DOMINGO
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Los caballeros de la rosca

Interior, el ministerio que teje y desteje la política.

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La rosca política repasa las negociaciones que los ministros del Interior han llevado adelante desde 1983 para garantizar la gobernabilidad democrática. | car graciano

Puede decirse que gobernar es producir decisiones, resolver controversias entre diferentes demandas y ordenar prioridades. En el espacio estudiado, las distintas demandas provienen mayoritariamente del interior del campo político, y sobre este campo se toman las decisiones. Por eso, la tarea cotidiana de los armadores políticos en el Ministerio del Interior incluye analizar el escenario político, reunirse con diversos dirigentes, recorrer los distintos puntos del país o “bajar” al territorio, entablar diálogos y negociaciones (casi siempre a cambio de fondos u obras públicas, aunque no de manera exclusiva) con los pares del propio partido y los referentes opositores.

La capacidad para delinear estrategias a favor del gobierno y para dominar una coyuntura incierta y cambiante es el corazón de su tarea. Muchas veces eso implica enfrentar situaciones dilemáticas. En este sentido, la tensión entre una ética de la convicción y una ética de la responsabilidad, que es inherente al oficio de político, se muestra con particular nitidez al ocupar cargos ejecutivos. Mientras la ética de la convicción se asemeja para Weber a una ética “absoluta”, de ideales formulados en un sentido general y abstracto, la ética de la responsabilidad sopesa las consecuencias de los actos en cada contexto y reconoce que a veces los medios buenos pueden conducir a resultados malos, perjudiciales, no deseados.

La acción política implica una compleja negociación entre las convicciones –también cambiantes– y el sentido de la responsabilidad, entre lo que se quiere y lo que se puede hacer en cada caso. Estas disyuntivas se experimentan,  por ejemplo, al tener que defender decisiones gubernamentales con las que se está en desacuerdo o justificar estrategias que antes se habían criticado. Uno de los radicales del gobierno de la Alianza lo ejemplificó en estos términos: “Y ahí realmente uno se da cuenta [de] que la función ejecutiva es distinta de la parlamentaria. […] Me acuerdo de cuando Machinea anunció la reducción del 13% de los salarios. Nosotros tuvimos una reunión previa, [donde dijimos] que era una locura, que eso nos podía costar el gobierno. Fue la primera vez en toda mi carrera política que tuve que salir a justificar cosas de las que no solo no estaba convencido, sino que estaba en contra. ¡Pero ahora yo era un soldado del equipo!” (secretario de Provincias durante la presidencia de Fernando de la Rúa).

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El límite entre la convicción y la responsabilidad es un objeto de negociación, tanto individual como colectiva, que se dirime según las características personales de cada político y también de los límites y sanciones que intenta definir su partido o grupo de pertenencia. Podemos preguntarnos qué ocurriría si quienes son parte del oficialismo se volvieran sus principales opositores. Si todas las críticas se expresaran en público, si las discusiones internas de los equipos de gobierno se ventilaran, quizás ningún proyecto político resistiría el paso por el poder. Lo  contrario también es verdad: si los proyectos colectivos acallan por completo las críticas internas, si la revisión de los rumbos emprendidos resulta imposible, la capacidad reflexiva se reduce de manera drástica, y probablemente también lo hagan sus perspectivas de futuro. En ese difícil equilibrio se juega la acción política.

La implicación cada vez mayor en el mundo político conlleva redefinir lo que es un “buen” político: para serlo, a veces hay que aceptar situaciones indeseables, dejar pasar ciertas cosas o relativizarlas. Los políticos llaman a esto “tragar sapos”: aceptar situaciones que los perjudican (ser relegados en una lista, perder en una negociación) o bien, para no verse perjudicados, tolerar decisiones que en otros casos hubieran criticado.

Para muchos de los funcionarios aquí estudiados, el desarrollo de una carrera como político profesional supuso redefinir su idea de la política, pasar de posiciones idealizadas a otras más pragmáticas. Otro de los entrevistados de la Alianza se refirió en términos categóricos a este comportamiento ante situaciones conflictivas. Según su razonamiento, si un partido quiere ocupar el poder debe estar dispuesto a hacerlo con todos sus costos: “Yo venía de la Coordinadora, de Franja Morada, de toda una historia no delarruista, sino casi todo lo contrario; pero siempre pensé que si uno está involucrado en un proyecto tiene que jugar a fondo. […] Esta es la crítica que yo hago de mi propio partido históricamente y me parece que hoy tiene el mismo peso: ¡un partido sin vocación de poder no debería presentarse a elecciones! En ese entonces [durante el gobierno de De la Rúa], el radicalismo, muchos dirigentes del radicalismo… [estaban como] oliendo caca, ¿viste? Y entonces ¡dale! ¡No seas parte de un gobierno, seguí siendo opositor! Está bien, es una decisión. Pero si no te embanderás con un proyecto no deberías ocupar los cargos públicos más importantes de ese proyecto” (subsecretario del Interior y secretario de Asuntos Políticos durante la presidencia de Fernando de la Rúa).

La pericia ante la incertidumbre también se juega en el desafío mayor de perpetuar al partido gobernante en el poder. Como vimos, el ministerio tiene a su cargo la organización de las elecciones y la puesta en marcha de los procedimientos burocráticos que aseguran su normal desarrollo; pero a su vez es uno de los lugares fuertes donde se tejen alianzas y apoyos para (intentar) ganar las elecciones. Según la expresión tajante de un ex ministro entrevistado, el éxito o el fracaso de este ministerio no se evalúa a partir de la buena imagen pública o la comunicación política eficaz, sino en función de los votos:

“¡Esto se mide con votos! No se mide por quién entretiene a los periodistas, ¡se mide por los votos! Es un juego, es como el fútbol: todos arman el equipo y después salen a la cancha; y se mide con votos” (ministro del Interior durante la presidencia de Carlos Menem).

El ex ministro en cuestión busca diferenciarse de Carlos Corach, de quien hablaremos más adelante, y desestimar su prestigio, pero además apunta al meollo de las pruebas que afrontan estos armadores políticos: garantizar la gobernabilidad y, en el mejor de los casos, reproducirla. Por supuesto que ganar o perder elecciones excede a este espacio institucional, y en este aspecto los discursos de los actores son voluntaristas y sobre todo personalistas. De todos modos, los armadores de esta cartera participan tradicionalmente en asuntos centrales de la dinámica electoral: negocian para obtener apoyos, evalúan las apuestas riesgosas, identifican armados posibles e intervienen en el cierre de alianzas y candidaturas. Por eso las derrotas electorales suelen generar recambios ministeriales o poner en crisis su autoridad.

Pero más allá de esos momentos bisagra que son las elecciones, el desafío cotidiano del ministerio es garantizar la gobernabilidad y administrar una coyuntura abierta y con repartos de poder cambiantes. En un país con una historia institucional accidentada, el trabajo político cotidiano de sostén del gobierno nacional es una prueba central. En ese sentido, la capacidad de anticipación y la ductilidad para enfrentar situaciones de incertidumbre constituyen destrezas fundamentales, que los dirigentes que pasaron por este ministerio señalan como elementos decisivos para trazar la frontera entre políticos y amateurs. La política, como el ajedrez, supone una lectura constante de los equilibrios de fuerzas y una previsión de las movidas futuras en función de las apuestas políticas del resto de los actores. La capacidad de interpretación de escenarios y el dominio de las situaciones inciertas, teniendo en cuenta que tanto los recursos de los que disponen los actores como su valor se trastocan al calor de las crisis políticas, son un elemento crucial para distinguir a los “verdaderos” políticos.

El ministro del Interior inicial de la Alianza evoca la primera gran crisis que atravesó esta coalición para caracterizar a los grupos heterogéneos que convivían en el gobierno y señalar sus desiguales competencias. Según su relato, durante la crisis desencadenada por el escándalo de las coimas en el Senado y la renuncia del vicepresidente Carlos “Chacho” Alvarez, el sector de jóvenes conocido como “grupo sushi” demostró estar conformado por “chicos” que “eran demasiado aficionados para la política”. Cuando se inquiere qué significa eso, el ex ministro señala la incapacidad de prever posibles movidas en coyunturas imprevistas:

“Por ejemplo, el día de la renuncia de Chacho estaban planchados, tirados en un sillón; no estaban eufóricos, porque no habían previsto dos jugadas. Ellos creían que lo imponían a Flamarique y todo lo demás. Pero si se daba una jugada como la de Chacho, que es la renuncia y un impacto tan fuerte, no tenían dos jugadas previstas” (ministro del Interior durante la presidencia de Fernando de la Rúa).

La habilidad política implica, en efecto, tener siempre un “plan B”, poder gestionar las crisis y prever estrategias alternativas cuando las opciones no abundan. El Ministerio del Interior es, en este sentido, un lugar donde el armado de estrategias o “jugadas” no conoce límites, tanto para ganar elecciones como –sobre todo– para gobernar, tanto dentro de la legalidad como en sus márgenes. Uno de los hombres que encabezó el Ministerio del Interior tras la crisis de 2001 me contó con detalle las negociaciones informales entre políticos en ese contexto de excepción. Poco después de comenzar su gestión, viajó a una provincia patagónica para convencer al gobernador, de signo político contrario pero a quien lo unía una relación de confianza personal, de cambiar el voto de “sus” senadores. A partir de esa intervención, que incluyó ofrecer a la contraparte que pusiera “el precio que quisiera” al acuerdo, se consiguieron los votos justos para aprobar una de las leyes que reclamaba el FMI como condición para desembolsar la ayuda financiera requerida por el gobierno nacional. En el siguiente apartado abordaremos el lugar de los acuerdos como nudo central de la actividad política, en particular, de la que hemos llamado “política con minúscula” o lo que Sabina Frederic llama la “trastienda” de la política.

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¿Cómo contribuyen estos elementos a trazar las fronteras, siempre en disputa, entre profesionales de la política y amateurs o profanos? ¿Qué consecuencias tienen esas fronteras simbólicas para el trabajo de los armadores políticos? Como señalan Lamont y Molnár, el concepto de frontera subraya el carácter relacional de los procesos por medio de los cuales se define la pertenencia a un grupo, se lo clasifica y se establece quién queda adentro y quién afuera. Los distintos grupos sociales contribuyen a crear, mantener, cuestionar o incluso disolver las fronteras simbólicas que operan sobre la realidad: “Las fronteras simbólicas son distinciones conceptuales realizadas por actores sociales para categorizar objetos, personas, prácticas, e incluso el tiempo y el espacio. Son herramientas mediante las cuales los individuos y grupos luchan y llegan a acuerdos sobre definiciones de la realidad. Examinarlas nos permite captar las dimensiones dinámicas de las relaciones sociales, dado que los grupos compiten en la producción, difusión e institucionalización de sistemas y principios de clasificación alternativos.

Estas fronteras separan a los actores en grupos y generan sentimientos de semejanza y pertenencia, haciendo viables ciertas identificaciones y relaciones y obstruyendo otras. En este caso, nos interrogamos por las fronteras que los propios políticos trazan para identificar a quienes integran su grupo de pertenencia de las trayectorias a las prácticas y quienes se ubican en los bordes: outsiders, recién llegados, amateurs, aficionados e incluso “malos políticos” y “traidores”. Esas distintas categorías constituyen “lo otro” de estos políticos profesionales que comparten códigos y siguen reglas en común.

Como adelantamos, los dos ex ministros del Interior menemistas, Gustavo Beliz (entre diciembre de 1992 y agosto de 1993) y Carlos Corach (entre enero de 1995 y diciembre de 1999), ilustran la cara y la contracara de esta pertenencia, y contribuyen a identificar los elementos en torno a los cuales se dibuja la frontera entre políticos profesionales y recién llegados o actores amenazantes. Su estilo y sus prácticas sentaron antecedentes sobre lo que debe idealmente ser el Ministerio del Interior desde la vuelta de la democracia y el modo de funcionamiento que debería evitar. Suerte de mitos de esta institución, su interés reside en que para los funcionarios de Interior personifican los atributos admirados y denostados en ese espacio y revelan la existencia de una grilla de lectura transversal a los distintos partidos políticos, las camadas de dirigentes o el contexto histórico en que ocuparon sus cargos.

La presencia de códigos compartidos y la constatación de cierto espíritu de cuerpo no invalida la existencia de culturas partidarias y tradiciones políticas distintas. El radicalismo y el peronismo tienen estilos políticos, bases de sustento y repertorios ideológicos y estéticos diferentes, aunque en determinados momentos los partidos mayoritarios tendieron a indiferenciarse en sus discursos y en sus prácticas. En este apartado nos detendremos en los aspectos que comparten: una valoración de determinadas destrezas, personas y mecanismos de funcionamiento; un criterio común para dividir y clasificar esas prácticas y habilidades.

Carlos Corach

Carlos Corach es un político de carrera, con una temprana y extensa trayectoria en el mundo partidario (primero brevemente en el socialismo y el radicalismo, y desde mediados de los años 60 en el justicialismo). Estuvo al frente del Ministerio del Interior en el gobierno de Menem durante cinco años, y fue uno de los que más tiempo duró en funciones desde 1930. Hombre fuerte del menemismo, en el transcurso de su gestión cosechó diversas acusaciones de corrupción, que señalaron desde el otorgamiento de fondos reservados y aportes del Tesoro Nacional a sus propios hijos para desarrollar su actividad política, hasta un sonado escándalo por las presuntas coimas solicitadas a la empresa Siemmens para renovar los documentos nacionales de identidad. Sin embargo, como apuntamos en la introducción, los ex miembros de este ministerio expresan cierta admiración hacia su figura. Le reconocen una sagacidad inédita para negociar con distintos actores del campo político y una habilidad especial para relacionarse con el mundo periodístico cuando sus efectos sobre la actividad política iban en ascenso.

La rutina de dar “conferencias de prensa” en la puerta de su departamento cada mañana es un punto saliente de su perfil. Los periodistas de radio y televisión se agrupaban temprano para consultarlo sobre las principales medidas o situaciones conflictivas del gobierno. Erigido en vocero oficial, Corach legitimaba el rumbo establecido y respondía las principales críticas mientras intentaba instalar en la agenda mediática los temas que le interesaban al Poder Ejecutivo.

Los entrevistados describieron muchas veces esta escena y enfatizaron que Corach tenía capacidad para delinear la agenda política cotidiana e indicar a los periodistas y al resto de los políticos los temas de los que deberían hablar durante la jornada:

“Corach fue un ministro que ocupó plenamente la cancha. […] Porque tenía la agenda… Todas las mañanas le imponía la agenda política a la Argentina. Resolvía qué se hablaba y qué no. Y lo hacía con mucha solvencia. Él no era un gran orador… No parece un personaje seductor para nada, pero tenía una cabeza muy articulada, instalaba con suma inteligencia los temas, con mucha autoridad” (viceministro  del Interior durante la presidencia de Raúl Alfonsín, entrevista con la autora el 1/10/2009).

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“Corach tiene un sello”. ¿Vos te acordás que [de] inventó la conferencia de prensa todas las mañanas cuando salía de la casa? Los mató a los periodistas. El tipo les daba la agenda del día del país. Durante el día hacía miles de cosas, algunas cagadas, pero los convenció de que a la mañana él les decía cuatro palabras. Hay que ser muy inteligente para diseñar una cosa de esas. Y eso lo bajó del pedestal también: el tipo hablaba en la puerta de la casa, en la vereda. Son señales. Vos lo veías y era petiso, además, ¡vos lo tenés que evaluar! Pero la condición del tipo, la inteligencia, el perfil negociador del tipo y esos pequeños mensajes eran lo que lo hacía sobresalir” (subsecretario de Gestión Municipal durante las presidencias de Eduardo Duhalde y Néstor Kirchner).

Además de esa habilidad con los medios de comunicación, el criterio común para identificarlo como el paradigma del armador político era su capacidad de establecer contactos y alcanzar acuerdos con los distintos partidos. Corach fue para muchos el referente del diálogo con todos los sectores. En su autobiografía se empeña en reforzar esa identidad estratégica al reivindicarse como defensor del diálogo y la negociación entre adversarios políticos. Al referirse a la primacía de los abogados como profesión consagrada a la política, sostiene: “Hay una razón de fondo, a la que considero más importante: el ejercicio de la abogacía implica creer que siempre existe una posibilidad de encontrar un equilibrio a partir de la negociación de las partes en conflicto. En eso se parece a la política como yo la entiendo: un esfuerzo permanente por la búsqueda de consenso, en la cual la negociación y el intercambio son armas primordiales”.

Su libro de memorias, que lleva el elocuente título de 18.885 días de política, toma posición en la lucha por la definición legítima de la tarea política, y defiende sin rodeos un estilo pragmático y adaptable a los cambios de época. En ese marco, defiende medidas controvertidas (al menos en el momento de su publicación) como la reforma del Estado, las políticas neoliberales y el Pacto de Olivos.

La defensa minuciosa de su gestión y la de Menem busca incluso ubicarlas como una herencia del legado peronista: “Seguir a Perón, diría tratando de no ser demasiado enfático en esto, es persistir en hacer política, aun cuando todo esté en contra”.

Para el ex ministro “persistir en hacer política” significa negociar, acordar e intercambiar. Estos rasgos, que distintos dirigentes entrevistados señalan como destrezas imprescindibles de los armadores políticos en la cartera de Interior, se desagregan en dos atributos fundamentales: la autoridad ante los interlocutores para ejercer el poder, y la capacidad de inspirar su confianza y mantenerla. En palabras de un entrevistado:

“Hay que tener buena relación con los partidos políticos, es decir, vos en la política si acordás algo tenés que cumplirlo, si no, perdés confianza con los propios y con los ajenos, y un buen ministro del Interior tiene que ser un tipo que construya esa confianza y la mantenga. Con Corach podías no estar de acuerdo, tenerle bronca, podía resultarte antipático, pero era un tipo que generaba confianza, no estabas hablando con un cuatro de copas, sino con un tipo que tenía poder y lo ejercía. Yo creo que un ministro puede tener cualquier rasgo, pero debe ejercer el poder y ser confiable” (subsecretario de Relaciones Políticas y subsecretario del Interior durante la presidencia de Carlos Menem).

Datos sobre la autora

Mariana Gené es doctora en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires y en Sociología Política por l’Ecole des Hautes Etudes en Sciences Sociales (EHESS) de París.

Es investigadora del Conicet, y docente en el Instituto de Altos Estudios Sociales de la Universidad Nacional de San Martín, en la Universidad Nacional de General Sarmiento y en la Maestría en Teoría Social de la UBA

Entre otros libros, ha escrito Elites políticas en el Sur, junto a Gabriel Vommaro.