Con unos espléndidos y primaverales 95 años (los cumplió el 21 de septiembre), el doctor Mario Bunge visita Buenos Aires durante todo octubre para coordinar el Seminario de Filosofía de la Ciencia en la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la UBA y preparar su autobiografía.
Frente a un café, apenas aliviado con un sorbo de leche fría, este hombre que acumula 19 doctorados honoris causa y cinco profesorados honorarios, y que fue premiado con el galardón Príncipe de Asturias en Humanidades, se interesa en cada pregunta y responde con minuciosidad acerca de tópicos tan fascinantes como, por ejemplo, el miedo.
—En sus libros (el último, “Filosofía para médicos”, Editorial Gedisa) señala que el miedo siempre constituyó un arma de dominio, sobre todo por parte de aquellos que fueron incapaces de inspirar respeto.
—Sí, absolutamente. Fíjese que, por ejemplo, fue una de las armas usadas por los nazis. Acuérdese de lo que dijo Goering cuando le preguntaron en el juicio: “¿Cómo se las arreglaban ustedes para convencer al pueblo alemán de que transitaban por la vía correcta?”. Y Goering contestó: “Fue muy fácil: los convencimos de que estaban bajo un ataque, cercados y que era menester contraatacar”. Algo muy fácil. Cuestión de convencer a la gente metiéndole miedo hacia un presunto enemigo.
—Y en ese caso, ¿quién era el enemigo?
—Ah, el resto del mundo. Pero, sobre todo, los eslavos, los judíos, los demócratas. Ni hablemos de los comunistas y los socialistas. A pesar de que los socialistas alemanes eran bastante mansos, también cayeron ellos. No, en cambio, la iglesia católica, que fue cómplice de ellos. También los protestantes fueron cómplices. Muy pocos prelados de ambas iglesias se rebelaron contra esa prédica.
—¿Es por eso que en su libro “Provocaciones” usted dice que los códigos religiosos, morales y legales no son sino manuales de gestión del miedo?
—Sí, sí. Inspiran miedo aunque, en realidad, nunca dan razones. Simplemente hablan de cuáles serán las sanciones a que nos veremos sometidos si cometemos tal o cual cosa. Además, fíjese usted en la filosofía del Derecho. No solamente en la Argentina, sino en todas partes (la Alemania nazi, Inglaterra, Estados Unidos y la ex Unión Soviética) esto es un procedimiento jurídico según el cual la ley es la ley, y como tal, hay que cumplirla sin rebelarse. No hay que hacer argumentos morales en los juicios tribunalicios. Eso es positivismo jurídico. Yo me enorgullezco de haber publicado un artículo excelente contra él en mi revista Minerva, en 1945. Justamente el filósofo y jurista rosarino José Juan Bruera (poco conocido en Buenos Aires), con una claridad meridiana, me enseñó en aquellos años lejanos lo que significaba este positivismo jurídico que se sigue dando. Esto ocurre prácticamente en todas las facultades de Derecho, con una excepción: los escandinavos no lo aceptan.
—¿Hay una definición para esto?
—Sí: es la doctrina que sostiene que la ley positiva es la que obliga, es la que debe aceptarse sin discusión pero que no tiene nada que ver con la moral. Y, a propósito, el positivismo jurídico no tiene absolutamente nada que ver con el positivismo filosófico. A veces se los confunde pero, insisto, no tienen nada que ver. .
—Es para quedarse pensando… Y recordemos que el pueblo alemán en aquel momento era considerado el pueblo de Goethe, uno de los más cultos de la Tierra. Cabe preguntarse: ¿qué ocurre realmente en estos casos?
—Fíjese que, efectivamente, ese pueblo más culto de la Tierra, al comenzar la guerra tenía 50 mil ciudadanos con doctorados universitarios, mientras que Inglaterra sólo contaba con 10 mil. Incluso Francia tenía muchos menos. Pero, al mismo tiempo, los alemanes estaban más influenciados por los gobiernos y la filosofía de Kant, que enseña, básicamente y ante todo, a obedecer. Entre decir la verdad y obedecer, hay que obedecer.
Bunge esboza un gesto con los hombros:
—Bueno, como los jesuitas. Mire, pueblos muy disciplinados como, por ejemplo, los japoneses, obedecían ciegamente las órdenes del emperador. Acuérdese de los kamikazes. No eran fanáticos. Eran casi todos opositores al gobierno, pero el sentido del deber los empujaba. Eran pilotos suicidas tanto en sus aviones como en los submarinos. Eso es la obediencia a los programas establecidos.
—En este caso, obediencia ciega, porque ¿cómo se explica siendo adversarios del gobierno?
—Sí, es curioso. Los kamikazes sabían que se sacrificaban. Eran casi todos estudiantes democráticos, pero en sus ideas y en sus reacciones no eran congruentes. Acuérdese de los períodos dictatoriales en la Argentina: ¿cuál era la actitud de los intelectuales que se quedaron? Casi todos fueron sumisos. Durante la Segunda Guerra Mundial, ¿quiénes hablaron contra el nazismo? Muy pocos. Entre ellos mi padre, Augusto Bunge, que fue varias veces encarcelado por esto. Después del golpe de Estado de 1943 lo encarcelaron por ser el presidente de la Federación Argentina de Sociedades de Ayuda a los Aliados. ¿Y quiénes fueron los intelectuales que se animaron a hablar? ¿Borges? No. ¿Bioy Casares? No. Eran todos antinazis, pero antinazis de palabra. Nunca asistían a un acto ni firmaban un manifiesto. Tampoco encabezaban manifestaciones. Nosotros los socialistas salíamos a la calle y nos hacíamos apalear por la policía.
—¿Y quiénes eran los intelectuales que se oponían al nazismo?
—Ninguno importante. Eran intelectualmente de segundo nivel. Había muy pocos científicos. Recuerdo que en 1944 fui a ver a León Dujovne, un filósofo de quien fui colega y a quien respetaba, y también autor de una obra muy importante sobre Spinoza. Fui a pedirle que colaborara en mi revista Minerva, que se oponía al nacionalismo que venía importado de Alemania. Se negó. Se negó por miedo. La gente tenía miedo. La enorme mayoría tenía miedo.
—El miedo suele ser, también, paralizante.
—Absolutamente.
—Tan absolutamente que, como usted lo señala, nos olvidamos como seres humanos de reivindicar la salud como un derecho. Se convierte en un privilegio. Cabe pensar por qué ocurre esto.
—Tradicionalmente, por conceptos antiguos, había dos medicinas: una para ricos y otra para pobres. Y la mayor parte de los pobres no ha tenido acceso a una buena asistencia médica. Acuérdese de que las primeras leyes de asistencia médica gratuita fueron votadas en Alemania, Austria y luego en Inglaterra, recién a fines del siglo XIX. El movimiento de los higienistas nació en los comienzos del siglo XIX; fue muy importante, y participó en él un importante número de médicos argentinos de todas las ideologías. No solamente los socialistas como mi padre y el doctor Juan B. Justo, sino también radicales y conservadores. Y esto ocurrió porque sabían no sólo que la salud es un derecho, sino que es malsano vivir entre enfermos. Que para tener una mano de obra calificada eficiente hay que tener obreros sanos. Los ingleses apoyaron esto. ¿Por qué? ¿Porque sentían lástima por los pobres? No. Churchill era conservador pero quería un Imperio Británico fuerte, para lo cual se necesitaban soldados sanos. ¿Y qué pasó? En Manchester, a fines del siglo XIX, había una conscripción para soldados voluntarios, y las autoridades y los médicos, que revisaron a unos 15 mil postulantes, tuvieron que rechazar a todos. Eran jóvenes, pero con mal estado de salud, desnutridos, con pocos dientes, débiles. En cambio, si se comparaba esta situación con la de los cadetes de la Marina británica, la diferencia era obvia: los cadetes comían tres comidas calientes por día, su salud era bien cuidada y su estatura era considerablemente mayor que la de sus compatriotas de tierra. No solamente Churchill advirtió esto. Bismarck también. Lo mismo ocurrió en Austria. Por lo tanto, allí y en Alemania, Gran Bretaña y Francia comenzó la asistencia sanitaria masiva. En los Estados Unidos ocurrió con los republicanos. Y, gracias al movimiento de los higienistas que le mencionaba recién, en la Argentina se construyeron hospitales gratuitos en muchas ciudades. De la misma manera que la enseñanza fue gratuita, la asistencia sanitaria también tuvo esa característica. Uruguay fue el primer país sudamericano que puso en práctica el Estado de bienestar, en 1910.
—En su libro “Provocaciones” usted también señala que, aun actualmente, el europeo occidental puede vivir el doble que el habitante de Afganistán, Mozambique o Sierra Leona.
—Sí, sí. Como usted sabe, la longevidad se ha triplicado en el curso de los últimos 200 años. Hemos pasado de treinta a ochenta años.
—¿Y cuáles son los pueblos más longevos?
—Ante todo, el japonés. Luego, los escandinavos y los franceses. El resto viene bastante rezagado, aunque en Europa Occidental la distancia no es muy grave porque después de la Segunda Guerra Mundial todos ellos adoptaron el esquema escandinavo. Es decir que, ante todo, las pensiones para los ancianos o los inválidos son generosas en muchos países. En segundo término, le diría que la atención médica y la educación son gratuitas incluso para los inmigrantes. Yo he conocido argentinos que han llegado a esos países con diferentes becas universitarias y han quedado integrados al sistema social local. Esto, por ejemplo, ha ocurrido en Estocolmo, en Upsala (un ex alumno mío acaba de jubilarse allí), pero también hay una pequeña minoría xenófoba que proclama que les quitan puestos de trabajo. Esto es una mentira, porque los inmigrantes aceptan trabajos que los nativos no están dispuestos a hacer. Trabajos muy duros, como ocurre aquí también. En nuestro país, los bolivianos y paraguayos suelen hacerlos.
—Pasando a otro tema, al leerlo observamos que usted se refiere en términos muy duros a la psicología. Habla del “psicomacaneo”.
—Ah, no, no; la psicología es una cosa y el “psicomacaneo” que se practica en Argentina es otra. Lo mismo que la química es una cosa y la alquimia otra. Lo que hacen aquí es alquimia. Lo que se enseña en las facultades llamadas “de Psicología” es macaneo puro.
—¿Por qué?
—Porque no hacen experimentos. Porque hacen afirmaciones dogmáticas. Porque no tienen en cuenta el cerebro (lo ignoran completamente). ¿Cómo puede alguien recibirse de doctor en psicología sin haber estudiado neurociencias? Psicología moderna es una ciencia cognitiva. Al ser puramente espiritualistas (como en la Edad Media), no entienden qué es lo que pasa y poco pueden actuar eficientemente, con eficacia, sobre el cerebro. Usted sabe que, por ejemplo, el fundador del Partido Socialista, Juan B. Justo, fue uno de los primeros neurocirujanos en una época en la que se conocía muy poco –Bunge se ríe–. Piense lo que sería haber caído en manos de aquellos cirujanos. En todo caso, el psicoanálisis murió en todas partes del mundo menos en Buenos Aires, París y Barcelona. Murió, en primer término, porque era demasiado caro, y en segundo, porque fue desplazado por la psicología científica. Recordemos que en las grandes universidades, como Stanford y Berkeley, no se hace psicoanálisis. Esa era una curiosidad histórica. Se enseña psicología. No tiene nada que ver con el psicoanálisis. Freud fue psicólogo. El peor psicólogo del siglo pasado. No se ocupó de ninguna de las dolencias mentales más comunes. Por ejemplo, la depresión, la angustia. Hizo recomendaciones ridículas como, por ejemplo, aquella que le indicó a una princesa griega a la que aconsejó extirparse los ovarios por ser neurótica (tal como recomendaba Charcot). Y como Charcot era muy famoso, a sus pies se postraban Freud y Jung como si se tratara de un gran sabio.
—Sin embargo, perdón; si mal no recuerdo, Charcot es el primero que instituye la salud mental en los hospitales de Francia.
—No, no. El primero fue Philippe Pinel, un discípulo de los enciclopedistas que en 1798 se hizo cargo del hospital de la Salpêtrière, donde había 15 mil insanos. Logró que se dejara de castigar a los locos, porque se los golpeaba, se los sometía a duchas heladas para calmarlos. Pinel exigió que se los tratara humanamente. Claro, no se podía hacer mucho. En aquellos años la psicología estaba todavía muy retrasada. Pero, más tarde, Freud y sus acólitos realmente fueron criminales. De una ignorancia y una arrogancia increíbles. Acuérdese del programa que tenía Freud para hacer una facultad de Psicoanálisis: en su plan de estudios no figuraban las neurociencias. Ni siquiera la psicología experimental. Algo totalmente oscurantista… La pregunta es: ¿por qué prendió tanto en la Argentina? Bueno, porque Argentina es un país típicamente conservador.
—Pero también prendió en el mundo entero. En Francia, en Viena tan luego.
—Prendió en tiempos de decadencia. Y en Francia prendió en los tiempos de posguerra. No en los anteriores, cuando todavía quedaban científicos. En todo caso, ése no es el criterio. La popularidad no es el criterio de la verdad. El criterio de la verdad es la experiencia controlada de dos tipos: primero experimenta para saber cómo reacciona el animal. En particular, el ser humano, frente a tales o cuales esquemas o a tales y cuales drogas. Justamente, en el caso de las drogas ningún psicoanalista ha hecho experimento alguno, y eso que el psicoanálisis lleva ya 110 años engañando a la gente. En cambio, los alquimistas hacían experimentos. No tenían ideas, pero por lo menos hacían experimentos.
—Pero, doctor Bunge, los alquimistas experimentaban en probetas. ¿Qué tipo de probeta debería tener un cerebro humano?
—El cerebro mismo. La medicina experimental empezó con Claude Bernard, más o menos en 1850, y los psicoanalistas jamás hicieron medicina experimental. Y los experimentos de Claude Bernard revolucionaron la medicina porque por primera vez se pudo saber cuáles eran los mecanismos de algunas enfermedades. Mecanismos de todo tipo. Los psicoanalistas no hablan de mecanismos.
—Entonces, por ejemplo, ¿cómo califica usted la liberación de una angustia a través de la palabra?
—No, no… Mire, un buen consejo puede dar una ayuda, le puede dar una mano. Un consejo puede venir de un amigo, un pariente o un sacerdote, pero los casos difíciles son los casos de psicosis y los especiales. Si no lo tratan bien, un depresivo puede suicidarse. Recuerde que uno de los fundadores del psicoanálisis argentino, Pichon-Rivière, y Arminda Aberastury se suicidaron. Si hubieran estado en manos (no de psicoanalistas, es decir, no en sus propias manos) de un médico biológico, como Facundo Manes o Mariano Sigman... Actualmente hay dos centros de psicología científica: uno está en la Facultad de Ciencias (en el departamento de Física) y el otro es Ineco, que también trabaja en la Fundación Favaloro. Fuera de eso no hay nada. Es un vacío completo, pero por lo menos ellos han empezado hace unos diez años. El resto era macaneo, a pesar de que hubo un buen comienzo en 1910 cuando Ingenieros publicó, en francés, el Manual de Psicología Fisiológica. Pero Ingenieros era el divulgador. Hacía psiquiatría a la antigua. No era un investigador original. También hubo aquí neurocientíficos, pero que no se ocuparon de psicología. Por ejemplo, uno de ellos fue un alemán, Christopher Jacob…
—Pero me permito insistirle en la liberación de la angustia a través de la palabra. Quienes hemos experimentado lo que significa formular en palabras esa angustia sentimos que ha sido una experiencia muy fuerte.
—El psicoanálisis no puede tratar ninguna de las enfermedades mentales realmente serias, importantes. Por ejemplo, la depresión. Por ejemplo, las alucinaciones. Enfermedades verdaderamente difíciles. Para eso hay que saber neurociencias. Y esta gente no sabe. Jamás en su vida han estudiado el cerebro. Es un criterio que se remonta a la antigüedad: los egipcios, por ejemplo, creían que la única función del cerebro era segregar mocos. Y esta gente de hoy, bueno, no son científicos. En psicología están atrasados 200 años. Pinel, a quien mencioné antes, sabía y lo dijo explícitamente: “Las enfermedades mentales son enfermedades del cerebro”. ¿Algún psicoanalista cita a Pinel? No. Porque Pinel va justamente en contra del macaneo libre. ¿Qué significa “libre”? Que no está circunscripto en datos y experimentos médicos serios.