DOMINGO
LIBRO

Esclavitud y abuso policial

Ser negro en una sociedad racista desde sus orígenes.

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La investigación Racismo y brutalidad policial en Estados Unidos revela las raíces de la violencia contra la población negra y disipa la ilusión de una sociedad posracial. | juan salatino

La discriminación en sus múltiples manifestaciones ha estado presente en las diferentes formas de organización social a lo largo de la historia; en América el racismo ha sido una de las que han alcanzado mayor fuerza y vigencia, manteniéndose en el tiempo como consecuencia del pensamiento heredado de la colonización europea y el sistema económico esclavista.

El racismo en los Estados Unidos, a diferencia de América Latina y el Caribe –donde luego del proceso de abolición de la esclavitud cobró un carácter simbólico–, se caracterizó por su manifestación explícita y segregacionista; alcanzando su máxima expresión con la legalización e institucionalización de la discriminación racial mediante las Leyes de Jim Crow, período en el que la violencia social y policial se estableció como el mecanismo represivo por excelencia, y que se intensificaría con la pugna de los afroamericanos por los derechos civiles.

No obstante, tras la aprobación de la Ley de Derechos Civiles en la década de los 60 y la consecuente ilegalización de la discriminación racial, esta no desapareció; por el contrario, se perpetuó a través de la racialización de los sujetos, la construcción de prejuicios y estereotipos, el confinamiento de la población afroamericana en los guetos, la minimización de oportunidades, la precarización de sus condiciones de vida, la criminalización, el encarcelamiento masivo y la brutalidad policial justificada en la “lucha contra el crimen”.

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Durante la década de los 90 se hicieron frecuentes las falsas acusaciones, arrestos injustificados, intimidaciones, abusos, golpizas y asesinatos de afroamericanos a manos de la policía, lo cual desató grandes protestas raciales; estos hechos, sumados a la desatención de esta población en las políticas públicas y, más tarde, la pasividad indolente del gobierno republicano de George Bush ante contingencias como el huracán Katrina, donde los afroamericanos fueron los más afectados, reavivó las tensiones raciales en la sociedad norteamericana.

Sería Barack Obama quien capitalizaría el descontento de las minorías y, con su llegada a la presidencia en 2008, se creó en el imaginario social la idea de plena superación del racismo en EE.UU.; no obstante, esta denominada era “posracial” no sería más que una ficción, quedando en evidencia ante el significativo incremento de la violencia policial contra los afroamericanos. El cuestionamiento a la posracialidad cobraría grandes dimensiones con el asesinato del joven desarmado Michael Brown a manos de la policía en agosto de 2014; este hecho motivó importantes jornadas de disturbios y manifestaciones de protesta en la ciudad de Ferguson, que además fueron violentamente reprimidas por las fuerzas del orden de un Estado históricamente racista.

Estas prácticas represivas, los altos índices de persecuciones, detenciones y asesinatos de afroamericanos por parte de la policía durante los años 2015 y 2016, aunadas al registro en video de algunas de estas actuaciones fatales injustificadas, despertaron las alertas de especialistas, defensores de los derechos humanos y comunidad afroamericana en general: resurgieron la desconfianza contra la policía y sus procedimientos, los enfrentamientos, las tensiones raciales a lo largo y ancho del país norteamericano, la mediatización de los sucesos, pero también la emergencia de movimientos de resistencia como Black Lives Matter.

Ante estos fenómenos cabe preguntarse: ¿cómo se manifiesta en la actualidad el racismo en EE.UU.? ¿Cuántos asesinatos de afroamericanos han ocurrido desde las protestas en Ferguson? ¿Los episodios de violencia y asesinato de afroamericanos que han sido noticia durante los últimos años pueden ser considerados brutalidad policial? ¿Estos actos de brutalidad policial tienen en su génesis un carácter y una motivación racistas? ¿Estos asesinatos son azarosos o por el contrario son parte de una estrategia de aniquilamiento físico y simbólico de la población afroamericana? ¿Es posible la transformación de esta realidad en el contexto de una sociedad desigual? (…)

No ha de sorprendernos que el racismo, al haber estado presente en las diferentes etapas del proceso histórico de constitución y organización de la sociedad norteamericana, y al haber invadido las distintas instituciones formales e informales que la componen, esté presente desde los orígenes de la institución policial.

Esta institución policial no está desprovista de ideología pues quienes la conforman fueron socializados en una sociedad segregacionista, desigual, donde muchos de los líderes de las instituciones formales del Estado, de los cuerpos de seguridad y de las fuerzas policiales formaron y forman aún parte de los grupos de supremacía blanca; incluso quienes crecieron en la era post derechos civiles no escapan de los prejuicios y los imaginarios criminalizados sobre la población afroamericana, lo cual, aunado al racismo estructural y la impunidad naturalizada, ha sentado las bases para el ejercicio de la violencia policial.

Esta violencia policial contra los afroamericanos ha sido una constante en los Estados Unidos, el monopolio de esa violencia que durante la esclavitud ejercieran los amos con el proceso abolicionista pasó a manos de la policía, la cual con las Leyes de Jim Crow fue dotada de los argumentos jurídicos y morales para ser ejercida contra todo aquel que osara real o potencialmente transgredir la segregación racial.

Estas prácticas de encarcelamiento injustificado y violencia policial se intensificarían durante la lucha por los derechos civiles, generándose frecuentes enfrentamientos entre manifestantes afroamericanos y fuerzas del orden, los cuales reportaron importantes índices de muertes y heridos.

En las décadas posteriores a la aprobación de la Ley de Derechos Civiles y la entrada en la ficticia época posracial de los Estados Unidos, la violencia policial contra los afroamericanos se ha mantenido, evidenciándose periódicos repuntes de episodios de violencia y asesinatos de afroamericanos, principalmente durante los gobiernos demócratas.

Durante el gobierno de Bill Clinton se produjo una nueva serie de violentos disturbios, nuevamente en Los Ángeles, a raíz del caso “Rodney King”. En 1991, King, un taxista afroestadounidense, fue brutalmente agredido por varios oficiales de la policía de Los Ángeles (LAPD), después de haber sido perseguido y detenido. La feroz golpiza quedó registrada en un video de un testigo aficionado, y fue divulgada por los medios de comunicación en forma masiva. La fiscalía acusó a los policías de “uso excesivo de la fuerza”, pero el jurado, predominantemente blanco, rechazó todas las acusaciones en contra de los oficiales, que quedaron absueltos. La sentencia, dada a conocer en 1992, produjo una profunda indignación en la comunidad negra y dio lugar a violentos disturbios, protestas callejeras y saqueos, que concluyeron con 53 muertos, 2 mil heridos, 10 mil detenidos y pérdidas de entre 800 y mil millones de dólares.

Otro emblemático caso fue, en 1999, cuando la Policía de Nueva York acribilló a Amadou Diallo, un afroamericano detenido “por portación de cara”, bajo el reinado del Stop-And-Frisk (“detener y cachear”). Lamentablemente, estos hechos no son cosa del pasado, en la actualidad el tratamiento y abordaje de la policía cuando se trata de los afroamericanos continúa siendo determinado por las desigualdades sociales; situación que se ve profundizada por las concepciones raciales mantenidas por los funcionarios, aunado al progresivo proceso de militarización de los cuerpos policiales.

Como bien ha puesto en evidencia la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en su informe “La situación de las personas afrodescendientes en las Américas”, publicado durante el año 2011, la racialización de las personas favorece que este grupo étnico sea “más susceptible de ser sospechoso, perseguido, procesado y condenado, en comparación con el resto de la población”; lo vuelve vulnerable, dificulta su acceso a la justicia y lo convierte en víctima de forma sistemática y repetida de prácticas como:

u Vigilancia policial injustificada e interacciones negativas con la policía.

u Mayor atribución de delitos y sometimiento a prisión preventiva.

u Arrestos desproporcionados y sobrerrepresentación en el sistema de justicia penal.

u Mayor número de condenas y sentencias, así como imposición de penas más duras.

Pero además de ello, se ha consolidado por parte de los funcionarios y las fuerzas de seguridad formales de los Estados el establecimiento de racial profiling, es decir perfiles raciales, los cuales se definen como: una acción represora que se adopta por supuestas razones de seguridad o protección pública y está motivada en estereotipos de raza, color, etnicidad, idioma, descendencia, religión, nacionalidad o lugar de nacimiento, o una combinación de estos factores, y no en sospechas objetivas, que tiendan a singularizar de manera discriminatoria a individuos o grupos con base en la errónea suposición de la propensión de las personas con tales características a la práctica de determinado tipo de delitos.

Estos perfiles raciales –cuya única fundamentación son las ideologías racistas y las ya desestimadas teorías que afirmaban una predisposición natural de los sujetos racializados al crimen– se han convertido en una práctica habitual para la realización de redadas en los sectores populares, requisas callejeras, interrogatorios, cacheos, obtención de confesiones reales o ficticias, encarcelamiento y asesinato de presuntos delincuentes, como un mecanismo para mostrar indicadores de éxito en las actividades de prevención del delito, aumentar las cifras de detenciones y demostrar a la sociedad que los esfuerzos del gobierno en materia de seguridad dan resultado.

De este modo, la criminalización de la racialidad y la racialización de la criminalidad, aunadas a los estereotipos y prácticas racistas mantenidas por funcionarios de las fuerzas de seguridad de los Estados, han servido como justificación para la puesta en práctica de lo que Carlos Silva ha diferenciado como:

1. El uso innecesario de la fuerza, que puede reflejar la incapacidad de manejar una situación, ya sea por falta de entrenamiento adecuado u otros motivos. El uso innecesario de la fuerza puede ser un error de buena fe en un intento por manejar una situación.

2. El uso excesivo de la fuerza, también denominado uso no razonable de la fuerza, y que puede entenderse como el uso de mayor fuerza de la necesaria ante una situación particular. La medida sobre el exceso de fuerza para manejar una situación está guiada por dos elementos a considerar:

u Se debe aplicar la fuerza necesaria para poder controlar a un sospechoso si este se resiste y para eliminar una amenaza si esta se presenta.

u El grado de la amenaza (hacia personas presentes o hacia el propio policía) y de la resistencia determinan el nivel de fuerza necesario. La fuerza debe cesar cuando el sospechoso está controlado y la amenaza removida.

Además de ello, afirma el autor, es posible dividir los casos de uso de la fuerza en dos:

u Fuerza para restringir: (sujetar, agarrar, incluso empujar) propia de una situación donde el policía busca controlar y limitar a un individuo.

u Fuerza de impacto: (golpes con puños, patadas, sacar o apuntar con el arma), la cual sugiere una dinámica más agresiva y violenta, más allá de si dichas acciones son o no justificadas.

Esta fuerza según Silva es posible dividirla en dos categorías de acuerdo a la resistencia previa ejercida por parte del sujeto, entre ellas:

u La resistencia de tipo pasiva: comprende discutir con los policías, no responder a los policías y resistirse pasivamente a ser detenido.

u La resistencia de tipo activa: Implica amenazar a los policías, bloquear sus movimientos, no detenerse, intentar escaparse e intentar golpearlos.

3. La brutalidad policial, entendida como un acto consciente de causar daño más allá del control de una situación.

Sin embargo, de acuerdo con Amnistía Internacional, la mayoría de las denuncias de brutalidad policial recibidas con frecuencia se refieren al empleo de la fuerza física por parte de los agentes policiales durante la realización de detenciones, registros, controles de tráfico, expedición de órdenes o incidentes callejeros. Las formas más habituales de malos tratos son patadas, puñetazos, golpes reiterados con porras u otras armas, en oportunidades pese a que el sospechoso ya se encuentra inmovilizado o inerme y por tanto no represente una amenaza. También hay denuncias relativas a diversos medios de inmovilización, aplicación indiscriminada de pulverizadores de pimienta, armas de electrochoque y realización de disparos con armas de fuego.

Ahora, si bien es cierto que el uso de la fuerza o el asesinato de afroamericanos no supone necesariamente una expresión de racismo, puede considerarse que la racialidad es parte de sus motivos cuando las detenciones y el uso innecesario y excesivo de la fuerza, así como los actos de brutalidad policial son dirigidos de manera sistemática, recurrente, desproporcionada e injustificada a la población afroamericana, la cual según la Oficina del Censo de los Estados Unidos para el año 2015 representaba el 13% de la población total del país.

En Estados Unidos, dice Amnistía, el problema de la brutalidad policial es persistente y está generalizado en todo el país. Todos los años se presentan miles de denuncias individuales sobre abusos policiales y las autoridades locales pagan millones de dólares a las víctimas en concepto de indemnización. Agentes de policía han golpeado y disparado a sospechosos que no ofrecían resistencia han hecho un uso incorrecto de porras, pulverizadores químicos y armas de electrochoque y de inmovilización peligrosos. En muchas zonas del país, la inmensa mayoría de las víctimas pertenece a minorías raciales o étnicas, mientras que en la mayor parte de los departamentos de policía sigue siendo predominante la raza blanca. Las relaciones entre la policía y los miembros de las comunidades minoritarias –especialmente los varones jóvenes negros y latinos de las zonas urbanas deprimidas– son muchas veces tensas, y se ha informado o indicado que en numerosos casos de brutalidad policial influye el factor de los prejuicios raciales.

Con base en los datos de parada y registro de 2003 a 2013, un reciente estudio del National Bureau of Economic Research confirma que los hombres y las mujeres afroamericanos son tratados de manera diferente por las fuerzas del orden. De acuerdo a esta investigación, los agentes de policía son 17% más propensos a usar las manos con los negros que con los blancos en situaciones similares; los afroamericanos tienen un 18% más probabilidad de ser empujados contra la pared, 16% de ser esposados, 19% de que el oficial saque su arma durante su interacción, 18% de ser empujado al piso, 24% de ser apuntado por un arma y 25% de que contra él se utilice el spray de pimienta o bastón de mando.

Además de ello, la fuerza letal es empleada con mayor frecuencia en los afroamericanos. Según Valeria Carbone, se estima que en los Estados Unidos por semana al menos dos afroamericanos mueren a manos de la policía; no obstante, vale la pena señalar que “entre las víctimas no solo hay presuntos delincuentes, sino también viandantes y personas que criticaron la actuación de la policía o que se vieron envueltas en discusiones o enfrentamientos de poca importancia”.

Por su parte, un estudio de Pro Publica revela que un afroamericano tiene 21 veces más posibilidades de recibir un disparo de la policía que un hombre blanco: “Los 1.217 disparos mortales de la policía entre 2010 y 2012 que están registrados a escala federal muestran que los negros de 15 a 19 años de edad murieron a razón de 31,17 por millón, mientras que apenas fueron 1,47 por millón los hombres blancos de ese grupo de edad los que murieron a manos de la policía”.

Uno de los más recientes ejemplos de ello ha sido el asesinato del afroamericano Michael Brown en el mes de agosto de 2014 a manos de un policía blanco, quien le disparó seis veces –dos de ellas en la cabeza–. Posteriormente, en los meses de noviembre y diciembre, como consecuencia de la resolución de los tribunales en la que se exoneró de cargos al oficial Darren Wilson –responsable de haber disparado contra Brown–, se suscitó una segunda oleada de protestas en la que siete civiles y seis policías resultaron lesionados y 205 personas fueron arrestadas. No obstante, las fuerzas de seguridad del Estado actuaron persiguiendo y criminalizando las protestas. La respuesta fue tan desmedida que Human Rights Watch y Amnistía decidieron enviar misiones para investigar la situación. La propia Naciones Unidas se mostró preocupada por la virulenta respuesta a las manifestaciones, y Navi Pillay (alta comisionada para los Derechos Humanos de esa organización) denunció que la violencia y la discriminación le recordaban al régimen del Apartheid en Sudáfrica. Las imágenes de tanques ingresando en una pequeña ciudad y policías equipados para la guerra, reprimiendo manifestaciones, pusieron una alerta sobre la militarización de las policías locales.

De este modo, el asesinato de Michael Brown y otros 99 afroamericanos desarmados durante el año 2014 a manos de la policía –según las estadísticas de Mapping Police Violence–, aunado a la desmesurada respuesta del Estado, marcaron un punto de inflexión y han contribuido a develar el latente fenómeno de la brutalidad policial contra los afroamericanos en la sociedad norteamericana; pero también ha incrementado la desconfianza de la población hacia la institución policial, reavivando y recrudeciendo las tensiones, protestas y debates raciales en este país, deconstruyendo así la idea de una sociedad posracial (…)

PoliceKilling y circunstancias victimizantes

Mapping Police Violence define como policekilling aquellos casos en los que una persona muere como resultado de ser perseguida, golpeada, detenida, refrenada, disparada con armas de fuego o taser, rociada con gas pimienta o agredida de otra manera por los agentes de policía, ya sea en servicio o fuera de servicio, de manera intencional o accidental.

De acuerdo a ello, de los 306 afroamericanos asesinados por la policía reseñados por The Guardian en 2015, el 84,9% murió a causa de disparos con armas de fuego, el 6,2% por el uso de taser, el 2,2% atropellado por vehículo de la policía, el 6,2% murió bajo custodia y el 0,3% por otras causas. En el caso de las mujeres, el 83,3% fue asesinado por disparos.

Por su parte, las estadísticas de The Guardian hasta el mes de octubre de 2016 indican que el 94,6% de los afroamericanos fueron asesinados en su mayoría por disparos de armas de fuego, el 3,8% aparecen como muertos en custodia, el 0,9% como consecuencia de descargas de taser y solo el 0,4% por otras causas no especificadas. El asesinato de afroamericanos a causa del uso de taser y bajo custodia disminuyó; sin embargo, la muerte a causa de disparos de la policía se incrementó aproximadamente un 10% con respecto al año anterior.

Pero es la lectura de estos registros con una perspectiva crítica, aunada a una exhaustiva revisión de casos emblemáticos, lo que nos permite evidenciar que la policía, más que una fuerza garante de seguridad, protección y confianza para los afroamericanos en los Estados Unidos, representa una amenaza y un factor de riesgo. Los llamados a la policía por parte de los afroamericanos, ya sea solicitando ayuda al correr algún tipo de peligro o solicitando apoyo para controlar a algún familiar o persona cercana con comportamiento errático, pueden concluir con altas posibilidades de revictimización; es decir, de la comisión de actos de violencia o asesinato de quien solicita la ayuda, pero también de aquellas personas a quienes se intentaba controlar y proteger durante los procedimientos o bajo custodia.

Cuando se trata de la comisión de infracciones o delitos menores por parte de los afroamericanos, el abordaje policial se caracteriza por un tratamiento automático e irreflexivamente criminalizador, pero también excesivamente violento ante la ocurrencia de transgresiones en las que los sujetos no dieron muestra de resistencia y cuando lo hicieron fue principalmente de tipo pasiva. Estos hechos permiten inferir que estas situaciones pudieron ser controladas y solucionadas sin recurrir a la fuerza letal, mediante el empleo de la persuasión verbal y técnicas no coercitivas; en el mayor de los casos a través de la aplicación de la fuerza para restringir o las armas no letales, reduciendo los daños y lesiones al mínimo.

En otros casos, el carácter racial de los asesinatos ha quedado en evidencia al presentarse como consecuencia de estereotipos, concepciones prejuiciadas sobre la población afroamericana y la comisión de formas de discriminación manifiestas durante los ataques. Estos casos se caracterizan por detenciones falsas o injustificadas, malos tratos y empleo de la fuerza de manera desproporcionada ante la ausencia de amenazas, el uso de manera explícita de un lenguaje racista, acompañado de la ostentación del abuso de autoridad por parte de los agentes policiales involucrados ante sus grupos de pares (…).

Estos hechos de violencia contra la población afroamericana, su recrudecimiento y exacerbación desde el año 2014, aunados a la impunidad ante su ocurrencia, no dejan dudas de que Estados Unidos es una sociedad institucionalmente racista. Estas prácticas aparecen y se consolidan como amenaza, como mecanismo de presión contra la población afroamericana, orientadas a demostrar que la población blanca es mayoría y sigue teniendo el poder de facto, pero también de jure a través de la institucionalidad (policía, fiscalía, tribunales, jurados), lo cual persigue que se favorezca el repliegue de los afroamericanos, su autoexclusión de los espacios de participación, decisión y acción social.

Estos reiterados episodios de racismo y brutalidad policial por parte de los agentes policiales colocan en evidencia la tendencia de estos a la arrogación de un principio “moral” y moralizante, manifiesto en una exacerbada necesidad de “castigar”, la cual se ejerce y se realiza a través de la violencia y la arbitrariedad. Ahora bien, este castigo no solo se ejecuta por lo que los afroamericanos definidos y categorizados como “objeto de sospecha y peligrosidad” han hecho o se presume que han hecho, sino también y principalmente por quiénes son, es decir, como “sujetos racializados”.

Los agentes policiales se toman como atribución la restitución del “orden” social, mediante la neutralización, disminución y aniquilación simbólica y física de ese “otro” considerado diferente y amenazador. No obstante, este hecho no es azaroso, por el contrario, puede explicarse como una consecuencia de la sensación de pérdida de control y dominación por parte de la población blanca, tradicional y racista, a partir del trastocamiento de la sociedad norteamericana generado en el imaginario colectivo por la elección de Barack Obama en el año 2008.

La ficción de una era posracial en los Estados Unidos creó las condiciones para que en los sectores más conservadores se instalara el temor a una supuesta “dominación negra”, lo cual, aunado a la posibilidad de que finalmente se alcanzara la igualdad racial y se trascendiera la segregación de facto que aún se mantiene en este país, exacerbó el racismo que nunca desapareció en una sociedad profundamente racista.

De este modo, la violencia y el asesinato de afroamericanos resurgen en EE.UU. como una advertencia, pero también como un mecanismo de neutralización de los tímidos avances en materia de derechos civiles e igualdad social, así como del aumento de la interracialidad –pues según las proyecciones en 2040 los blancos de origen europeo dejarían de ser mayoría– principalmente por parte de la generación millennial, quienes durante la última década se mostraron más proclives y receptivos a las relaciones sociales más igualitarias.

 

☛ Título: Racismo y brutalidad policial en Estados Unidos

☛ Autora: Esther Pineda

☛ Editorial: Acercándonos Ediciones

 

Datos sobre la autora

Esther Pineda G nació en Caracas el 21 de septiembre de 1985.

Es socióloga egresada de la Universidad Central de Venezuela (2010), Magister Scientiarum en Estudios de la Mujer Mención Honorífica (2013), doctora en Ciencias Sociales Mención Honorífica (2015) y posdoctora.

Autora, entre otras publicaciones, de Roles de género y sexismo en seis discursos sobre la familia nuclear; Apuntes sobre el amor; Las mujeres en los dibujos animados de televisión.

Fundadora de EPG Consultora de Género y Equidad. Conferencista e investigadora.