DOMINGO
LIBRO / Tres aos del horror que se vivi en Once

El tren de la tragedia

En Desde mis zapatos, la madre de Lucas Menghini Rey relata los días de desesperación que vivió junto a su familia hasta encontrar el cuerpo de su hijo, de 20 años, la última víctima de la formación del Sarmiento. En el prólogo de esta emocionante obra, Juan José Campanella define al choque que provocó más de 50 muertos y más de 700 heridos, como una “masacre” producida por una “sucesión de hechos evitables y delictivos”.

Memoria. El 22 de febrero el tren de la línea Sarmiento no frenó y chocó con los paragolpes de contención. Miles de personas piden justicia por las víctimas de Once. Tras varios días de búsqueda, Luca
| Cedoc Perfil

Sonó el despertador a las 6 de la mañana. Me levanté, tomé dos mates y me preparé para salir. Siete y veinte estaba en la escuela de Barrio Rivadavia para tomar exámenes a mis alumnos de segundo año. Vinieron pocos. Puse el celular en modo silencioso, repartí las hojas de examen a los tres alumnos que tenía. Me senté en el escritorio con otro profesor y comenzamos a llenar las actas.
De a poco se fueron acercando para entregar el examen escrito y rendir la parte oral. Así, se hicieron las 8.40, cuando terminé con el último alumno. Entonces, agarré el celular para darle sonido y vi más de veinte llamadas perdidas.

Muchas de Paolo. Me pareció muy extraño más allá de la cantidad, el horario. Lo llamé y me dijo:
—Quedate tranquila. Pero hubo un choque de tren en Once, y es el tren que siempre toma Lucas. No puedo comunicarme con él ni con su trabajo.
Traté de pensar en otras posibilidades. Le dije que ya estaba saliendo para casa y que era probable que Lu se hubiera quedado dormido porque había tocado y se había acostado tarde.

Avisé en la escuela que me retiraba. Subí al auto y empecé a llamar de manera alternada a la casa de Paolo y al celular de Lucas. Llamaba, llamaba y nadie atendía en ningún teléfono.

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Manejé lo más tranquila que pude. Me dije a mí misma: Paolo siempre es muy dramático, seguro que Lucas está dormido. Llegué a casa. (...)
Mientras, llamé a mi papá, le dije lo que pasaba y le pedí que viniera a buscarme porque teníamos que ir para el centro, que Paolo ya había ido al trabajo de Lucas y él no había llegado. Paolo iba para Once y yo esperé al frente del televisor que llegara mi papá y volviera Lara. Mientras, insistía con el teléfono de Lu.

Llegó mi papá, y junto con Lara –hija– y quien fuera mi pareja en ese momento salimos a buscar a Lucas. Hablé con Paolo por teléfono y me dijo que Luciana, prima de Lucas, iba al Hospital Durand, que Carolina, pareja de Paolo, creo que al Fernández y que yo fuera a otro hospital, que él se quedaría en Once hasta que saliera la última ambulancia. Decidimos ir al Hospital Ramos Mejía.

En la radio, las noticias no eran muy exactas. Pero informaban de diferentes hospitales a donde se trasladaba a los heridos. Tomamos nota de los hospitales, de los teléfonos de consulta. Llamaba a Lucas y seguía sin responder. Llamaba a los amigos y nadie sabía nada y nadie podía comunicarse con él. (...)

En los hospitales el trato era tan irreal como la situación que estaba viviendo. Nunca la Capital me resultó tan grande, ni el teléfono tan necesario, ni la radio tan importante. Nunca me pareció tan imprescindible el GPS de la camioneta de mi viejo como en ese momento cuando teníamos que salir de un hospital al otro sin saber dónde era, ni cómo llegar. Desde que salía de uno hasta llegar al otro no paraba de hacer conjeturas, que aumentaban cuando cotejábamos los listados de heridos con las noticias radiales. Sonaba mi teléfono y amigos y conocidos me decían lo que informaba o mostraba la televisión. No podía verla, no tenía tiempo. Tenía que encontrar a Lucas. (...)

Vi la incredulidad, la desesperación, la angustia, el alivio, el dolor. Fundamentalmente, el dolor. Era como si todas las caras fueran iguales, como si no pudiéramos vernos con los ojos, sino con el corazón. (...)

Estábamos en el andén 10. Sólo nosotros, ansiosos, especulando qué haríamos después. La felicitación oficial a quienes llevaron a cabo el operativo de búsqueda y rescate de víctimas y heridos había sido una confirmación de que nada ni nadie había quedado allí. Entonces, ¿por qué ahora escuchaba a lo lejos el ladrido de los perros? Sabía que habían sido llevados por orden del juez para revisar las pertenencias.

Ladraban sobre las vías, no en la comisaría. ¿Por qué? ¿Cuándo decidieron que los perros debían rastrear el tren? Hoy sé que fue una decisión tardía que tomaron sólo cuando ya sabían dónde estaba mi hijo y con la cual se intentó justificar lo injustificable. Los perros fueron usados, sí. Pero no para encontrar a Lucas, para eso no se precisaban. Fueron usados para tratar de cubrir la falta de profesionalismo, la ineptitud de las fuerzas vanagloriadas dos días atrás.

Pasaban los minutos, y la ansiedad los consumía sin piedad. El andén se fue poblando de pasajeros y decidimos refugiarnos en una sala grande de la División Sarmiento, escaleras abajo.

Lara y los amigos de Lucas seguían arriba, en el hall. También mi papá, mi hermano, mi cuñada y tantos otros seres queridos aguardando noticias, sumidos en la angustia. Esperaban, también, todos los medios, y muchos pasajeros que se detenían a mirar la imagen paralizada del Chimu, proyectada en la pantalla gigante de la estación.

Hubo un momento en el que comenzaron a circular versiones de la aparición del cuerpo de Lucas. Como reguero de pólvora fue explotando en quienes las recibían. Fue así que Lara, desesperada, me llamó y me obligó a que grabara un mensaje para tranquilizar a quienes se debatían entre creer en rumores y esperar nuestra palabra, que era la única considerada oficial. Traté de calmar a mi hija con una tranquilidad que yo no tenía, pero que era necesario inventar. Hablé a un celular, dando detalles de lo que nos informaban y prometiendo ser nosotros quienes diéramos la única versión confiable.

Lara hizo que el resto escuchara mi voz y que todos decidieran desoír lo que los medios, ahora irrespetuosos, repetían.

Sé que fue Télam la que, falta de toda prolijidad, lanzó la primera comunicación sobre la aparición, cuando nosotros aún esperábamos los resultados del nuevo operativo.

Desprolijidades siempre, desprolijos en todos los aspectos que tuvo esta tragedia, y desprolijidades hasta en el más pequeño y más grande de los detalles. Todas desprolijidades oficiales.

En el lugar en el que nos refugiamos a la espera de que terminara el operativo había una gran mesa, con sillas a su alrededor. Había una pequeña cocina en la que se calentaba constantemente agua para el mate. Eramos muchos, cada vez más. Había gente que pertenecía a nuestras vidas y también quienes jamás entenderé por qué estaban ahí. Durante la espera, se sucedían conversaciones de lo más variadas. De a ratos la angustia se apoderaba del aire y sólo se respiraba el desaliento. Al instante siguiente, se renovaba la esperanza y asomaban sonrisas en los rostros cansados de tanta incertidumbre.

Algo pasaba, aunque yo no entendía bien qué. Vimos bajar oficiales con la cabeza ensangrentada y nos invadió el temor de lo que estaba sucediendo arriba. No sé si el cansancio o una manera de autodefensa hizo que no relacionara los hechos.

Mucho tiempo después me enteraría de los desmanes que ocurrieron cuando aún esperábamos los resultados de la búsqueda. Tengo presente el instante en el que un oficial se paró bajo el dintel de la puerta y me dirigió una mirada. Es como si fuera algo que pasó recién. Yo estaba en el otro extremo del salón. Nos separaban mesas, sillas y mucha gente. Simultáneamente, percibí que varias personas con ambos de diferentes colores se me acercaban. Creo que eran psicólogos o psiquiatras del SAME, pero puedo estar equivocada.
Recuerdo que no de muy buen modo les pedía que se alejaran de mí, que yo no estaba loca ni desquiciada, que los quería lejos de mí, que entendía que estaban haciendo su trabajo, pero que de todos modos no quería tenerlos cerca. De a poco, cada uno volvió a la ubicación que tenía y me sentí más segura y más tranquila. Entonces, el oficial me dijo:
—Señora, habría aparecido un cuerpo.
—¿Qué cuerpo?, ¿de quién? —le pregunté casi gritando.
—Tendría una mochila con las características… —prosiguió el oficial.
Yo quería que tuviera la hombría de decirme que habían encontrado a Lucas. Pero sus agallas sólo alcanzaban para los potenciales. Y en
ningún momento pudo nombrar a mi hijo. Cobarde.
Muy cobardemente continuó:
—Dentro de la mochila habría un documento…
—¡Dame el documento! ¿Qué dice el documento? —lo increpaba yo, cada vez más enfurecida.
No podía creer que fueran tan miserables, que ni siquiera para darnos la peor noticia fueran tan faltos de coraje.

Fueron unos ineptos al momento de buscar a Lucas, fueron unos mediocres mientras nosotros seguíamos buscando y ahora daban muestras de cuán cobardes eran en el momento de hacerse cargo de su inoperancia.

—No sé si puedo traerle el DNI —fue lo último que dijo, mientras se retiraba.
Jamás voy a olvidarme de la cara de tan nefasto personaje. Lucas Menghini Rey, decía el documento, Lucas Menghini Rey fue el cuerpo que encontraron. El mismo que el país entero buscaba por cielo y tierra desde hacía más de sesenta horas. Pero este señor no lo sabía. Se cayó el cielo en ese momento.

Se derrumbó la vida de muchos cuando nos enteramos de que a la vida le quitaron a Lucas. El dolor explotó en el aire y comenzó a derramarse en llantos, abrazos, gritos, todo sin consuelo. No hay consuelo.