Hace más de veinte años, tener una beca doctoral del Conicet era casi una garantía de ingreso a carrera. Hoy, un doctorado no asegura un cargo académico de por vida ni en Argentina ni en el resto del mundo. Esta realidad, que viven y sufren aquellos que se doctoran y ven lejos la posibilidad de un trabajo remunerado estable, es el secreto mejor guardado de la ciencia. Es una paradoja que, habiendo cambiado tanto la realidad de una carrera científica, en Argentina se siga insistiendo con la dedicación exclusiva sin ofrecer un panorama claro al final del camino.
En otros países, esto se soluciona con contratos de tiempo determinado durante la etapa doctoral. ¿Por qué no se puede implementar algo así en Argentina? Porque en el Conicet temen que esos contratos terminen siendo un compromiso para asegurar el ingreso a planta permanente, y por desgracia la legislación argentina tiene resquicios que quizá lo permitirían. Cada vez que en el Conicet se menciona la posibilidad de contratos a tiempo limitado para becarios, surge el fantasma de papá Estado argentino y la posible exigencia de ese doctor de ser incorporado a planta permanente ni bien concluya su formación.
¿Qué pasó durante el kirchnerismo en el Conicet? El sistema venía muy desgastado luego del fracaso de la Alianza; incluso se había hablado de cerrar el Conicet, y de hecho el ingreso a carrera estaba prácticamente cerrado desde los años 90. Pero, al asumir la presidencia, Néstor Kirchner convirtió la ciencia y la tecnología en una de las banderas que legitimarían su mandato. Así, en 2004 volvió a abrirse la carrera y se amplió el número de becas. De 2005 a 2010, las becas doctorales se multiplicaron, dando a muchos estudiantes la oportunidad de acceder a un doctorado. El problema surgió cuando, al culminar esa etapa, esos doctores pretendieron tener un trabajo estable y en blanco dentro del mundo académico. (…)
Por todo lo anterior, cuando en el período 2015-2019 se hablaba de “fuga de cerebros”, los que conocíamos la situación en el mundo nos preguntábamos: ¿hacia dónde?
Pero la muletilla de la “fuga de cerebros” es muy bien recibida en la sociedad argentina, porque desconocemos la realidad exterior y porque nos remite a épocas de dictadura y exilios, a esa idea romántica de los científicos argentinos yendo al exterior y siendo recibidos con los brazos abiertos por las mejores universidades internacionales. A un cierto ser nacional argentino le encantan esas ideas de “triunfar afuera” y “perder cerebros”.
Pero en realidad eso nos retrotrae a los años 70 y 80, cuando era relativamente fácil conseguir una posición. Como el mundo se tornó muy competitivo, esa facilidad se ha vuelto una quimera, salvo que uno busque oportunidades en sitios que aún están construyendo su sistema científico. El kirchnerismo mantuvo viva esa idea romántica y durante los cuatro años de
Cambiemos la alimentó más que nunca, desde el primer día, quizá porque sigue varado mentalmente en una década lejana.
¿Qué pasaba en Argentina entre 2004 y 2008? Había mucha capacidad ociosa y en general el que se doctoraba tenía asegurado su ingreso a carrera. Eso también permitió las repatriaciones de científicos. Pero esa capacidad no era infinita, y la construcción de centros e institutos no acompañó el crecimiento
del personal. Por otra parte, la mayoría de los investigadores trabajan en universidades y son a la vez docentes en ellas. Los institutos de las universidades tienen una capacidad limitada y no pueden albergar un número indefinido de nuevos cargos permanentes. Tampoco los recursos son inagotables, y de hecho el presupuesto para ciencia no se ha incrementado en la misma proporción que el crecimiento de la planta.
Pero entre 2004 y 2008 se proyectaba un modelo infinito, con posibilidad de ingreso para todos los doctores, porque el sistema seguía detenido mentalmente en otras épocas y solo se veía el corto plazo: manos para trabajar y doctores para alimentar el currículum de los directores.
Después, ¿qué importa del después?…
No se hizo un trabajo a conciencia de educar a esos becarios con el fin de que no quedaran atados al sistema académico por siempre. Para muchos doctores nuevos, las únicas opciones eran ingresar a carrera o dedicarse a la docencia. No siempre el que tiene vocación de investigador tiene al mismo tiempo vocación docente, y colocar la docencia como único horizonte es muy mezquino.
Por supuesto, otorgar muchas becas no es de por sí algo negativo: implica una mayor capacitación de los profesionales y una eventual renovación generacional de la planta (en esos tiempos, la edad promedio de los investigadores del Conicet superaba los 55 años). Todo eso suele redundar también en una renovación de ideas y conceptos, incluso sobre la manera de hacer ciencia. Pero ya por entonces muchos temíamos lo que sucedería en 2010-2011, cuando la mayoría de esos becarios se doctorase y pretendiese ingresar a carrera.
Hasta ese momento, casi todos los aspirantes a ingreso lograban un cargo, pero en 2010-2011 empezó un doble cuello de botella. Por un lado, el boom de la soja a 600 dólares comenzaba a decaer y la recuperación económica, con los célebres superávits gemelos, ya pertenecía al pasado; por otra parte, se volvía necesario establecer cupos. Así fue que la promesa de un cargo permanente se diluyó y las protestas arreciaron.
Ese exceso de doctores era una bendición y una maldición al mismo tiempo. ¿Para qué formar doctores si a la vez no se medita sobre su futura inserción en un ámbito que no sea solo el académico? Esta improvisación iba a ser parte del derrumbe venidero. Esto, que era evidente para muchos, no se tomó en cuenta a la hora de evaluar el número de becas ni de concientizar a esos becarios sobre la situación.
*Autora de Conicet, la otra cara del relato, Libros del Zorzal (fragmento).