El empresario tenía los derechos exclusivos para vender ropa y mochilas con estampados de Casi ángeles, la serie de televisión preferida por las preadolescentes argentinas. Las remeras, los bolsos escolares y los conjuntos deportivos se ofrecían en los centros comerciales a precios altos, acordes con la campaña publicitaria que habían tenido. En La Salada salían diez veces menos que en los shoppings: centenares de talleristas le ponían el logo de Casi ángeles a cualquier prenda para niños. Algunas eran imitaciones de las originales, pero la mayoría eran inventos cuyo único objetivo era aprovechar el furor por la serie televisiva. El dueño de la concesión oficial lo sabía y opinó que eso atentaba contra su negocio. Hizo una denuncia por fraude marcario y fue con su abogado a recorrer los pasillos de La Salada para notificar a los feriantes que estaban cometiendo un delito. Quique Antequera, el administrador de Urkupiña, los acompañó por los pasillos para que repartieran las cartas documento sin que nadie los sacara a piedrazos. Mientras visitaban los puestos, el rostro del empresario se ensombreció.
—Esos de ahí –dijo señalando a algunos de los infractores– son del taller que trabaja para nosotros.
Quique le respondió con una carcajada. Meses después contó la anécdota durante una charla con periodistas. El objetivo era demostrar que los feriantes que falsificaban ropa de marca eran los mismos que trabajaban en negro para las grandes empresas.
En esa entrevista, Antequera dijo:
—Estamos incentivando a los feriantes para que tengan marcas propias y dejen de hacer réplicas o productos alternativos. Pero hay algo que es real: en La Salada, la gente no pudiente consigue ropa Adidas o Reebok, y aunque sean imitaciones que duran poco, las pueden tener. ¿Qué ofrecen las grandes corporaciones? Nada: vienen a llevarse la plata del país, ¿y qué le brindan al pueblo? Le venden una publicidad de unas zapatillas de 800 pesos que nadie que gane 1.300 por mes puede comprar. Y acá, el pueblo accede a esa ilusión. El que compra sabe que es un producto alternativo, sabe lo que está comprando. No hay engaño ni competencia desleal. Nuestro público y el que compra los productos originales es totalmente distinto.
El día que nos conocimos, Elías estaba por cumplir los 60 años y su vida cambiaba a un ritmo vertiginoso. El éxito lo perseguía, pero él no estaba feliz: además del olor de los cigarrillos que prendía sin pausa, parecía estar rodeado por un aura oscura que no lo dejaba disfrutar de nada. Ni siquiera le alcanzaba con ser uno de los feriantes argentinos con mayor éxito de ventas en la feria Ocean.
Un año antes estaba en la ruina, trabajando como chofer de remís cerca de la estación de Morón, en la provincia de Buenos Aires. Había llegado ahí luego de ser un típico comerciante de clase media arruinado por la crisis de 2001, año en el que pasó de tener un boliche bailable a un montón de deudas y un infarto de miocardio. Mientras él manejaba el auto de otro, su mujer vendía remeras a domicilio: las compraba al por mayor en el barrio de Once, les remarcaba un poco el precio y las ofrecía a pagar en una o dos cuotas. Lo hacían a medias con un vecino que alquilaba en el mismo edificio que ellos.
Fue ese mismo vecino el que empezó a ir a La Salada. Las primeras veces lo hizo para comprar, pero enseguida se dio cuenta de que lo mejor era estar del otro lado del mostrador y venderles a los que intentaban hacer lo mismo que él. Elías y su mujer lo acompañaron: el vecino no tenía auto y ellos lo llevaban en el del patrón. Su trabajo no era muy elaborado: cada semana conseguían remeras lisas en Once, las mandaban a estampar y las ofrecían en un puesto que alquilaban en la feria Ocean. Elías ganaba más dinero en la feria que trabajando con el remís, pero su olfato de remisero le hacía ver enemigos por todas partes. Sobre todo, le molestaban los inmigrantes bolivianos. No soportaba que ellos progresaran, mientas él –tan argentino y sufridor– estaba en la ruina.
—Son todos narcos –solía decir–. Venden dos remeras y tienen camionetas nuevas.
Helena, la hija mayor de Elías, tenía 28 años. Le faltaban seis materias para terminar la carrera de Derecho, trabajaba de vendedora en una casa de ropa y vivía con la familia. En sus ratos libres se dividía entre las chicas del barrio –sus amigas de siempre– y las compañeras de la facultad, con las que imaginaba que podría abrir nuevas puertas: entrar en un estudio de abogacía, aprender a ejercer su profesión y mudarse a la Capital.
En uno de los boliches donde iba a bailar, Helena vio por primera vez esas remeras de modal estampadas con brillos plateados y dorados. Algunas decían una sola palabra: diva, frágil, amor. Otras tenían frases en inglés que intentaban ser glamorosas. Era un producto pensado por algún diseñador de Palermo. Helena quiso tener una y la compró enseguida: ochenta pesos en una galería en avenida Santa Fe. Unas semanas después, miraba televisión y vio que una invitada a un programa de chimentos tenía una igual a la suya. La vio y tuvo una epifanía.
—Eso es lo que hay que vender –le aconsejó al padre.
A Elías la idea no lo convenció. En realidad, nada de lo que pudiera decir una de sus hijas lo iba a convencer. Le hizo caso a regañadientes y mandó estampar cien remeras negras con frases que proclamaban en color oro y plata el divismo, la belleza y el glamour de sus portadoras.
La primera vez agotaron las cien en media hora, y los clientes del interior les encargaron más. En las ferias que siguieron aumentaron la producción hasta vender mil remeras por noche, un éxito casi inédito. Para ese entonces, Elías ya no las compraba hechas. Recurría a un circuito de talleres que producían para él todas las semanas. Los martes después de la feria se iba a Once y compraba la tela. Por cada rollo de jersey sacaba unas 110 remeras, pero también podían salir 100 o 90, dependiendo de cómo se estirara la tela y cuánto lienzo le robaran en los talleres en cada tramo. La primera estación era la mesa de corte: de allí salían las piezas que luego se ensamblarían en otro taller. Antes de ese paso, Elías se las llevaba a un estampador para que les imprimieran los distintos motivos. Cuando el estampador terminaba, Elías volvía a retirarlas y se las llevaba, ahora sí, al taller de costura, donde una docena de mujeres inclinadas sobre sus máquinas de coser las armaban una por una. Allí también les colocaban las etiquetas. Como lo que falsificaban era una marca rara, Elías se había hecho cargo del diseño del logo, que luego se repetía por miles. Distinto hubiese sido si la marca era Nike o Adidas: el mercado de etiquetas falsas tiene cientos de modelos de las empresas más conocidas, pero basta con salirse un poco del libreto para tener que hacer todo uno mismo.
Toda la vuelta duraba cinco días, el primero de ellos con la tela extendida sobre la mesa de corte para que descansara. Ese era el gran defecto de las remeras de Elías: las grandes empresas dejan que sus telas estén uno o dos meses estacionadas, lo que garantiza que con el primer lavado no se conviertan en algo mucho más pequeño.
Cada paso del proceso se pagaba al contado y sin facturas ni nada escrito. En total, la producción involucraba a unas veinte personas y todas eran invisibles para el fisco. A Elías eso le causaba gracia.
—Yo no existo –decía con las manos levantadas, la sonrisa postiza ancha y un cigarrillo prendido en la comisura de los labios. Cuando el negocio se hizo evidente, en Ocean otros empezaron a hacer el mismo modelo. La Salada funciona por contagio. La imitación se puede hacer a ojo, pero la forma más efectiva es comprar una pieza, desarmarla, hacer un molde y ponerse a producir. Si esa forma de copiar se multiplica y se hacen copias de copias, el resultado termina siendo una mutación: lo que se obtiene en una tercera o cuarta generación ya no es ropa falsificada, sino un híbrido que se aleja cada vez más del original y comienza a escribir su propia historia.
—Esto es una convención de fabricantes sin patentes –me dijo una vez Helena, ya convertida en una pequeña empresaria textil–. Vos exponés tu mercadería y todos están en libertad de copiártela. Yo lo único que trato, si me copian, es de que no me armen su puesto frente al mío. Entre gitanos no nos vamos a tirar las cartas.
En el caso de los estampados dorados, todo el mundo se subió al boom: las remeras salían como pan caliente y por más que había decenas de feriantes haciendo lo mismo, la demanda era suficiente para todos. Elías sospechaba que los estampadores que él contrataba también les vendían el mismo modelo a otros feriantes, pero su preocupación ya no tenía sentido: cuando empezó a pensar en culpables, el mercado se saturó.
—Es algo que se da una vez cada cinco, diez años –me explicó Elías–. Un producto que explota de tal manera que vos mirás y está en todos lados. Dura cuatro o cinco meses, hasta que se quema. El mozo del bar la tiene, y el que va a bailar a Barrio Norte la tiene, y ahí ya está, se acabó el negocio. Pero ya hiciste fortuna.
Elías aprovechó el auge de las remeras para pagar todas las deudas, arreglarse los dientes y cumplir el sueño de su vida: comprarse una Harley-Davidson. No sabía muy bien qué hacer con la moto, pero tenerla en el patio de la casa, lustrarla y salir a dar una vuelta cuando la feria le daba un respiro era suficiente. El resto del tiempo viajaba en su viejo Fiat Duna destartalado. Había aprendido de los remiseros locales que en La Salada era mejor no andar con autos nuevos, cosa de llamar menos la atención. Aunque él le sumaba un grado de paranoia extra a cualquier situación.
—Subí las ventanillas –me ordenó un día que viajamos juntos. El termómetro marcaba treinta grados y el auto no tenía aire acondicionado, pero Elías estaba convencido de que ir con todo cerrado aumentaba las posibilidades de sobrevivir. Cuando nos internamos en las calles de Budge, la temperatura ambiente en nuestro vehículo llegó al máximo, y Elías repetía que estaba dispuesto a atropellar a cualquiera que se nos cruzara por delante. El barrio era una sucesión de casas de ladrillo a la vista, interrumpidas por las vidrieras de carnicerías, almacenes o verdulerías paupérrimas. En algunas esquinas, grupos de pibes tomaban cerveza o miraban pasar a los primeros autos y camionetas que iban rumbo a La Salada.
—Mirá –decía él–, son todos chorros.
A pesar de sus pronósticos, llegamos vivos. Estacionamos en un callejón dirigido por un hombre encorvado al que todos llamaban “el Santiagueño”, que vivía ahí mismo. Elías lo saludó como si lo conociera de toda la vida.
—Este es tremendo –me contó después–. Yo le pago un poco de más y cada tanto le regalo alguna remera. Así está contento y no me roba.
Lo mismo hacía con el carrero que le llevaba los bultos hasta el puesto y con las costureras que trabajaban para él. Todos, pensaba, en algún momento le iban a robar, y él retrasaba esa hora fatal con pequeñas atenciones y fingiendo una familiaridad que los otros le permitían de puro protocolo.
Esa noche me contó del último robo que había sufrido. El domingo anterior, mientras bajaba las bolsas de mercadería del auto, alguien había aparecido de atrás y lo había golpeado bajándole la puerta del baúl del auto sobre la cabeza. Medio atontado, Elías se dio vuelta para pelearlo, y otros dos aprovecharon para llevarse bolsas llenas de remeras.
—¿Qué tendría que haber hecho yo? –se quejó Elías–. Tener una pistola y pegarle un tiro a cada uno.
Lo decía y blandía el dedo índice a un lado y a otro, acribillando a dos imaginarios rateros que huían con lo suyo. Elías era esa clase de persona que
opina que la solución a todos los problemas es eliminar a quienes lo molestan y reordenar el mundo a imagen y
semejanza suya.
En medio del auge de las remeras, al socio de Elías lo asaltaron. Un auto lo siguió hasta Morón y lo interceptó una cuadra antes de llegar a su casa. Los ladrones se llevaron la recaudación y el cuaderno en el que anotaban los cobros pendientes. Desde aquel día, todos los miembros de la familia compraron radios y montaron un sistema de seguridad para ir y volver de la feria. Cada vez que uno estaba por salir o a punto de llegar a la casa, el otro se plantaba en la terraza con una escopeta. Desde ahí, sin esconderse demasiado, vigilaba los movimientos de la cuadra. Elías hablaba de sus tácticas de vigilancia con pasión, como un socio del Club del Rifle en la frontera de México con Estados Unidos. Si se le prestaba atención, era fácil descubrir que estaba más cerca de ser un niño enojado que un asesino.
Nunca volvió a pasar nada, pero su cardiólogo puso el grito en el cielo: si seguía con ese ritmo iba a tener otro infarto en cualquier momento. La familia le dio un ultimátum: o dejaba de fumar y aflojaba con las preocupaciones, o el corazón iba a decidir por él. Era el comienzo del verano y lo convencieron de refugiarse en una casa quinta en las afueras de Buenos Aires. Desde allá, le dijeron, podría monitorear el negocio. Mientras, Helena se haría cargo del trabajo en la feria.
Helena, la abogada de la familia: la que había cumplido el mandato familiar de tener un título y forjarse una profesión, la que se pintaba las uñas de violeta y el pelo de rojo furia. Cuando la encontré en los pasillos de Ocean llevaba casi un año en La Salada. Había aumentado varios kilos y las ojeras parecían ser parte de un maquillaje exagerado. Le pregunté si no hubiese preferido ejercer como abogada.
—Me da igual –contestó–. La primera vez que fui a una audiencia me la pasé toda la noche estudiando el caso. Y cuando llegué al estudio, el abogado que iba conmigo me dijo “hacé de cuenta que vamos a pescar, que ellos tienen el pescado y nosotros se lo tenemos que sacar”. Y en definitiva, es lo mismo que esto. ¿Entendés? La gente pasa, algunos pican y otros no.
Mientras hablaba, cada tanto fijaba la vista en los compradores que caminaban por los pasillos. Si alguien se detenía a mirar, ella no decía nada. Esperaba a que la gente le preguntara el precio y respondía con amabilidad, pero sin una palabra de más. Tampoco miraba a los clientes a los ojos o intentaba empatizar con ellos. No había en ella estrategias de marketing o técnicas de venta. Lo importante era vender barato, y ofrecer algo que luego pudiera ser revendido.
—Todo acá tiene su nicho –me explicó–. El que vende ropa interior de hombre y de mujer puede agarrar dos de cada diez pesos que entran en la feria, porque es un producto de primera necesidad. La ropa de mujer es casi el 70% del mercado, pero está todo muy saturado. Por eso yo aposté a un target pequeño: las chicas que quieren algo distinto, pero que no tienen mucha guita. El segmento que tengo yo es muy chico, pero se maximiza porque nadie lo hace.
Helena se movía en la frontera entre lo elegante y lo popular: podía andar por tribunales sin miedo a enfrentarse a los jueces y no se sentía extranjera entre los puestos de La Salada. El suyo era el lugar de las clases medias suburbanas. Y a eso apuntó con su producción. Chicas de provincia que querían tener onda, hippies chic que iban a bailar pero que no podían gastarse el sueldo entero en un centro comercial.
Cada tanto, nuestra charla se interrumpía porque despachaba alguna camiseta para mujer. Sus diseños más exitosos eran los estampados de Marilyn Monroe, Betty Boop y otras imágenes retro, que combinaba con reversiones de las remeras con letras doradas. Había renunciado a los productos clásicos: la ropa deportiva con el logo de las grandes marcas no era lo suyo.
—Ese tipo de cosas –dijo– las fabrican los bolivianos. Es lo que más vende, pero no se puede competir con ellos. Los costos que manejan son mucho más bajos. Trabaja toda la familia en la casa, no tienen empleados, no gastan en nada. La única salida para los argentinos es hacer algo distinto.
Helena sentía que no podía entrar en la carrera entre las grandes marcas y la gente que las copia. Cada vez más, las corporaciones de ropa incluyen grabados en las telas, apliques holográficos y detalles que certifican su autenticidad. Su identidad se convierte en lo que los diferencia de las imitaciones. Si los modelos originales son la fuente de inspiración de las copias, éstas les devuelven el favor y obligan a sus creadores a innovar con nuevos modelos y detalles para no terminar devorados por los imitadores. Del otro lado, los pequeños talleres textiles intentan seguir el ritmo de los cambios con una suerte dispar.
—Yo no me prendo en eso –decía Helena–. Lo mío es mucho más simple: un poco de tela y un estampado. Salen menos que una pizza. Eso sí, no me pidas calidad.