DOMINGO
Cmo se organiza y opera La Cmpora 2.0

Militancia bloguera

Las fuerzas políticas se medían antes en plazas, pero ahora a ese espacio se suma el uso de las nuevas tecnologías, en particular las redes sociales. En Periodistas en el barro, que investiga las batallas kirchneristas con los medios de comunicación, Edi Zunino relata el nacimiento de Generación K, el primer núcleo de internautas Nac & Pop. Aquí, un fragmento sobre la instrucción que recibió La Cámpora en cursos de blogs y política.

WEB K. A ocho meses del surgimiento de La Cámpora en 2006, nació Generación K, primer grupo político de internautas que miden sus fuerzas en el mundo virtual.
| Telam

Provienen de la tradición callejera del grafiti. De cierto anarquismo inorgánico y rockero que, desde las periferias universitarias, se amarró a los míticos héroes del Mayo Francés con su “la imaginación al poder”. Fueron engendrados durante la mayor crisis nacional, la de 2001, en que la economía voló por el aire, la clase política implosionó –dejando una generación de dirigentes fracasados en la lona– y la credibilidad de los medios de comunicación derrapó al ritmo de un para nada sutil: “Nos están meando y Clarín dice que llueve”.
Nacieron en Madrid. Mamaron la experiencia de las “guerrillas mediáticas” chavistas. Dieron sus primeros pasitos entre Parque Patricios y la Costanera Sur. Se institucionalizaron en Tucumán. Aprendieron a odiar a la ensayista Beatriz Sarlo y al periodista Jorge Lanata como los bolcheviques soviéticos a León Trotsky o los revolucionarios cubanos a Huber Matos, sin contemplar evidentes exageraciones.

“Una explosión de romanticismo posmoderno” enrolada en un “huracán de populismo juvenilista”. Así los definió Sarlo en su provocador ensayo La audacia y el cálculo. “Ñoquis digitales”, los desclasó Lanata, ya contratado por el Grupo Clarín.
Crecieron primereando el uso político de las nuevas tecnologías, aunque no con ansias de tomar el cielo por asalto sino para cristalizar el poder en donde estaba: las manos de los Kirchner.
Los blogueros, facebookeros y tuiteros K prefieren llamarse a sí mismos “Nac & Pop”. Engendran un fenómeno mucho más complejo que la militancia de máxima pureza que se autoadjudican desde su costado extremo y los “blogs ladriperonistas” que, observando con acidez desde el otro, bautizó mi querido colega –y gran amigo– Darío Gallo.
Nada es apenas blanco o negro. Todo tiene sus grises. Incluso el kirchnerismo, mal que les pese a kirchneristas y antis.

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La punzante novedad que protagonizaron en internet, asumiéndose como natural –y merecido– demérito del periodismo clásico y a la vez parte de un esquema político que los promovió desde arriba, aún requiere que el tiempo pase para ser interpretada sin el efecto lisérgico de las pasiones a flor de piel.
En principio, resultaría erróneo empezar soslayando un dato que contradice tanto su pretendida originalidad vanguardista como la incómoda condición de lumpenaje 2.0 que les enrostraron los enemigos del Gobierno. Es cierto que algo de todo eso hubo. Y lo seguirá habiendo.
Pero sería de miopes –o malintencionados– negar que inauguraron la expresión aldeana de una tendencia global que, paralelamente a las tensiones propias de la Argentina, alcanzaría sus picos movilizadores con los “Indignados” españoles o las multitudinarias jornadas democratizantes de Túnez y Egipto.
El asunto de fondo es que internet y las redes sociales que se tejen sin cesar en el ciberespacio vinieron para quedarse, más allá de las formas que adquieran en el futuro, las modas que pasen y vengan y los nuevos soportes que suministre la revolución tecnológica. Y que conforman una dimensión virtual del espacio público, previo a la plaza y el balcón que, como novedad de la última década, fue recuperado como escenario donde se miden fuerzas.

Si los Kirchner jamás hubieran salido de Río Gallegos, la tendencia mundial iba a expresarse aquí de todos modos. La base estaba. Se había desarrollado en un país al borde del abismo, lo que hablaba desde un principio de una politización genética. Y aunque a sus opositores les duela, fueron Néstor primero y Cristina después quienes se ocuparon, cuando aún nadie lo había hecho, de ofrecerles una superestructura donde articular lo disperso. Acertó Sarlo al adjudicar a blogueros, tuiteros y facebookeros oficialistas una porción del “triunfo cultural” que hizo posible una década ininterrumpida de kirchnerismo, sin moros en la costa.
Hay una generación a nivel planetario que, además de no informarse por los diarios, las revistas, las radios e incluso la televisión “del sistema”, los desprecia de alma. Se trata de millones de individuos menores de 35 o 40 años, entre quienes la disruptiva combinación de conectividad permanente y portabilidad ilimitada operó como un milagro liberador de las ataduras a los editores tradicionales de noticias. Los medios convencionales no saben aún qué hacer con internet. Los usuarios intuyen y viven su utilidad. Esas audiencias liberadas, paradójicamente, por obra y gracia de una red encontraron en ella un camino para liberalizarse, en el sentido de hallar –gracias al uso de las nuevas herramientas en el que se venían adiestrando casi como un pasatiempo– los empleos que las grandes cadenas informativas les tenían vedados. Lo mismo que el acceso al prestigio adquirido por la “gente de los medios” en plena instauración de la “sociedad de la información”. La ilusión de ese salto de la condición de “receptores en sí” a “emisores para sí” cuajó sobre todo en la población universitaria que proporcionalmente más había crecido, en matriculados y egresados, desde la recuperación de la democracia en 1983 e hizo eclosión en los años 90: la de las carreras de Comunicación Social. Establecidas al margen de las empresas periodísticas, cuando no en la vereda de enfrente –sobre todo en las universidades estatales–, dichas carreras centraban buena parte de sus contenidos en el análisis crítico de la “brecha comunicacional” y la sucedánea “brecha digital” que se abría paso en países de grandes diferencias sociales, como la Argentina. En tales estudios académicos, los medios tradicionales fueron vistos sin concesiones como nudos del problema. Como lo viejo, en franca decadencia.

La única guía extraoficial que existe, elaborada por el bloguero Ricardo Tasquer, llegó a contabilizar 385 “blogs Nac & Pop” actuando en simultáneo a lo largo y ancho del país. Todos se dedican, aunque sea parcialmente, al cuestionamiento de lo publicado en los grandes medios. La mayoría pertenece a graduados universitarios, muchos de ellos con cierta experiencia en radios de frecuencia modulada u otros medios alternativos, a los que suele calificarse de “truchos”.
Hasta que se desató la rebelión agropecuaria contra la política impositiva del Gobierno, el grueso de esos blogs tenía al kirchnerismo entre sus objetos de crítica. Le reprochaban, muy por encima de otros detalles, su alianza con el Grupo Clarín. Por eso no debía extrañar a nadie que aquel mismo 2008 hubiese sido el año de su conversión en masa al kirchnerismo. El viraje de las consignas oficiales hacia los intempestivos “Clarín miente” o “Todo Negativo” –para redefinir el sentido de la sigla del canal TN– derivó pronto en las denuncias a la “prensa destituyente” y los “generales mediáticos”. Así, el kirchnerismo dio un sentido histórico a su decisión de aniquilar a los medios que se le iban de las manos, acorde con el aplaudido enjuiciamiento a los represores de la última dictadura militar. Los blogueros ingresaban a su momento de gloria: por fin un gobierno surgido de las urnas asumía como propia la confrontación contra quienes “en el diario no hablaban de ti, ni de mí”. Fueron utilizados del mismo modo que los movimientos piqueteros o de derechos humanos. No se puede usar lo que no existe.

Cuando, en marzo de 2009, Cristina inauguró las sesiones del Congreso Nacional prometiendo reformar en un sentido “antimonopólico” la vieja Ley de Radiodifusión, las guerrillas 2.0 se organizaron bajo la convicción de que estaba en marcha la madre de todas las batallas. Desde allí ganaron la calle y desplegaron en la web una marcación cuerpo a cuerpo sobre los periodistas profesionales que criticaban al Gobierno.
A varios de ellos lograron sacarlos de las casillas, atacándolos a veces desde la clandestinidad del nombre falso y sin desmerecer el insulto como munición gruesa. Ni hablar de la euforia triunfal desplegada tras la sanción parlamentaria, en septiembre de aquel año, de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual. Se sentían cual sandinistas entrando a Managua. Su éxito también consistió en parecer más de los que eran, gracias al artilugio del anonimato y del uso de varias “identidades” a la vez. Lo virtual es así de aparente.
Al morir Kirchner, los invadió una sensación de ahora o nunca. CFK sin él podía no ser lo mismo. Fueron promotores inalámbricos de aquellos funerales multitudinarios.
Nunca olvidarían que aquel hombre informal, apasionado y desprolijo los había sacado de la nube del anonimato para darles un lugar destacado en la multiplicación de un relato épico merced al cual el kirchnerismo empezaba a ser aquello que nunca había sido: un movimiento progre. Se les habían abierto fuentes de financiamiento y, en algunos casos, también las puertas de los canales, las radios, los diarios y la agencia noticiosa que integran el multimedios pingüino.

Las gracias eran también para Máximo, el primogénito de Néstor y Cristina, sin cuyas horas y horas de aburrimiento sureño dedicadas a navegar por internet el padre jamás hubiera entendido qué corno vendría a ser un bloguero.
—Son algo serio, pa –parece que le dijo una tarde de verano, en 2005, mientras conversaban sobre el lanzamiento de la agrupación juvenil La Cámpora, que se demoraría un año más.
Pocos lo saben: el puntapié inicial lo dio el embajador en España, Carlos Bettini, un viejo conocido de Néstor y Cristina desde los agitados tiempos universitarios en La Plata.
El estrecho vínculo de Bettini con el socialismo ibérico, amasado durante los sinsabores del exilio en los 70, le daba acceso directo al despacho del flamante primer ministro español. Fue precisamente José Luis Rodríguez Zapatero quien, a comienzos de 2005, le ofreció treinta becas para que jóvenes argentinos asistieran a la escuela de dirigentes del PSOE. Kirchner asumió en persona la selección de los cuadros. Juan Cabandié fue el primer elegido: aún estaba conmocionado por la recuperación de su identidad de hijo de desaparecidos, gracias al persistente trabajo de las Abuelas de Plaza de Mayo. También fue de la partida Sebastián Lorenzo, un joven dirigente peronista de Entre Ríos muy ducho en internet. Cabandié integraría un año después el núcleo fundacional de La Cámpora, mientras Lorenzo tenía predestinado un cargo en la agencia Télam.

En las jornadas madrileñas, la delegación argentina quedó impactada por las conferencias de David de Ugarte. Este gurú del “ciberactivismo” y las “ciberturbas” les contó en detalle cuánto habían pesado los mensajes de texto en las multitudinarias concentraciones en la Puerta del Sol tras el atentado terrorista del 11M. Las falsas acusaciones de José María Aznar a la ETA y el seguidismo de los grandes medios a la desinformación oficial, destinada a ganar las elecciones limitando el terrorismo a un problema interno y desvinculándolo de la presencia de tropas hispanas en Irak, fueron desenmascaradas en la calle y Zapatero llegó a la presidencia española en andas de dicha “casualidad”.
Bettini estaba chocho. Los argentinos fueron despedidos con un asado en la embajada. A los postres, el anfitrión tomó el celular y llamó a Kirchner. El aparato dio una vuelta completa a la mesa. El presidente quería saludar a los “pibes” uno por uno. Brindaron por él y por la Patria.
La fundación de La Cámpora se formalizó el 11 de marzo de 2006, aniversario del triunfo en 1973 de Héctor J. Cámpora. Ocho meses después nació Generación K, primer nucleamiento político argentino integrado sobre todo por internautas. Sus cursos de “Blogs y Política” –inspirados en aquellos del PSOE– se replicaron en todo el país durante 2007 y 2008, alentados por la campaña “Sumate a Cristina”, la primera en su especie. El fenómeno había llegado a las páginas de la prensa profesional. En agosto de 2007, el periodista Pablo Mancini escribió en PERFIL:
“El peronismo está minado de blogs. La política argentina toma poco y nada de la web, pero el peronismo está produciendo la excepción. Aun con limitaciones se está tejiendo una red en torno al partido que la oposición ni siquiera ve pasar, porque está muy lejos del mundo online. Un corte generacional del peronismo está sacando cada vez más blogs del horno. Con poco, la oposición y algunos movimientos sociales podrían hacer mucho. Pero no la ven, ni ven que no ven. Negar así la red, cuando la Argentina tiene más de 12 millones de internautas, cuando hay casi tantos móviles como habitantes y cuando la educación reclama a gritos actualización tecnológica, da cuenta de la crisis de percepción social que aún atraviesa a la clase política.”

El economista y ensayista David de Ugarte visitó Buenos Aires en septiembre de 2007, un mes antes de las elecciones que convirtieron a Cristina Fernández en la sucesora de su marido. Su concurrida ponencia en la Embajada de España se centró en desmenuzar esta “nueva forma de activismo social que se plantea una nueva modalidad de hacer la revolución o una protesta cívica, reformulando el ejercicio del poder a través del uso de las nuevas tecnologías”.
En el debate se agitaron los encendidos conceptos de otro español, el politólogo Javier Llinares. Su filípica da cuenta del microclima bloguero en ascenso:
—Asistimos al fin de los intermediarios y al nacimiento de los integradores. Los blogueros y los comentaristas de blogs somos integradores. Ya no creemos en los intermediarios, en esos periodistas de los multimedios que nos dicen cómo pensar. Los lectores de blogs ya los abandonaron y no regresarán jamás. Estamos viviendo la contrainsurgencia digital.
Lo curioso era que dichas conclusiones contactaban con las de los grandes editores internacionales de noticias, alterados por las caídas de las ventas y la demorada rentabilidad de sus versiones online. Uno de ellos, Juan Luis Cebrián, CEO de El País de España, expresaría ese confuso estado de ánimo sin pelos en la lengua:
“Los diarios se sustentan en un sistema del siglo pasado: la economía de oferta; y la era digital trae una economía de demanda. Estamos en un momento en el que la intermediación, que caracteriza a la democracia representativa, está desapareciendo.”
Y los periodistas, que somos intermediarios entre lo que pasa y los que demandan información, estamos viendo cómo son los demás, no los periodistas, los que cuentan lo que les pasa sin ningún tipo de intermediario. Y como no sabemos qué hacer, le echamos la culpa al soporte, a ese viejo papel de periódico que servía para envolver plátanos en la frutería.

 

“¿El libro maldito del país mediático? Nooo...”

Quedó escrito en el “antiprólogo”: este libro “pretende ser un relato de época donde cada episodio se superpone y entrelaza con el otro, en busca de un objetivo ambicioso: entender qué nos sucedió a lo largo de la última década, marcada por la confrontación del Gobierno con la prensa y, de rebote, por los desbocados enfrentamientos de periodistas entre sí. Una pintura de la Argentina desde nuestras propias bataholas. Un autorretrato colectivo a partir de la locura que nos impusieron desde arriba, complicando la que ya llevábamos dentro”. Está construido con tres materiales básicos: investigación periodística, pretensiones de ensayo político e impudicia de reality show. El principal desafío fue no ser juez sino leal reconstructor de los hechos (muchos de ellos desconocidos hasta ahora). Por eso tiene brotes autobiográficos, donde incluso puedo quedar mal parado. El lunes 4, al presentarlo en la Universidad del Salvador, Roberto Pettinato dijo: “Vine acá porque este tipo escribe de la puta madre”. Pero ya se sabe, Pettinato es un exagerado. Un rockero irónico.