He aquí un libro tributo, reconocimiento a un oficio que –bien, muy bien, mucho, poco– me garantizó el sustento desde hace 62 años. Y que también procura iluminar con las mejores luces a los que considero los principales capitales de quienes alguna vez lo aprendimos y supimos complementar y aumentar desde la práctica: olfato, intuición, presentimiento, curiosidad, visión periférica, sentido de la oportunidad, corazón para mirar más allá y, en pocas o muchas líneas o caracteres, describir acontecimientos, asuntos complejos, vidas que se conviertan en saberes, sentimientos, ideas. Y, se cae de maduro, saber que cualquier escritura aceptable y respetable lleva verbo, sujeto y predicado. Todo junto, sumado, cercano y disponible, constituye una forma única de ser culto. Obvio que jamás reemplazará lo que se obtiene acumulando lecturas de libros que quedan para siempre y agigantan el lenguaje, la interpretación de lo que nos rodea, los conocimientos, la memoria. Además de todas las características ya presentadas, el periodista no debe temerles a cualidades como inventiva y exageración y, de una buena vez, aceptar que en cada uno de nosotros anida un cholulo. Algo que no debe dar pudor, sino admitir el buen y práctico ejercicio del “cholulismo”. Con eso también tiene cercanía el título del libro. Sí, es cierto. El periodismo es lindo porque se conoce gente es un dicho irónico, incluso con una dosis de escepticismo, pero cercano a la verdad. Estar en un medio habilita la contraseña de acercarse a seres de las más variadas índoles. A mí me pasó muchas veces. Y no me avergüenza reconocerlo. Con la excusa de la entrevista pude conocer a personas que me interesaban, admiraba o, simplemente, no conocía y me daba mucha curiosidad conocer.
¿De qué hablamos cuando decimos pícaro, picardía, picaresca? No es la viveza criolla, ni el aprovechamiento que propicia la desigualdad, ni la ventajita que inferioriza al prójimo. No es la canchereada, la sobrada, la humillación al compañero. Y muchísimo menos la operación interesada, el sobre por debajo de la mesa o cualquier otra variante de procedimiento corrupto. En toda redacción (al menos en las que estuve) nunca faltó el que nos hacía reír a carcajadas, el “chistero” aficionado con salidas especiales, oportunas, desubicadas, hirientes. Aunque celebrado al instante, quedaba a mucha distancia del pícaro, ese que, con una mirada, con un gesto, con un guiño o sin pronunciar ni media palabra lo decía todo. Ahora mismo me vienen a la cabeza Jorge Guinzburg, Adolfo Castelo, Daniel Rabinovich, Horacio Fontova, Néstor Kirchner, Roberto Fontanarrosa, Quino, el Diego y otros que ya se fueron, y Osvaldo Príncipi, Beto Casella, el polaco Caimi, el Tata Cedrón, que por suerte siguen dando cátedra.
¿Ven? Ya viene la inteligencia artificial para darse dique frente a los ignorantes naturales. Llegará el momento en que nos va a pasar por encima, pero nadie le podrá pedir picardía. Eso en los laboratorios no se consigue.
El periodismo, tal como lo conocimos antes de internet, de las redes sociales y la inteligencia artificial, es una ciencia inexacta porque, en cualquier caso, lo eminentemente informativo parte de la crisis, de aquello que no se conoce y que hay que construir. A eso contribuyen también recursos importantes como la facilidad para comunicar, la experiencia acumulada, el ingenio personal, el respeto por la verdad y algo que no se reemplaza con nada: el esfuerzo, la convicción de que nada se hace de taquito, que la transpiración vale más que la inspiración. Adhiero a la definición de noticia más certera que conozco: “Cúmulo de aproximaciones e inferencias cuyo principal objetivo es volver visible lo evidente”. Y en esa misma línea, ¿cómo definir con certeza al periodismo? ¿Qué es? ¿Profesión, oficio, vocación, apostolado, especialidad, macaneo o, como alguna vez le escuché decir a Humphrey Inzillo, “la manera más divertida de ser pobre”? Tal vez tenga un poco de cada cosa, pero sigue siendo un ganapán respetable, siempre y cuando no convierta lo fascinante de la actividad en indeseable, no ofenda convicciones, no instale a quienes lo ejercemos en el medio de groseras componendas que hacen de la omisión deliberada una verdad única o por imperio de condiciones de trabajo precarias no se transforme en una picadora de carne.
Como para dejarlo claro de entrada y no generar expectativas desmesuradas, quiero avisar que el libro no es una antología de la técnica periodística; tampoco es una introspección sobre la naturaleza de este oficio. No es un compendio de penurias o un himno a la alegría inconducente ni un informe exclusivo de lo que han hecho de nosotros y de la actividad propiamente dicha las redes, la era digital, la precarización, una tarea destructiva que tal vez en corto tiempo la inteligencia artificial promete completar.
Aquí no encontrarán maledicencias, baratijas informativas y mucho menos un registro pormenorizado de las miserias del alma periodística que existen y en abundancia. Lo que no significa que a lo largo de estas páginas los periodistas quedemos como santos inocentes. Es, entonces, apenas, un libro que pretende recuperar una forma de ser, actuar, pensar y trabajar de los periodistas en esos templos laicos que son las redacciones. Ese lugar en donde cada día hay que empezar de cero porque todo está por hacerse, escribirse y publicarse. A continuación, se encontrarán con centenares de nombres. A algunos los conocerán; otros les sonarán, a algunos no los ubican ni por casualidad. Todos los que figuran, negro sobre blanco, vivos o muertos, se ganaron ese lugar, en el papel y en mi corazón. Una mención aparte al notable trabajo de ilustración de Miguel Rep. Desde hace mucho recorto y guardo tiras de su autoría, publicadas en la contratapa de Página/12 y dedicadas, con ironía, con opinión y con profundidad al fenómeno de los medios.
Una dice: “Dime qué medios consumes y te diré en qué te has convertido”. Otra afirma: “Los que no tienen voz están en la calle” y de inmediato se pregunta: “Los que tienen mucha voz, ¿están en la hable?”. Y una más, resuelta en cuatro cuadritos, tipifica con cuatro palabras al periodismo actual: periodiosismo, periodiezmo, perrodismo y periodiadorismo. Cualquiera de esas reinterpretaciones hubiera sido muy pertinente para embellecer el libro. Pero lo que Miguel creó y dibujó especialmente es algo superior e inmejorable. Otro sueño cumplido: ser ilustrado por Rep. Ni hablar del privilegio de contar con el prólogo de Sergio Olguín que, en pos de novelas, cuentos y ensayos, un día se alejó del periodismo. Admiro su trabajo literario y cultural y pertenezco al club de fans de su personaje, la periodista-detective-minón Verónica Rosenthal. Su texto corrobora la esencia e intención del libro.
A lo largo de este libro nos referiremos a uno de los grandes patrimonios del oficio: la picardía, propiciadora de un género literario mayor y respetable, la picaresca, que desde el Siglo de Oro español (entre los siglos XV y XVII) desparrama aún sátira, enredos graciosos y crítica social. Autores como Fernando de Rojas, Mateo Alemán y en especial Miguel de Cervantes Saavedra y Francisco de Quevedo dejaron escritas páginas que el tiempo pasado no fue capaz de extinguir. Ese derrame de ingenio de origen español también llegó a nuestras tierras desarrollado por escritores, autores teatrales y periodistas talentosos como Miguel Cané, Roberto Payró, Gregorio de Laferrère, Fray Mocho, Eduardo Gutiérrez, entre otros. El poema gauchesco Martín Fierro, de José Hernández, con personajes como El viejo Vizcacha en un lugar estelar, es el mayor representante de la picaresca nacional. ¿Quién no apeló alguna vez a sentencias como “Al que nace barrigón, es al ñudo que lo fajen” o “Vaca que cambia de querencia se atrasa en la parición”? El investigador e historiador del lunfardo Oscar Conde advirtió un continuo de picardía en publicaciones como las revistas PBT y Rico Tipo y los diarios Crítica y El Mundo.
Alguna vez a fines de los años 60, en la Editorial Abril, tuve un jefe de redacción que lo expresaba de esta manera: “Alegría, creatividad y sexo”. Era un pícaro que aparecía impecable a las seis de la tarde, cuando nosotros, sus redactores, en nuestra sexta o séptima hora de trabajo, ya tecleábamos exhaustos. En ese momento –éramos tan jóvenes– cada uno de los que recibía esa tentadora trilogía la resolvía como era capaz. Antes, y especialmente después, confirmamos que las tres propuestas del jefe eran importantísimas, pero que debíamos sumar otras cualidades: placer por descubrir, gusto por conectarnos con la realidad, inventiva, sensibilidad, sentido del humor, responsabilidad social, mucho entusiasmo y, sí o sí, buenas condiciones humanas.
El Diccionario español de sinónimos y antónimos, de Federico Carlos Sainz de Robles, pone a disposición 29 sinónimos de la palabra picardía, algunos muy duros como perrería, ruindad o villanía. También consigna un listado de más de 60 términos asociados a pícaro, la mayoría de resonancia tenebrosa como criminal, rufián o taimado y solo unos pocos con los que daría gusto identificarse: hábil, listo, astuto, rápido.
Apenas era yo un polizón en el barco de la actividad, chico con ganas, vocación y conocimientos escasos, pero con cierta facilidad para contar por escrito lo que previamente había observado, cuando conseguí gracias a mi papá una recomendación para llegar hasta un directivo del diario El Mundo. En medio de la entrevista, en la que tuve que disimular mis nervios y mi ansiedad, entró sin golpear al despacho un veterano de la redacción. Nunca olvidé su imagen. Y menos lo que ocurrió después de la entrevista en la que fui muy bien tratado, pero no conseguí trabajo. Me esperó, me llevó aparte y sospechosamente sonriente me dijo: “Pibe, si querés ser periodista lo primero que tenés que aprender es a hacer los vales de viáticos”. Tardé en entender la sugerencia, pero pasados los años, estoy convencido de que aquel fue un consejo de oro y que la casualidad me había permitido conocer a un pícaro.
Lo del oro tiene relación con una historia que me contaron como real, la de un periodista deportivo de un diario importante que, viajero frecuente por razones profesionales, se hizo experto en esa transacción administrativa. De tanto sumarles adornos y florituras a sus gastos en el exterior y en moneda fuerte, un buen día pudo comprarse un departamento. Claro, eran otras épocas y él muy ahorrativo. Y también porque ese periodista desconocido me dio una clase al paso, todavía no incluida en el currículo de las escuelas de periodismo ni en los libros especializados. Para mí fue muy bueno, providencial, empezar a saber que el ejercicio del periodismo también se respalda en travesuras muchachistas, en astucias inolvidables, en diabluras que posibilitan dar vuelta una página y llegar a tiempo en un cierre. Ahora, tentando a la memoria reconstruyo ese encuentro y no por nada me viene a la cabeza ese viejo refrán que dice: “Quien a solas se ríe, de sus picardías se acuerda”. ¿De qué viático mal liquidado o deliberadamente inflado se estaría acordando aquel periodista panzón, que lucía tiradores y encendía un nuevo cigarrillo antes de tirar el anterior?
La picardía mal entendida
“Dictadura de la prensa”, “Industria de la denuncia”, “Periodismo de cirujeo”, fueron algunas de las lapidarias consideraciones que el establishment local le dedicó al periodismo en la década del 90. En un tiempo en que las instituciones más tradicionales y confiables comenzaron a resignar prestigio, paradójicamente, el periodismo pasó a ocupar los sitios más rutilantes del aprecio social. Mucho tuvo que ver la acción de los medios respecto a cuestiones que el menemismo y otros centros de poder hubieran preferido que no trascendieran.
Entre el largo desarrollo del caso de María Soledad Morales, una joven asesinada en Catamarca en 1990, y lo que ocurre en estos días del invierno de 2024 en la provincia de Corrientes con el llamado “caso Loan” (la desaparición de un niño de 5 años) hay un continuo. Por un lado, porque velozmente se comprobó la responsabilidad de sectores de la política de cada provincia. Entonces y ahora, también la gente casi les rogó a los medios que no se retiren, pues la presencia de cámaras, micrófonos, enviados especiales fue y es la polémica garantía de que lo sucedido no pase al olvido. El crédito a la “patria periodística” –como alguna vez etiquetó desde su diario Julio Ramos– no fue eterno y hoy nuestro oficio se encuentra tan desprestigiado como buena parte de las instituciones.
Expresiones como “sobre”, “chivo”, “lobby”, “campañas de prensa” o “retribuciones por debajo de la mesa” pasaron a ser parte de una jerga indeseable que nos sigue acompañando y preocupando. La definición de “noticia” que, desde siempre, aportaron los libros de estilo más ortodoxos (“Es aquello que interesa a un número significativo de personas”) se puso en cuestión al ritmo del cambio en la agenda temática. Casi como humorada triste, en cualquier redacción puede escucharse que hoy “noticia es aquello que las agencias de prensa, los voceros, los operadores políticos y los influencers quieren que sea”. De idéntico modo, lo que, desde el fondo de los tiempos, fueron decisiones de las áreas editoriales se deslizaron hacia sectores comerciales, publicitarios y financieros. Y buena parte de lo que siempre fue responsabilidad periodística hoy llega patrocinado y preparado desde vocerías que incluyen opinión sin pudor alguno. Quien esto escribe piensa que el camino de la desautorización violenta de los criterios periodísticos se consolidó durante los años dictatoriales, en los que la mínima transgresión al pensamiento único podía pagarse con la vida, como fue el caso de centenares de periodistas.
Ya en democracia se naturalizaron recursos como el off the record, las versiones interesadas, los rumores, los chismes, el famoso “ahora dicen”, el periodista como vocero de su propia fuente, que fueron entronizados como herramientas informativas legítimas. Aunque situaciones como las mencionadas ya llenaron varias bibliotecas, la cuestión no está saldada. Por momentos, es posible observar cómo los medios –representantes de enormes engranajes empresariales y económicos– se mimetizan con el accionar de un partido político.
En el duro mundo de la información política y económica, acceder a un espacio en los medios se fue convirtiendo en algo cada vez más peliagudo. Esas restricciones crecieron a partir de que las empresas, ingresadas al universo de los multimedios, sumaron intereses a los muchos que ya tenían, especulaciones, nombres y personas que merecían pulgar para abajo o pulgar para arriba, según conveniencias económicas o elecciones ideológicas. En ese punto –cuando ya no alcanzaba con la gauchada, con la mención de favor o la identificación partidaria– empieza a volverse frecuente y demasiado necesaria la figura de las agencias y los agentes de prensa. Sentencia el mundo de la picaresca: “Un jefe de prensa es un periodista que se pasó de bando”. Alguien lo explicó con gracia. A un precandidato presidencial (o puesto menor) el lanzamiento de su imagen (de sus ideas, ni hablar) le costó un ojo de la cara. Optimistas, los asesores le habían prometido un jardín de votos, pero llegó el día de la cosecha y lo que encontró fue un páramo, en el que pastaba un chivo al que incluso hubo que calmarle el hambre.
Como en tantos otros rubros, la actividad “prensera” en nuestro país alcanzó ribetes salvajes. Empezando por el hecho de que condenan al periodismo a distanciarse de la pura información por el agregado de reglas específicas de la propaganda y de las relaciones públicas y porque queda en las manos de los agentes de prensa, que eligen cuándo, cómo y dónde deben estar sus clientes. A estas acciones se les añaden otras como la influencia de usinas de interés promotoras de corrupciones y corrupcioncillas. Menos santas aún son las agencias promotoras del periodismo de la conspiración o prontuarial, capaces de liquidar una reputación en menos de lo que dura una tanda televisiva. La idea de que “una imagen vale más que mil palabras” fue superada por otro dicho más acorde a las circunstancias: “Un carpetazo vale más que mil denuncias”.
Y lo que ocurre en los territorios de la información dura se replica en las secciones de Arte, Cultura y Espectáculos. ¿Este fin de semana actúa Abel Pintos? ¿Se estrena la última de Francella? ¿Vuelve a presentarse La Renga? ¿Una nueva edición de ArteBA? Especialmente antes y durante esa banal excusa de calendario el / la/ las / los distintos personajes pasan a ser objetos de consumo temporal. Entra a tallar el concepto de “artista en promoción”, una jugarreta que acerca el contenido más a la publicidad que al periodismo, siempre con la razonable pretensión de vender más entradas, de ligar una tapa de diario o revista, de presentarse en el horario prime time o de alcanzar a ser tendencia en una red. En los Estados Unidos, cuna de esta supremacía de la mercadotecnia, en la que mercado mata cultura, la revista Variety, biblia indiscutida del negocio del espectáculo, la calificó como “la dictadura de los agentes de prensa”.
El tiempo mediático es un bien (y un mal) finito, acotado, y no alcanza para todos. En 1968 el artista plástico estadounidense Andy Warhol hizo un pronóstico que el tiempo confirmó. “En el futuro, todos serán mundialmente famosos por quince minutos”, dijo, eso sí, sin predecir que ese dichoso cuarto de hora se achicaría brutalmente. No sería raro, entonces, que cercano en el tiempo, la exposición a los medios se reduzca a figuras de diversa índole, paradas en cintas transportadoras gritando a cámaras remotas: “Saqué una novela”, “Hice el gol del triunfo”, “Estoy enamorada de…”, “Vótenme, quiero ser senador”, “Se estrena mi unipersonal”, “Soy cirujano plástico, matrícula…”. Y quien pueda oír que oiga. Y, de lo contrario, a joderse, que pronto la cinta que nunca se detiene traerá otros gritos desesperados. Tal vez sea la circunstancia en que quedarán atrás canjes de publicidad, auspicios exclusivos o la intervención comercial en los contenidos artísticos e informativos que ahora se llama Publicidad No Tradicional (PNT) y que dentro de algún tiempo quién sabe cómo se llamará.
El novedoso mundo del streaming crecerá tanto y se volverá tan masivo y popular como Crónica TV. Desde cualquier casa se podrá seguir la vida ajena, siempre y cuando podamos pagar los siderales abonos de los canales interplanetarios codificados o ultraprémium. Las plataformas actuales alcanzarán dimensión de base de lanzamiento y cualquiera podrá ver en pantallas múltiples o tan grandes como una pared entera la vida de la familia del departamento de al lado o la erupción volcánica a quince mil kilómetros de distancia.
Desde hace tiempo nos traiciona –y nos dejamos traicionar– la creencia de que aquello que no está en la televisión no existe. Cuando estábamos lejos de superar esa superstición llegaron las redes sociales para establecer que aquello que no haya obtenido un clic o no se haya convertido en tendencia jamás fue dicho, escrito o pensado. Mal existencial de la época, estar o no en los medios de comunicación o en las redes, establece confirmación o negación de existencia. Por suerte, a kilómetros de ese daño de los tiempos que corren, están quienes –registro de sobra, discurso legitimado y nombre establecido–, no sin esfuerzo, escapan de la trampa del rating y de la consagrada impostura de que el que tiene los medios o está en ellos no necesita otra cosa. Hay centenares, miles, muchas más personas que completaron una vida ejemplar, magistral, única, lejos de los medios y sin necesitar de ellos. Es imposible imaginar a César Milstein, Esteban Maradona, Torcuato Di Tella, Juan L. Ortiz, Ramón Carrillo, Alicia Moreau de Justo, Christiane Dosne de Pasqualini y Adolfo Pérez Esquivel, solo por hacer algunos nombres, contrariados por no haber sido invitados al programa éxito de la temporada. El ejemplo que cada uno dejó demuestra que sus logros y sus hallazgos valen mucho más que un “hitazo” de rating o una tendencia en X. Sin embargo, la idea de que quien no cotiza y ha mareado y perjudicado a más de uno... Eduardo Galeano interpretó ese presunto vacío en una frase espectacular: “El riesgo de mostrarse demasiado está en que uno termina hablando sin decir”.
☛ Título: El periodismo es lindo porque se conoce gente
☛ Autor: Carlos Ulanovsky
☛ Editorial: Marea
☛ Edición: 2025
☛ Páginas: 256
Datos del autor
Carlos Alberto Ulanovsky Viniarsky nació en Buenos Aires, Argentina, en 1943. Padre de dos hijas y abuelo de nieto y nieta. Hincha de Racing, periodista y escritor.
Como periodista trabajó en numerosos medios gráficos de la Argentina y de México. Fue docente de especialidades periodísticas y curador de las muestras-homenaje a Niní Marshall, Tato Bores y Les Luthiers. Trabaja en radio desde 1972 hasta hoy.
Como escritor publicó veintiséis libros, varios de ellos con muchas ediciones: fueron investigaciones históricas sobre la radio, diarios y revistas y televisión de nuestro país; análisis del lenguaje cotidiano; biografías; crónicas; ensayos y dos novelas.