bomba en pleno recinto: “No podemos seguir cobrando tanto dinero mientras no hacemos un carajo”.

Datos duros

Los cuestionamientos que golpean por temporadas contra los muros del palacio se apoyan sobre datos duros. Desde el retorno de la democracia el Congreso duplicó la cantidad de comisiones y de cargos directivos, creó cuerpos de trabajo con presupuestos millonarios y actividad casi nula, y en lo que va del siglo XXI, aumentó un 50% su plantilla de personal, que pasó de menos de 10 mil empleados, en 2001, a casi 15 mil en 2019. Si bien se publica cada vez más información en los sitios oficiales, en especial el de Diputados, muchos datos permanecen ocultos, como los contratos de personal por parte de las comisiones bicamerales. Además, el uso de los fondos no está sometido a controles externos. La Auditoría General de la Nación (AGN), el mayor órgano de monitoreo de las cuentas públicas, jamás revisó los gastos de ninguna de las dos cámaras, simplemente porque los legisladores, a cargo de la comisión bicameral que define el trabajo de la AGN, nunca incluyeron esa auditoría en el plan de acción del organismo.

Las críticas arrastran también una buena dosis de mitos y fantasías. Los fondos que se manejan en el Poder Legislativo nacional son escasos en comparación con los recursos que circulan en las legislaturas de muchas provincias, e insignificantes en relación con los fondos de los poderes ejecutivos de esos mismos distritos o, incluso, de algunos municipios. El “costo” por legislador, un cálculo que se hace dividiendo el presupuesto total del cuerpo por la cantidad de integrantes, es de 56 millones de pesos en el Congreso, según el presupuesto de 2019, un 25% por debajo de los 70 millones de pesos de la Legislatura porteña y un 7% menos que los 60 millones de la Legislatura de la Provincia de Buenos Aires, solo por poner dos ejemplos. El presupuesto del Congreso se mantiene, además, por debajo del 0,75% del gasto total del Estado nacional desde 2002, cuando tocó el techo del 1%, y en las últimas dos décadas osciló entre el 0,09% y el 0,13% del PBI. En 2018 insumió el 0,6% del presupuesto total del Estado, la mitad que el Poder Judicial y un 25% menos que la Prefectura Naval, una fuerza que, en 2001, tenía un presupuesto casi idéntico al del Poder Legislativo, según datos de la Secretaría de Hacienda.

El Congreso tiene, de todos modos, una particularidad: es la mayor caja nacional de financiamiento multipartidario. Es un submundo con lenguaje propio y códigos corporativos, donde, en paralelo a la discusión de leyes y resoluciones, se libran batallas permanentes por el manejo de los recursos, relativamente escasos si se tiene en cuenta el número de jugadores en pugna. Se disputa por la designación en una comisión y por la asignación de un despacho, por la autorización de un viaje a un país lejano y por la contratación de un proveedor de agua mineral. Se pelea por un escritorio más cómodo y por un televisor más grande. Es una lucha diaria en la que los contratos fungen como moneda de cambio principal. Es una guerra en la que los presidentes de las cámaras, verdaderos guardianes de los secretos de la política, gozan de un amplio margen de discrecionalidad. Es también un ámbito de convivencia entre oficialistas y opositores, donde el poder se comparte y donde un favor se paga con otro favor. (...)

La guerra de los despachos

Unos diez militantes de La Cámpora se reunieron en la mitad del pasillo del tercer piso de la Cámara de Diputados, un territorio codiciado del palacio, y por el corredor del centro avanzaron hacia el despacho del fondo. Uno llevaba una caja de herramientas. El edificio estaba semivacío y por los ventanales con detalles de vitrales se colaban los últimos rayos de sol del 21 de enero de 2016. Al final del camino esperaba, vestido de traje azul y parado como un granadero, un pibe de unos 20 años. Había ingresado en la Dirección de Seguridad una semana antes y ese día le habían encargado su primera misión importante: que nadie entrara en la oficina 340, ubicada a sus espaldas. No es un despacho cualquiera. Es un módulo de tres oficinas interconectadas, con dos entradas y buena luz natural. Durante los diez años anteriores había sido de José María “el Mono” Díaz Bancalari, un dirigente histórico del PJ bonaerense. Tras su salida del Congreso, el kirchnerismo lo reservó para Máximo Kirchner. El hijo de la ex presidenta había asumido como diputado por Santa Cruz el 10 de diciembre de 2015, en simultáneo con el ascenso de Cambiemos al poder, pero todavía no se había instalado en Buenos Aires. El FpV, patrón del tercer piso del palacio desde 2003, se había valido de una práctica que Emilio Monzó, flamante presidente de la Cámara, estaba decidido a desterrar: la ley del pase de manos, que indica que el diputado que abandona una oficina decide quién será su nuevo ocupante y le entrega las llaves en mano, sin intervención de las autoridades.

El cambio de reglas se produjo de manera abrupta. El primero en notarlo fue Andrés “el Cuervo” Larroque, una mañana de mediados de enero, cuando ingresaba en su despacho, justo enfrente de la entrada principal de la oficina 340. Monzó y el secretario general de la Cámara, Guillermo Bardón, aprovecharon que el lugar estaba siendo refaccionado y, en medio de una disputa incipiente por los recursos y el manejo del poder de la Cámara, decidieron dar un golpe de efecto. Cambiaron las cerraduras del despacho que el kirchnerismo había reservado para Máximo, colocaron fajas de clausura en las puertas principal y trasera, y ordenaron a la Dirección de Seguridad que prohibiera el ingreso de toda persona no autorizada. Arrancaba una guerra.

—Correte, pibe. Esto no es con vos –le dijo uno de los militantes de La Cámpora al guardia que aquel 21 de enero custodiaba la entrada trasera de la oficina 340.

—Caballero, eso no va a poder ser –respondió el joven, tratando de mantener la calma.

—Sí, te vas a correr porque tenemos que entrar –levantó el tono uno de los más fornidos.

—Caballero, eso no puede ser. En todo caso, háblelo con mis superiores –replicó el guardia, cada vez más rodeado y nervioso.

—Andá vos a llamar a tus superiores. Nosotros te esperamos acá –dijo otro militante, a modo de ultimátum.

Cuando el joven finalmente dio un paso al costado y fue en busca de ayuda, el que llevaba la caja de herramientas, un cerrajero contratado para la ocasión, se adelantó con un destornillador y un martillo. Uno de los militantes arrancó la faja colocada sobre la puerta de madera, de doble hoja. No hizo falta forzar la cerradura. Ante el primer golpe debajo del picaporte, la puerta cedió y el despacho quedó abierto. El cerrajero cambió las cerraduras y La Cámpora empezó una ocupación que se extendería durante casi dos meses.

Los dirigentes de la agrupación se turnaron para dormir en el despacho: había que evitar que fuera recuperado por el enemigo. Hicieron un documento de Excel y lo compartieron por WhatsApp. Se asignaron tareas día por día, con nombre y apellido. Cada noche se quedaron dos personas de guardia. Siempre debía haber un diputado, provisto de fueros, para que el personal de seguridad no pudiera desalojarlos. Dormían en un sillón de tres cuerpos y en una bolsa de dormir, y comían en las oficinas del Cuervo. “La idea era mantener ese despacho para empezar a demostrar que no íbamos a retroceder. Para entonces, Milagro Sala ya estaba presa. Era una batalla simbólica”, recordó Mayra Mendoza, una de las diputadas que durmieron en la oficina 340.

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El despacho de un diputado o de un senador no es simplemente el lugar en el que desarrolla su actividad parlamentaria y el sitio donde trabajan sus asesores. Es una medida precisa de su ubicación en la pirámide de poder del Congreso. Es el lugar que, a fuerza de rosca o peso político, se ganó o le fue asignado en la batalla que libran los legisladores al asumir una banca. Es la pulseada inaugural de una serie de disputas libradas del primero al último día de sus mandatos. Las oficinas son también una de las tantas monedas de cambio del Congreso, una institución en la que se pelea con la misma ferocidad por la agenda de una sesión, por el artículo de una ley y por la aprobación de un contrato. El reparto de los despachos es la demostración de que, aunque todos tienen un voto, no todos valen lo mismo. “Un buen despacho es un símbolo de estatus, de jerarquía política, y en el imaginario de la política la jerarquía es poder y cuenta”, explica una diputada que ocupó una oficina en el tercer piso del palacio durante siete años.

La guerra se libra cada dos años, entre los diputados y senadores que ingresan en el recambio parlamentario. Arranca a fines de octubre, justo después de las elecciones legislativas, y concluye dos o tres meses después. Como toda guerra, tiene sus propias reglas. Una se aplica por igual en las dos cámaras: todos quieren estar en el palacio. No importa que la mayoría de sus oficinas no tengan baño privado. No interesa que buena parte de las oficinas de los edificios anexos, en especial las del Senado, sean más modernas, amplias y luminosas. Tampoco que en Diputados las reuniones de comisión se hagan sin excepción del otro lado de la avenida Rivadavia. “Estar en el palacio es signo de mayor prestigio e incidencia. Si te viene a ver gente de afuera, no es lo mismo recibirla en el palacio que en una oficina cualquiera. El que te viene a ver se queda con la impresión de que sos un tipo importante”, explica un ex presidente de la Cámara de Diputados. “Estar en el palacio es estar dentro del poder”, sentencia otro diputado que pasó por la presidencia del cuerpo. La conclusión queda servida: estar fuera del palacio es, en el mejor de los casos y salvo contadas excepciones, ser un legislador de segunda categoría.

En la Cámara de Diputados, dueña de la mitad del palacio que da hacia Rivadavia, el grupo selecto nunca supera los veinte miembros, menos del 10% del total. Entre 2017 y 2019 fueron 16, distribuidos en tres plantas. El primer piso es territorio del presidente y de las secretarías parlamentaria y administrativa. Durante su gestión (2015-2019), Monzó reservó el despacho 117, pegado al suyo, a su principal aliado opositor, el referente de la bancada que ayudaba a Cambiemos a alcanzar el quórum. Primero fue Sergio Massa, jefe del Frente Renovador. Después Pablo Kosiner, del Bloque Justicialista. En la ocupación de los otros dos pisos predomina una lógica bipartidista, que, con algunas alteraciones, se mantiene como tradición desde 1983: el segundo piso es territorio de la UCR, y el tercero, del PJ.

Más allá de quién ocupe la presidencia, en el palacio tienen un lugar asegurado los tres vicepresidentes de Diputados y los jefes de las cuatro o cinco bancadas más numerosas. El reparto del resto de las oficinas obedece a la distribución de poder –a veces pacífica, casi siempre conflictiva– en el interior de las dos o tres fuerzas más importantes. No tiene que ver necesariamente con los cargos parlamentarios: Máximo Kirchner, por ejemplo, entró como diputado raso, pero tenía mucha incidencia dentro del FpV. El presidente del cuerpo se guarda además una cuota de oficinas para cortejar a algunos legisladores a discreción y reconocer su peso político. En la gestión de Julián Domínguez (2011-2015) se consintió, entre otros, a los que habían sido candidatos a presidente: Lilita Carrió, Hermes Binner y Ricardo Alfonsín. Monzó les reservó un despacho en el palacio a los diputados de la oposición que habían sido gobernadores, como Maurice Closs (Misiones), Claudia Ledesma (Santiago del Estero) y Daniel Scioli (Buenos Aires).

Este último era uno de los pocos privilegiados que tenían dos despachos a la vez. Como presidente de la Comisión de Deportes, cargo que ejerció entre 2017 y 2019, se consiguió una segunda oficina en el Anexo B, ubicado en Riobamba 71. El departamento, un noveno piso con balcón terraza, era la envidia de los habitantes de ese edificio. Otros despachos muy codiciados fuera del palacio son los semipisos de Rivadavia 1829, un anexo sin nombre. Durante sus últimos años como diputada, ahí tenía sus oficinas la kirchnerista Diana Conti, que presidió la Comisión de Asuntos Constitucionales. Al dejar su banca, en 2017, le entregó las llaves a Daniel Filmus, en un pase de manos que Monzó convalidó sin chistar.

En el Senado, dueño de la mitad del palacio que da hacia Hipólito Yrigoyen, la batalla es menos cruenta. Con menos legisladores y más oficinas disponibles, dos tercios de los 72 senadores tienen despacho en el edificio. El tercio restante habita en el anexo Alfredo Palacios, sobre Hipólito Yrigoyen al 1700, frente a la Plaza del Congreso. A ese lugar se lo conoce como “la Caja”, porque ahí funcionaba hasta 1994 la Caja Nacional de Ahorro Postal. La lógica es la misma que en Diputados: estar en la Caja, un edificio con oficinas amplias y funcionales, es para un senador una señal de que empezó su mandato con el pie izquierdo. Salvo excepciones, ahí van a parar los que recién entran o no cuentan con el padrinazgo de un gobernador.

Para colmo, a diferencia de lo que pasa en Diputados, la mayoría de las comisiones del Senado hacen sus reuniones en los salones del palacio, un beneficio adicional para los senadores que lo habitan. Los de la Caja, en cambio, deben caminar una cuadra de ida y otra de regreso, casi todos los días.

Otra particularidad del Senado es que la regla del pase de mano se aplica de manera más acotada que en Diputados, porque rige otra costumbre, que indica que las oficinas deben traspasarse a otro senador de la misma provincia. La regla no siempre se cumple y no alcanza para evitar las peleas: los senadores de la Caja presionan para tener un despacho en el palacio, y los que ya lo tienen pugnan por mudarse a uno más grande.

Una disputa resonante se produjo en diciembre de 2017. Cristina Kirchner, que asumía como senadora por la minoría después de perder contra Esteban Bullrich en la provincia de Buenos Aires, protagonizó durante meses una pulseada cargada de intrigas y traiciones con Eduardo Costa, senador radical por Santa Cruz. Pugnaban por quedarse con el despacho más grande del palacio, de 225 metros cuadrados. Es un módulo de oficinas del tercer piso, en la esquina de Entre Ríos e Hipólito Yrigoyen, con vista a la Plaza del Congreso. La ex presidenta no se involucró en persona. Fue la senadora por Santa Cruz que dejaba el despacho, la kirchnerista Virginia García, quien llamó a fines de noviembre al secretario administrativo de la Cámara, Helio Rebot, para garantizar el pase de manos. “Históricamente este fue el despacho de Cristina cuando era senadora”, argumentó García, ex cuñada de Máximo Kirchner.

El problema era que la ex presidenta no asumía como senadora por Santa Cruz, sino por la provincia de Buenos Aires. El radical Costa insistía en que el despacho debía quedar para su provincia y que Cristina debía heredar una oficina de Buenos Aires. Uno de los senadores bonaerenses salientes era Juan Manuel Abal Medina, que se había alejado del kirchnerismo después de la derrota en 2015. Pese a que varios compañeros de bloque le habían pedido su despacho –una oficina de 135 metros cuadrados, en la planta baja del palacio–, Abal Medina entregó las llaves a las autoridades de la Cámara. Casualidad o malicia, Rebot se lo asignó a Esteban Bullrich, el verdugo de Cristina en las elecciones de 2017.

Después de meses de indefinición y de consultarlo con Gabriela Michetti, presidenta del Senado, el secretario administrativo de la Cámara aceptó el pedido de Cristina. De no hacerlo, tendría que haber desalojado a los asesores de la ex presidenta, ya insta­lados en el despacho del tercer piso. El horno no estaba para bollos. El oficialismo acababa de consumir, con la la reforma previsional, buena parte del capital político ganado en las elecciones de 2017. El radical Costa debió conformarse con una oficina en el cuarto piso de la Caja.

Las inequidades también son notorias entre los habitantes del Palacio. Entre 2017 y 2019, al despacho de Cristina le seguía en tamaño el de Carlos Menem. El ex presidente tenía un bloque de oficinas de 197 metros cuadrados, en la planta baja, más cómodo que los de los pisos superiores, pero con menos luz natural. En ese período, el club de senadores con despachos de más de 150 metros cuadrados solo tenía otros seis miembros: Fernando Pino Solanas (Capital), Miguel Angel Pichetto (Río Negro), José Alperovich (Tucumán), José Ojeda (Tierra del Fuego), Julio Cobos (Mendoza) y José Uñac (San Juan). En el otro extremo de la pirámide, nueve senadores ocupaban oficinas de menos de 40 metros: Dalmacio Mera (Catamarca), Daniel Lovera (La Pampa), Inés Brizuela y Doria (La Rioja), Silvina García Larraburu (Río Negro), Laura Rodríguez Machado (Córdoba), Silvia Elías de Pérez (Tucumán), Carlos Reutemann (Santa Fe), Ana Almirón (Corrientes) y Alfredo De Angeli (Entre Ríos). Este último ocupaba el despacho más chico del Palacio, de 22 metros cuadrados.

Datos sobre el autor

Es periodista recibido en TEA y politólogo de la Universidad de Buenos Aires. Desarrolló toda su carrera gráfica en la sección Política del diario La Nación, donde ingresó en 2002.

Desde 2009 es acreditado en el Congreso, tarea por la que ganó el Premio Parlamentario en 2014.

Es autor de El soldado de Cristina –un perfil del secretario general de La Cámpora, Andrés Larroque–, finalista del Premio de Crónicas La Voluntad.

Es columnista político en la señal La Nación+.