DOMINGO
Preguntas ante la crisis de la democracia

¿Para qué votamos?

En la mayoría de los países de la región ir a las urnas cada cierto tiempo representa una luz de esperanza, que no pocas veces termina en gobiernos que decepcionan. ¿Elegimos realmente cuando votamos? ¿Las elites poderosas no usan las elecciones para que, en realidad, nada cambie? Pese a todas las críticas que se le puedan hacer a su funcionamiento, Adam Przeworski cree que sí, y explica por qué vale la pena el seguir eligiendo.

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Pocos. En los sistemas presidencialistas, el ganador rara vez supera el 50% de los votos. En los parlamentarios, no es más del 40. | cedoc

Elegimos a nuestros gobiernos por medio del voto. Los partidos proponen políticas y presentan candidatos, nosotros votamos; según reglas preestablecidas, se declara un ganador, este ocupa su cargo y el perdedor se va a su casa. A veces hay fallas en el sistema, pero por lo general el proceso funciona sin sobresaltos. Durante unos años sus integrantes nos gobiernan y luego tenemos la opción de decidir si los prorrogamos en sus cargos durante otro período o bien si echamos a esos canallas. Todo esto es tan rutinario que lo damos por sentado.

Por familiar que nos resulte esta experiencia, las elecciones son un fenómeno sorprendente. En una elección típica, uno de cada dos votantes termina del lado de los perdedores: en los sistemas presidencialistas, el ganador rara vez recibe mucho más del 50% de los votos y en los sistemas parlamentarios multipartidarios, la mayor participación rara vez supera el 40%. Además, muchas personas que votaron por los ganadores se horrorizan ante el desempeño que luego estos demuestran al estar en ejercicio. Así, la mayoría de nosotros terminamos decepcionados, ya sea por el resultado o por el desempeño del ganador. Sin embargo, elección tras elección esperamos que nuestro candidato preferido gane esta vez y no nos decepcione. Esperanza y decepción, decepción y esperanza: resulta extraño. La única analogía que se me ocurre es con el deporte: mi equipo, el Arsenal, no ha ganado un campeonato en muchos años, pero cada nueva temporada renuevo mis esperanzas en él. En otros ámbitos de la vida, ajustamos nuestras expectativas sobre la base de la experiencia pasada. Pero no ocurre lo mismo con las elecciones. El canto de sirena que representan es irresistible. ¿Es algo irracional?

En los últimos años, han cobrado particular urgencia las preguntas en relación con el valor de los comicios como mecanismo mediante el cual elegimos de manera colectiva quién y cómo nos gobernará. En muchas democracias, gran cantidad de personas siente que las elecciones solo perpetúan a la clase dirigente, a las “elites”, o incluso a una “casta” (para valernos del término que usan en el partido español Podemos); mientras que en el otro extremo muchos se alarman por el crecimiento de partidos “populistas”, xenófobos, represivos y a menudo racistas. Estas actitudes tienen mucha fuerza en ambos bandos, lo cual genera divisiones profundas, “polarización”, y son interpretadas por varios expertos como una “crisis de la democracia” o al menos como una señal de la insatisfacción con las elecciones como institución. Los resultados de las encuestas muestran que la gente –en especial los jóvenes– considera que en la actualidad es menos “esencial” que antes vivir en un país gobernado de manera democrática, lo cual apoya la idea de que la democracia está en crisis.

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Sin embargo, no hay nada antidemocrático en la victoria electoral de Donald Trump o en el surgimiento de partidos antisistema en Europa. Resulta más paradójico sostener lo mismo sobre los resultados de varios referendos, ya sean sobre el Brexit o sobre la reforma constitucional en Italia (que de manera implícita repercute en Europa entera): se supone que los referendos son instrumentos de la “democracia directa”, que, en consideración de algunos, es superior a la democracia representativa. Además, mientras el rótulo de “fascista” se aplica con despreocupada ligereza a esas fuerzas políticas para estigmatizarlas, dichos partidos, a diferencia de aquellos de la década de 1930, no abogan por reemplazar las elecciones con algún otro tipo de modalidad para decidir quiénes serán gobernantes. Pueden parecernos desagradables –la mayoría de las personas considera que el racismo y la xenofobia lo son–, pero estos partidos hacen campaña bajo el eslogan de devolver al “pueblo” el poder usurpado por las elites, lo cual es visto como un fortalecimiento de la democracia. Para tomar las palabras de un video de campaña de Trump: “Nuestro movimiento busca reemplazar a una clase gobernante fracasada y corrupta por un nuevo gobierno controlado por ustedes, el pueblo estadounidense”.

Marine Le Pen prometió convocar a un referéndum sobre una posible salida de Francia de la Unión Europea en el que “ustedes [el pueblo] son quienes decidirán”. No son antidemocráticos. Es más, no hay nada antidemocrático en que la gente desee tener un gobierno “fuerte” o “competente y eficaz” (el tipo de respuestas a encuestas que ha aumentado en frecuencia en los años recientes y que algunos comentadores interpretan como un síntoma de menor apoyo a la democracia). Schumpeter indudablemente deseaba gobiernos que fueran capaces de gobernar y, además, que lo hicieran de manera competente: no entiendo por qué otros demócratas no querrían lo mismo.

La insatisfacción con los resultados de las elecciones no equivale a la insatisfacción con respecto a estas como un mecanismo de toma de decisiones colectiva. Es cierto: encontrarse en el lado del perdedor no resulta agradable. Las encuestas muestran que la satisfacción con la democracia es mayor entre quienes votaron por los ganadores y no por los perdedores. Además, el hecho de que se hayan ofrecido opciones (las distintas plataformas que los partidos presentaron en campaña) es valorado más por los ganadores que por los perdedores. Pero lo que las personas más aprecian en los comicios es el solo hecho de poder votar por el partido que representa su punto de vista, aunque terminen del lado del perdedor (me baso en el estudio de Harding de 2011 sobre cuarenta  encuestas en treinta y ocho países entre 2001 y 2006). Por lo general, cuando las personas reaccionan contra “el poder establecido”, quieren significar que ningún partido las representa o bien que los gobiernos se suceden sin que haya un efecto sobre sus vidas, señal de que las elecciones no generan cambios. Con todo, y tal como hace una amplia mayoría, podemos valorar el mecanismo a pesar de que no nos guste su resultado.

¿Por qué deberíamos valorar o valoramos los comicios como un método para decidir quién y cómo va a gobernarnos? ¿Cuáles son sus virtudes, sus debilidades y limitaciones? Mi propósito es analizar esos interrogantes, y para eso tomar de modo realista las elecciones por lo que son, con sus imperfecciones y defectos, y derivar sus consecuencias sobre las facetas diversas de nuestro bienestar colectivo. Sostengo aquí que algunas de las críticas populares sobre ellas –en especial la de que no ofrecen una opción y que la participación individual no produce efectos– son erróneas y se basan en una interpretación errónea de las elecciones como un mecanismo por el cual tomamos decisiones en tanto colectividad.

Mi argumento es que, en las sociedades en que las personas poseen diversos intereses y valores, buscar la racionalidad (o “justicia”) es inútil, pero que los comicios proporcionan a los gobiernos una instrucción de minimizar la insatisfacción respecto de cómo somos gobernados. Si los gobiernos siguen esas instrucciones (su capacidad de reacción) y si las elecciones sirven para sacar del poder a aquellos gobiernos que no lo hacen (“rendición de cuentas”) es materia de discusión: los gobiernos atroces son pasibles de recibir sanciones electorales, pero su margen para eludir la responsabilidad es alto. Me temo que la eterna expectativa de que las elecciones tendrán el efecto de reducir la inequidad económica es leve en sociedades en que solo unos pocos poseen los bienes productivos y en que los mercados distribuyen de manera desigual los ingresos, es decir, en sociedades regidas por el “capitalismo”.

El mayor valor del mecanismo eleccionario, que en mi opinión basta para que lo apreciemos, es que al menos en ciertas condiciones nos permite procesar con relativa libertad y paz civil los conflictos que surgen en la sociedad: previene la violencia.

Esta es una perspectiva “churchilliana”, de mínima intervención, una mirada que admite que las elecciones no son buenas, nunca son muy “justas”, resultan impotentes contra algunos de los obstáculos que enfrentan ciertas sociedades específicas y están lejos de concretar los ideales que las hicieron surgir y que todavía algunas personas sostienen como criterio para evaluarlas. Pero creo que no existe otro método para elegir a nuestros gobernantes que funcione mejor.

Ningún sistema político puede otorgar total efectividad a la participación política de cada cual. Ningún sistema político puede lograr que los gobiernos sean agentes perfectos de la ciudadanía. En las sociedades modernas, ningún sistema político puede generar y sostener el grado de equidad económica que muchas personas querrían que prevaleciera. Y si bien el mantenimiento del orden civil y la no interferencia en la vida privada nunca coexisten de manera sencilla, ningún otro sistema político se acerca más a hacerlo. La política, de cualquier formato y modalidad tiene sus límites para configurar y transformar la sociedad. La vida es así. Creo que es importante conocer estos límites, como para no criticar las elecciones por no lograr lo que ningún acuerdo político puede conseguir. De todas maneras, no propongo aquí la complacencia.

Reconocer los límites sirve para dirigir nuestros esfuerzos hacia ellos, dilucidar qué reformas son posibles. Si bien estoy muy lejos de sentirme seguro de haber identificado de manera correcta cuáles son esos límites, y me doy cuenta de que muchas reformas no se implementan debido a que ponen en riesgo determinados intereses, considero que conocer tanto los límites como las posibilidades es una guía útil para la acción política. Al fin de cuentas, las elecciones son apenas un marco dentro del cual personas en cierto modo iguales, en cierto modo efectivas, hasta cierto punto libres, pueden luchar en paz para mejorar el mundo de acuerdo con sus diferentes visiones, valores e intereses.

Desde ya, cuando analizamos qué es bueno, malo o no tiene consecuencias en las elecciones, una pregunta natural es: ¿comparadas con qué? Tradicionalmente, los gobernantes eran elegidos según las reglas hereditarias. En la China actual, los designan quienes están en ejercicio, y en muchas partes del mundo los funcionarios aún se imponen por la fuerza a sí mismos de manera apenas velada. En condiciones diferentes se presentan diferentes métodos para seleccionar gobernantes, por lo que, si consideráramos solo el mundo conocido, no seríamos capaces de distinguir entre los efectos de las condiciones históricas y los de estos métodos. Para hacer comparaciones, deberíamos formular preguntas contrafácticas: ¿qué habría ocurrido en los Estados Unidos si los gobiernos no se eligieran por medio del voto o en China si, por el contrario, fueran votados? Comparaciones de este tipo –entre lo conocido y las situaciones contrafácticas– son posibles y usuales, pero se basan en suposiciones de todo tipo, que dan gran cabida a la discrecionalidad y tienden a generar resultados que no son concluyentes. No me adentro en ese camino de manera sistemática, como método, sino que reafirmo la importancia de tener en cuenta que todas las instituciones políticas, incluidas las elecciones, pueden funcionar en sociedades específicas, segmentadas de manera variable por ingreso, religión, etnia o lo que fuera, y que existen límites a lo que cualquier gobierno, electo o no, es capaz de lograr.

Por mi parte, busco dar cuenta de la diferencia que generan las elecciones cuando son competitivas, cuando ofrecen una opción real entre gobiernos, cuando las personas pueden sacar del poder a quienes están en ejercicio y elegir sucesores si así lo desean.

Por lo tanto, mi indagación apunta a los efectos de las elecciones “democráticas”, en contraposición con otros métodos para decidir quiénes nos gobernarán, ya sea porque estos últimos convoquen a comicios cuya victoria tienen asegurada o porque no convoquen a ningún tipo de votación. Sin embargo, para responder este interrogante, necesitamos primero comprender por qué las elecciones serían o no competitivas, y por qué quien está en el poder se pondría en riesgo de perderlo.

Las elecciones competitivas –una vez más: en las que quienes gobiernan pueden perder si la mayoría de los votantes así lo desea– no son más que una mota de polvo en la historia de la humanidad. La utilización de la fuerza –golpes de Estado y guerras civiles– ha sido frecuente y no ha dejado de surgir en países pobres: entre 1788 y 2008 el poder político cambió de manos como consecuencia de 544 elecciones y 577 golpes de Estado.

La idea misma de elegir gobiernos por medio de comicios es bastante reciente y aún poco frecuente. La primera elección de nivel nacional que se basó en el sufragio individual, en la que los representantes eran escogidos por un período limitado, data apenas de 1788; la primera vez en la historia que el mando cambió de manos como consecuencia de una elección fue en 1801. Ambos eventos ocurrieron en los Estados Unidos.

Desde entonces, en el mundo las personas han votado en unas tres mil elecciones nacionales. Sin embargo, las derrotas de quienes estaban en el poder eran inusuales hasta hace muy poco y el cambio de gobierno pacífico es menos frecuente todavía: solo una de cinco elecciones nacionales tuvo como resultado la derrota de aquellos que ejercían el mando, y la cifra es menor en relación con el cambio de gobierno pacífico. No obstante, hasta 2008, sesenta y ocho países –incluidos los dos Behemoths: China y Rusia– nunca habían experimentado un cambio de gobierno entre partidos como consecuencia de una elección.

Por ende, votar no significa necesariamente elegir. El mero hecho de que se haga realidad un evento llamado “elección” no implica que las personas tengan la opción de seleccionar a sus gobernantes. De hecho, algunos de esos acontecimientos –las elecciones en sistemas unipartidarios– fueron pensados para persuadir a la eventual oposición de que no tiene  posibilidad de remover a los gobernantes por ningún medio: apuntan a intimidar más que a escoger.

En muchos otros países, en las elecciones hay más de un candidato pero no son competitivas: se permite que la oposición se presente dentro de la legalidad, pero los gobernantes en ejercicio se aseguran de que nadie tenga posibilidad de sacarlos del poder. Sin embargo, aunque las elecciones no decidan quién gobernará, eso no significa que sean irrelevantes o incluso que no tengan importancia. Aquellos que las ven como meras fachadas deben preguntarse por qué algunos gobernantes –digamos, los de Rusia– se preocupan por erigir fachadas mientras que otros, como ocurre en Arabia Saudita, no se molestan en hacerlo. Llevar adelante elecciones no competitivas supone un engaño, pero se basa sobre el principio de que la fuente última del poder reside en el pueblo; hay un reconocimiento de que este tiene el derecho de ser gobernado por aquellos a quienes vota. Admitir una norma y violarla en la práctica es un débil compromiso. Así, un elemento que tienen en común todas las elecciones, incluso cuando no son competitivas, es que ponen nerviosos a los gobernantes. Es más: aun aquellas que no son competitivas pueden reducir la violencia civil al revelar información sobre la fuerza militar relativa del gobierno y, por ende, sobre el fracaso probable de cualquier intento de quitarlo por la fuerza.

¿Por qué las elecciones pueden no ser competitivas? Una razón es que perder no solo es desagradable, sino que puede ser peligroso para las elites arraigadas. Incluso cuando se volvió incuestionable la idea de que la representación política debe basarse en un mecanismo electivo, quienes fundaron los gobiernos representativos temieron que los derechos políticos igualitarios ejercidos mediante elecciones se tornaran una amenaza contra la propiedad. Razonaban que si todos tenían el mismo derecho de incidir en las decisiones políticas y la mayoría de la gente era pobre, esa mayoría votaría para confiscar la propiedad. Los sistemas de gobierno representativos nacieron bajo el miedo de la participación de las masas.

No estaríamos muy equivocados si pensáramos que el problema estratégico de los “fundadores”, en poco más o menos que el mundo entero, consistió en cómo construir un  gobierno representativo para los ricos que entretanto quedara protegido de los pobres.

La divergencia entre ideología y realidad configuró una dinámica particular de conflictos que han continuado durante más de doscientos años y persisten en nuestros días. Los sucesivos métodos utilizados para atrincherar la propiedad y defenderla del gobierno de la mayoría –represión de la oposición, cámaras altas no elegidas, el derecho de poderes no votados para vetar legislación, restricciones en las características necesarias para ser elegido, restricciones en el derecho a votar, voto abierto, voto indirecto– debieron ser afrontados uno a uno. Y cuando esos obstáculos fueron demolidos, surgieron nuevos para proteger la propiedad de los resultados de las elecciones: la validación de las leyes fue cada vez más puesta en las manos de jueces no elegidos, mientras que el control de la política monetaria se derivó a los bancos centrales, tampoco votados. La relación entre propiedad y poder ha sido el eje alrededor del cual se armaron los conflictos políticos durante los últimos doscientos años, con resultados que varían entre períodos y países. No se los puede resolver de una vez y para siempre.

La segunda razón para evitar comicios competitivos es que estos no solo son una amenaza al privilegio social y económico, sino que pueden ser una amenaza personal para quienes detentan el poder político. Es entonces que se valen de todos los instrumentos de los que disponen para evitar la derrota electoral. Importa qué está en juego en una elección: qué es lo que uno va a perder, no solo si uno va a perder. Cuando quien está en ejercicio teme que una derrota electoral signifique perder la vida, la libertad o siquiera su fortuna personal, el riesgo es demasiado alto para tolerarlo.

Pongámonos en los zapatos del presidente Putin. La oposición quiere no solo derrotarlo, sino destruirlo: lo acusan de quebrantar leyes, del injustificado incremento de su fortuna, incluso de haber bombardeado un edificio de Moscú como pretexto para generar una escalada en la guerra en Chechenia. Es probable que el riesgo de perder le provoque cierta aprensión. Por ello, muchos gobernantes sostienen rituales que llaman “elecciones”, pero se aseguran de que no perderán. Los comicios en que los gobernantes en ejercicio se exponen a la posibilidad de la derrota solo pueden ocurrir si estos creen que sus oponentes serán  recíprocos si llegan a gobernar. Perder siempre es desagradable, pero si solo implica que uno siga llevando una vida cómoda mientras espera la oportunidad de volver al poder, el riesgo es tolerable.