En mayo de 1968, la juventud soñaba con un mundo en el que estuviera “prohibido prohibir”. Hoy, la nueva generación solo piensa en censurar aquello que la agravia u “ofende”.
En Estados Unidos, basta con pronunciar “ofender” para apagar una conversación. Como parte de una necesaria reflexión para limpiar el vocabulario de sus escorias vejatorias para con las mujeres y las minorías, lo “políticamente correcto” parece fundirse con la caricatura liberticida que sus adversarios conservadores le predijeron desde el principio, inclusive antes del actual descarrío. Una ganga con la que estos se frotan las manos, pues les concede el bello rol de ser los campeones de las libertades.
Antaño, la censura venía de la derecha conservadora y moralista. Ahora, brota de la izquierda. O, mejor dicho, de cierta izquierda, moralista e identitaria, que abandona el espíritu libertario y se la pasa lanzando anatemas o edictos contra intelectuales, actrices, cantantes, obras de teatro o películas. ¡Si al menos se alzara contra los verdaderos peligros, la extrema derecha y el repunte del deseo de dominación cultural! Pero no. Polemiza por nada, vocifera y se enfurece contra celebridades, obras y artistas.
La actualidad desborda de disparatadas campañas que se llevan a cabo en nombre de la “apropiación cultural”. Hay quienes se sublevan contra Rihanna por llevar trenzas calificadas de “africanas”. Hay quienes llaman a boicotear a Jamie Oliver por un “arroz jamaiquino”. En Canadá, unos estudiantes exigen la supresión de una clase de yoga para no “apropiarse” de la cultura india. En los campus universitarios estadounidenses, unos alumnos controlan los menús asiáticos en los comedores, cuando no se niegan a estudiar las grandes obras clásicas que contienen fragmentos “ofensivos”.
En adelante, dentro de ese templo del saber que es la universidad, impera el terror a comer y hasta a pensar. La más mínima contradicción ofusca y se vive como una “microagresión”, a punto tal de exigir “safe spaces”. Espacios seguros, entre pares, donde se aprende a huir de la alteridad y el debate. El mismísimo derecho a expresarse está sujeto a autorización, según el género y el color de piel. Una intimidación que llega hasta el despido de profesores.
Francia resiste bastante bien. Sin embargo, inclusive allí existen grupos de estudiantes que se indignan contra exposiciones, obras de teatro, a punto tal de impedir sus representaciones o de prohibir físicamente el acceso de algún conferencista que les desagrada, llegando a veces a romper sus libros. Autos de fe que nos recuerdan lo peor.
Esa policía de la cultura no viene de un Estado autoritario, sino de la sociedad y de una juventud que procura ser “woke”, despierta, por ser ultrasensible a la justicia. Lo cual sería estupendo si no cayera en la asignación de categorías o en un modo inquisitorio. Los millennials están ampliamente comprometidos con esa izquierda identitaria que domina la mayoría de los movimientos antirracistas, lgbti, y que inclusive divide al feminismo. A menos que se produzca un sobresalto, su victoria cultural pronto será completa. Sus redes de influencia crecen en el interior de los sindicatos, las facultades, los partidos políticos, y ganan el mundo de la cultura. Sus conspiraciones pesan cada vez más en nuestra vida intelectual y artística, y el coraje de resistir escasea. De manera que vivimos en un mundo rabiosamente paradójico, donde la libertad de odiar jamás ha estado tan fuera de control en las redes sociales, pero la libertad de hablar y pensar jamás ha estado tan vigilada en la vida real.
Por un lado, el comercio de la incitación al odio, la mentira y la desinformación prospera como nunca, protegido en nombre de la libertad de expresión, gracias al laxismo y la desregulación. Por el otro, basta con un pequeño grupo de inquisidores que se digan “ofendidos” para obtener las disculpas de una celebridad, la no publicación de un dibujo, hacer que se retire un producto o se saque de cartel una obra de teatro. Esas polémicas trazan auténticas líneas de fractura dentro del antirracismo y entre las generaciones.
Ayer, los minoritarios peleaban juntos contra las desigualdades y la dominación patriarcal. Hoy, pelean por saber si el feminismo es “blanco” o “negro”. La lucha de “razas” ha suplantado la lucha de clases. “¿Desde dónde hablas, camarada?”. Esta frase, que se enunciaba para hacer sentir culpable al otro en función de la clase social, ha mutado en control de identidad: “¡Dime cuál es tu origen y te diré si puedes hablar!”.
Lejos de impugnarlas, la izquierda identitaria valida las categorías que priorizan el componente étnico, propias de la derecha supremacista, y se encierra en ellas. En lugar de buscar un carácter mixto y mestizo, fracciona nuestras vidas y nuestros debates entre “raceados” y “no raceados”, enfrenta a las identidades unas contra otras, termina colocando a las minorías en competencia. En lugar de inspirar un nuevo imaginario, renovado y más diverso, censura. El resultado es visible: un campo intelectual y cultural en ruinas. Que beneficia a los nostálgicos de la dominación.
Este libro espera hallar una vía de escape. No se trata de añorar los viejos tiempos en los que uno podía descargarse contra homosexuales, negros y judíos. Ni de servir de aval a aquellos que confunden el deseo de igualdad con una fantasmagórica “tiranía de las minorías”.
Arranqué mi derecho a amar de esos insultos homofóbicos que oí a lo largo de toda mi infancia y adolescencia. Mis primeros combates fueron contra el sexismo, la homofobia y el racismo. Como presidenta del Centro Gay y Lesbiano, llevé adelante una batalla a favor del antecesor del Matrimonio para Todos y, por haberlo defendido, recibí una paliza de unos esbirros al grito de “tortillera de mierda”. La batalla por la igualdad me forjó, pero adhiero furiosamente a la lucha por la libertad.
Por mi profesión, periodista y cineasta, excolaboradora de Charlie Hebdo, temo por la libertad de creer, de pensar, de dibujar y hasta de burlar. Todas esas facetas de mi identidad nutren mi análisis sobre el equilibrio que ha de encontrarse en materia de libertad de expresión e igualdad.
Una jauría de inquisidores
Como toda tempestad, los malos vientos de la Inquisición moderna siempre comienzan a soplar en las redes sociales. Lugar de libertad, Internet también es el lugar de todos los juicios. Allí el descontrol es anónimo, se lincha ante la más mínima sospecha. Una jauría de trolls furiosos, a los que la filósofa Marylin Maeso llama “los conspiradores del silencio”, por cómo consiguen amordazarnos. Estamos viviendo el advenimiento de ese “mundo de siluetas”, ese mundo de engaños que temía Albert Camus. La tiranía de la ofensa reina por doquier, como preludio de la ley del silencio.
Basta con escribir “cultural appropriation” en Google, concepto que se insinuó en el debate público hace tan solo una década, para contabilizar 40.200.000 resultados. Un diluvio.
Las primeras cazas con perros comenzaron con el cambio de siglo. Una hermosa mañana de noviembre de 2012, Heidi, una madre de familia americana, descubre que está siendo insultada e injuriada por Internet. ¿Su crimen? Haber organizado un cumpleaños temático japonés para su hija. El día anterior, había esparcido flores de cerezo sobre la mesa, había servido té en tazas tradicionales y había trocado sus cubiertos por unos elegantes juegos de palitos. A las amigas de su hija les encantó ataviarse con kimonos y maquillarse como geishas y, desde luego, inmortalizaron el evento con sus teléfonos celulares, para luego publicar sus fotos en las redes sociales. Pésima idea. Una manada de comentarios iracundos se dio cita en el after para estropear la fiesta y vilipendiar públicamente a la señora.
Un internauta la acusa de “yellow face”, como si el hecho de maquillarse como una geisha por un cumpleaños tuviera la más ínfima relación con los tiempos de la segregación, cuando los actores blancos se disfrazaban de negros para mofarse de ellos desde el escenario. Se le recrimina educar mal a su hija: “¡Enséñales a tus hijos que eso está mal!”. Aclaremos que todos los internautas ofendidos son estadounidenses.
Los pocos participantes de origen japonés dicen sentirse apabullados… ante semejantes reacciones. Uno de ellos vive en Japón y no entiende la furia del indignado que dirige la acusación contra aquella madre de familia: “Las únicas personas que creen que la cultura no debería compartirse son los racistas como tú”. Para él, “a una gran mayoría de japoneses les gusta que otras personas se esmeren por apreciar la cultura japonesa. Lo fomentan”. Un comentario que otros aprueban: “Esa fiesta es una forma de pasar por la experiencia de otra cultura”.
Desconcertado por el simplismo del inquisidor estadounidense, otro de los internautas japoneses se pregunta: “¿Dónde colocas el límite de lo que está ‘autorizado’? Si esa niña fuera de origen japonés, ¿la fiesta estaría bien? ¿Solo estás autorizado a preparar una pizza si vives en Italia?”.
La pregunta da en el clavo. Pero la jauría da miedo. Cada vez más padres consultan en línea para saber qué es “correcto hacer para Halloween”, aterrorizados ante la idea de ser injuriados como Heidi. El mismo año, otra madre de familia pregunta a sus amigos en las redes sociales si puede organizar una fiesta temática Moana, como guiño al dibujo animado que ensalza a la heroína polinesia. La mujer aclara que en su familia “somos muy blancos y muy rubios”. Improvisando el papel de jefe de familia virtual, un internauta decreta que la “celebración cultural” no es “apropiación”, siempre y cuando los niños no apelen a la “brown face” (oscurecerse la tez). Otra madre recalca que ve a muchas niñas disfrazarse de Frida Kahlo para Halloween y que “no le resulta irrespetuoso”. Lo único que espera es que esas chicas sepan quién era la pintora “y que esta no se resume a una ceja única y a unas bonitas flores”. No hay nada menos seguro. En el país del juicio por “apropiación cultural”, de lo que menos se apropia
la gente es de la cultura general.
¿Cómo explicar semejante inflamación de las polémicas? La chispa surge de una visión por demás confusa del antirracismo, y la amplitud del linchamiento, por su parte, proviene de nuestras nuevas modalidades de debate y del fenómeno jauría 2.0. Con las redes sociales, ya no hay necesidad de crear movimientos, fabricar pancartas ni salir a la calle con frío para protestar. Podemos manifestarnos desde el calor de nuestras casas y protegidos por el anonimato. Ergo, los motivos de indignación son lógicamente más cuantiosos y, a veces, más fútiles también. Ya no nos tomamos el tiempo necesario para digerir o respirar antes de gritar. Al más mínimo desacuerdo, ante la más ínfima picadura en nuestra epidermis -por más microscópica que sea, chillamos a través de nuestro teclado. Sobre todo si un “amigo” virtual o un miembro de nuestra tribu digital lidera la acusación. Nos integramos uniendo nuestros gritos indignados al círculo de los ofendidos.
Pocas veces la identidad virtual habrá definido tanto nuestra identidad real. Según Clément Rosset, “la identidad prestada”, esa “imitación del otro”, permite “que la personalidad se constituya”. La generación actual se construye principalmente emulando a aquellos que linchan a los demás por Internet. Con tanto ímpetu que conformar una jauría protege. Con tanto revuelo que basta con decirse “ofendido” o “víctima” para llamar la atención. Una chispa, un mero posteo que vocifere la apropiación cultural son suficientes para hacerse amigos y hallarse en el centro de la actualidad. No importa la cantidad de lobos, puesto que la legitimidad viene del estatuto de víctima. No hay nada más glorioso que librar una lucha desigual.
Esa nueva relación de fuerzas resulta más bien simpática para combatir la injusticia, las multinacionales, desafiar a los dictadores y derrocar tiranos. La otra cara de la moneda es esa inflación de campañas absurdas y desproporcionadas contra madres de familia, miembros del jet set o artistas.
La interactividad digital obliga a la prensa en línea a reaccionar por todo, cada vez más rápido, con cada vez menos tiempo de reflexión. Ante el menor “storytelling” que ponga en escena a una minoría contra una mayoría, aparece una página, un blog y hasta un medio transmitiendo el pico de fiebre. Los periodistas de las redacciones digitales son particularmente aficionados a ello. Por una sencilla razón. Es un tema fácil de escribir, en poco tiempo, lúdico y que provoca reacciones. Auténticos “ciberanzuelos”, ideales para causar un incremento en el contador de visitas y, por ende, en los recursos de una prensa económicamente frágil.
Si agregamos que ya ningún colaborador, que a menudo es un pasante, tiene tiempo, o siquiera el reflejo, de discriminar entre lo significante y lo insignificante, es entendible que exista tal cantidad de notas dedicadas a la más mínima conmoción. Sobre todo, si atañen a las celebridades. Lo cual no sería grave si el enojo no fuera totalmente artificial y si esa jauría, a veces en realidad un grupúsculo, no ganara el caso de manera casi sistemática. Es decir, disculpas o censura (…).
Hasta tanto la izquierda identitaria siga ridiculizando el antirracismo de manera tan liberticida y sectaria, la derecha identitaria ganará las mentes, los corazones, las tripas y luego las elecciones. De tanto defender la censura, la etnia, la religión y el particularismo, le está cediendo a ella el bello rol de defender la libertad.
Qué lejos han quedado los tiempos en que la adversidad forjaba a oprimidos dignos, con la piel curtida. Nuestros antepasados sí que soportaron verdaderas humillaciones, no “microfensas”. Los “ofendidos” de la izquierda identitaria no conocieron la violencia del combate contra la segregación, el apartheid o el nazismo. No lucharon por el derecho al aborto, ni por el derecho a amar sin ser arrestados como en Stonewall. Militan para no comer comida asiática en el comedor universitario y se niegan a hacer yoga. Su delicada epidermis se tensa ante la menor contrariedad. Una sensibilidad devenida en susceptibilidad, que ridiculiza al antirracismo.
Varios fenómenos se conjugan para explicar esa deriva. Ante todo, la legítima voluntad de luchar contra un vocabulario grosero, humillante y odioso. Si lo políticamente correcto hoy cae claramente en excesos, tampoco es cuestión de volver al lenguaje dominante y normativo de antaño. La incitación al odio, al homicidio, merece ser sancionada; el hate speech merece ser regulado, tanto en las redes sociales como en los medios. No así el humor, la creación o el sarcasmo. Sin confundir la brutalidad de una palabra o de un dibujo con aquella de un acto. Si la libertad de hablar cesa cada vez que un grupo o una persona se ofuscan, entonces el debate, la simple conversación, la propia democracia no pueden sino sofocarse. El progreso no es cuestión de aprender a callarse, sino de aprender a hablarse mejor.
Aunque excesiva, la liberación de las voces al mejor estilo #MeToo debe continuar. Es tan necesaria tras siglos de violaciones y acoso. La vergüenza que paralizaba a las víctimas hoy por fin se siente del lado de los verdugos. Así y todo, el tribunal de la opinión no puede convertirse en la justicia, aquella que examina a cargo y descargo antes de socavar la reputación de un hombre. El arma más potente para hacer evolucionar las mentalidades es fomentar un nuevo imaginario, donde cada uno pueda identificarse con mil personalidades, gracias al cine y la televisión. ¡Pero, por favor, no caigamos en una visión caricaturesca que exija películas certificadas culturalmente puras, en las que los actores solo harían los personajes que corresponden a su grupo étnico, para pronunciar diálogos políticamente correctos!
Las normas no se repelen mediante diktats o fronteras. Como tan bien expresara Ariane Mnouchkine, la inspiración es un “manantial sagrado”, en el cual todos hemos de poder abrevarnos. La imitación ciertamente exige una forma de elegancia. Respetar y citar. Y en caso de existir cierta explotación comercial, esta debe dar lugar a un intercambio equitativo. En el campo del arte, la música o la literatura, el homenaje no es saqueo, sino mestizaje. Una cultura mezclada que está siendo asfixiada por los inquisidores de la identidad. Las redes sociales los incitan a cazar en jauría y a pensar en loop. Las universidades deberían enseñarles a pensar contra sí mismos, a contextualizar, a soportar la ofensa y a responderle por medio de argumentos. Lo que se produce es lo contrario. Los alumnos se creen que están en un supermercado, y no en un claustro universitario. La época sacraliza a las víctimas, y no la valentía. La renuncia responde a la intimidación.
Ese círculo infernal es lo que hay que invertir, impidiendo que suceda, negándose a importar esa visión inquisidora y sectaria de la identidad y la cultura. Con la esperanza de que el sobresalto llegue a tiempo.
Los denunciantes y alertadores existen, desde hace años, de un extremo al otro del espectro intelectual. Ya en 1987, en The Closing of the American Mind, el filósofo clasicista Allan Bloom señalaba los peligros del relativismo universitario. Una alerta compartida por el catedrático demócrata Arthur M. Schlesinger Jr., militante de los derechos civiles y consejero de John Fitzgerald Kennedy. Su libro, La Désunion de l’Amérique, se publicó en 1991 y todavía resuena como una alerta increíblemente visionaria. El autor ve venir con angustia una era “postideológica”, donde las lealtades étnicas y religiosas corren el riesgo de hundir aquello que entreteje una nación. Este retorno al tribalismo separatista amenaza, a su juicio, el American way of life. En particular, se muestra intranquilo ante el cariz adoptado por la enseñanza universitaria, donde se torna imposible transmitir una historia común; critica abiertamente las derivas del multiculturalismo y la “política de identidad”, su propensión liberticida contra la libertad de expresión e inclusive de blasfemar. Gérmenes que pueden, a su parecer, desembocar en una “guerra cultural”. En eso estamos. Sus temores se comprobaron.
Treinta años más tarde, Francis Fukuyama emite el mismo dictamen. Tras haber proclamado el fin de las ideologías, publica Identity, un ensayo que sigue las huellas de los estragos de esta renovación identitaria, sostenida por la extrema izquierda pero que, como siempre, redunda in fine en beneficio de la extrema derecha. Porque encarna en mayor medida el thymos, “esa cuota de alma que aspira al reconocimiento de la dignidad” de una nación. El autor está convencido de que la izquierda no podrá volver a un primer plano sin tener en cuenta esa alma común, en lugar de venderse a la política clientelista y fragmentaria de la política de la identidad. La salvación vendrá de una izquierda republicana a la francesa. Esa es también la opinión de Mark Lilla. En un brillante panfleto y con pruebas que apuntalan su tesis, el liberal francófilo acusa a la izquierda identitaria de haber hecho trizas la nación estadounidense. Él también aboga por el advenimiento de un progresismo universalista: “Debemos convertirnos en una izquierda republicana”.
En esa izquierda me inscribo; desde ese enfoque universalista, alerto contra la izquierda identitaria. Un sentimiento de urgencia atizado por veinte años de investigación sobre los movimientos extremistas, como el Frente Nacional o la derecha religiosa americana. Elegir el camino de la identidad jamás conduce a la igualdad, sino a la revancha.
La crítica constructiva de la “política de identidad” o de lo “políticamente correcto” no vendrá del campo conservador. Este solo denuncia la tiranía de las minorías para restaurar el reino de los privilegiados. Solo indica los reveses del multiculturalismo para regresar al monoculturalismo. Solo se queja de lo “políticamente correcto” para poder eructar libremente. La alternativa, la auténtica, solo puede venir de los antirracistas sinceros, y esto requiere cierto coraje. Enojarse con amigos, con compañeros. Soportar ser tildado de “racista” y de “islamófobo”. Tremendamente penoso. No obstante, si deseamos desactivar la guerra identitaria, no queda otra opción que desafiar la intimidación. Ese sobresalto exige no aceptar más esos juicios absurdos por apropiación cultural. Reconquistar lugares y cargos en la universidad. Volver a aprender a defender la igualdad, y no la mera la diversidad. Sin ceder a la tentación de poner a competir la lucha contra las desigualdades sociales y la lucha contra la discriminación.
Los combates contra el racismo, el antisemitismo, el sexismo o la homofobia no son ni secundarios ni batallas “burguesas”. La discriminación mata, destruye, envilece. Debemos continuar arremetiendo contra los prejuicios que arman esa toxicidad. Pero de manera inteligente, con el objeto real de convencer, eliminar los obstáculos, deconstruir los estereotipos, romper las cadenas de las clasificaciones étnicas, rever el reparto de roles y géneros. Soñando con identidades fluidas, con sexualidades libres, con transculturalismo y con una sociedad mestiza. Exactamente lo opuesto del mundo de la izquierda identitaria, que se nutre de la competición victimista, los antagonismos sin fin y los conflictos que encierran a la gente en sus respectivos casilleros.
Esa tiranía de la ofensa nos está sofocando. Es hora de respirar, de volver a aprender a defender la igualdad, sin dañar las libertades.
☛ Título Generación ofendida
☛ Autor Carolilne Fourest
☛ Editorial Libros del Zorzal
Datos de la autora
Francesa, es ensayista, editorialista, directora de cine y profesora de Ciencias políticas en París.
Escribió numerosos ensayos sobre la extrema derecha, el integrismo, el multiculturalismo y el universalismo.
Colaboró con medios como Charlie Hebdo, Le Monde, France Culture y Huffington Post.