DOMINGO
perspectiva historica de la infancia

Las huellas del desarraigo

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Infancias y familias no pueden pensarse de modo separado. Cualquiera sea nuestro punto de partida, los niños están en el centro de las dinámicas que constituyen las familias. Ellos requieren crianza, cuidados, afectos, aprendizajes y recursos. Dichas acciones, a diferencia de la creación biológica de los niños, se realizan a lo largo del tiempo y construyen socialmente la infancia, involucrando a quienes las realizan –madres, padres, parientes, pero también instituciones– en procesos económicos, culturales y políticos.

Sabemos que las formas familiares han variado a lo largo del espacio y el tiempo. América Latina ha sido caracterizada, incluso, por la existencia potenciada de una diversidad de arreglos familiares que dominaban ya en la época precolombina. Esas diferencias suponían disímiles modos de cuidar a los niños, aunque estos tuvieron gran importancia en todas las culturas. Por ejemplo, entre los nahuas –en el altiplano central mesoamericano–los niños eran designados con las palabras “plumaje rojo” o “joyas preciosas”, términos que revelan su valoración social.

La conquista operó –e incluso aprovechó para la dominación de los conquistadores– sobre las organizaciones familiares. El sojuzgamiento sexual de las mujeres modificó de raíz las formas de organizar las relaciones de filiación –entendida como la inclusión de un niño con derechos en la estructura social– de los indígenas y, también, de los españoles. Las tensiones producidas por la ascendencia familiar –y la limpieza de sangre– vertebraron la estructuración del poder colonial, pero también su caída.

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En tiempos coloniales, los niños y las niñas pululaban en las hacinadas calles, las iglesias y los mercados en los que correteaban, cargaban agua, voceaban productos y realizaban mandados. El chacoteo y la cháchara dominaban la escena. El trabajo no siempre tenía igual significado. No era lo mismo el requerimiento laboral a los niños insertos en el entramado de las comunidades campesinas –donde se acoplaban a las faenas agrícolas desde siempre– que el desamparo, por ejemplo, de los niños tehuelches que servían de criados en hogares porteños, luego de que sus familias fuesen diezmadas para desalojarlas de sus tierras. No era fácil para las familias de los sectores populares cuidar y criar a los niños. Cientos de expedientes judiciales han permitido conocer los reclamos de las madres a los padres en búsqueda de ayuda, pero también su preocupación por cuidarlos y mantener contacto con ellos, cuando debían entregarlos a otras familias o instituciones de beneficencia. En cambio, los niños de las familias encumbradas disfrutaban de otras seguridades. Ellos permitían la perpetuación del poder de sus progenitores, lo que requería formarlos en conocimientos, diferentes para varones y mujeres, que les permitieran mantener el patrimonio económico, social y simbólico de sus familias.

Las voces infantiles, también, resonaron en los campamentos de los ejércitos movilizados en los tiempos de guerra que siguieron a 1810. Sabemos que las mujeres –con sus hijos y sus enseres– fueron decisivas en esas contiendas, pero todavía desconocemos lo que la guerra significó para los niños que llevaron recados, marcaron el ritmo del combate y debieron, también, empuñar las armas. Muy diferente fue la experiencia de quienes, en la ciudad de Buenos Aires, fueron enviados a las escuelas creadas por Bernardino Rivadavia, en las que aprendieron con el nuevo sistema Lancaster. En cambio, las familias patricias contrataron institutrices extranjeras para niños criados por “nanas” humildes que con frecuencia no podían depararles a sus propios hijos, que debían dejar al cuidado de otras mujeres.

En el siglo XIX, los hogares de las familias patricias siguieron cobijando parientes, allegados y sirvientes. Las relaciones entre padres e hijos se asentaban en el respeto de la autoridad que exigía obedecer sus decisiones y demostrarles consideración. No era adecuado, por ejemplo, que los niños hablasen por su propia iniciativa; sin embargo, el rigor no significaba que se aprobasen los castigos físicos constantes. Entre las familias modestas también la vivienda solía ser colectiva. Reducía los costos de la subsistencia y facilitaba a las mujeres congeniar el empleo y los cuidados de los niños. Los patios de los conventillos en la ciudad de Buenos Aires o los callejones polvorosos de los caseríos de los ingenios azucareros fueron un espacio en donde los niños y las niñas rieron, aprendieron y sufrieron entreverados con los dilemas adultos. Para muchos de ellos, la infancia estuvo marcada por las huellas indelebles del desarraigo de familias que habían llegado, cruzando el Atlántico, al puerto de Buenos Aires o en los trenes a Retiro, atravesando el país.

En las primeras décadas del siglo XX, la vida de los niños y de sus familias estuvo atravesada por cambios sociales, culturales y económicos. Ello significó innovaciones que resignificaron patrones de vieja data. Por ejemplo, las madres y los padres enfrentaron un creciente control del Estado sobre el cuidado de sus hijos y una mayor mercantilización de los costos de la reproducción cotidiana y, con ello, se dieron nuevas estrategias.

La reducción de la cantidad de hijos fue, quizá, una de las novedades más importantes que asumieron muchas parejas que buscaban mejorar sus condiciones de vida. En cambio, otras familias humildes –el 40% de los hogares trabajadores de la Capital en 1929– siguieron requiriendo que sus hijos trabajasen y sólo podían enviar a sus hijos a la escuela uno o dos años.

Con el peronismo, la situación de los niños habilitó nuevas discusiones sobre su bienestar, las responsabilidades de los padres –en especial aquellos que no convivían con sus hijos– y la importancia del “binomio madre-hijo”. (...).

*Autora de Infancias argentinas. Editorial Edhasa (Fragmento).