El 18 de septiembre de 1979 Enrique y yo viajamos a Europa. En Francia nos encontraríamos con Pablo Nemirovsky, el novio de Leonora Zimmermann. Por otro lado, en Londres había concertado una entrevista en Amnesty International con la secretaria internacional Tricia Feeney, quien había visitado la Argentina en noviembre de 1976.
Durante el viaje dormité inquieta. Al finalizar la visita de la CIDH nos habíamos reunido Mignone, Conte y yo con Edmundo Vargas Carreño. Emilio le había pedido su conclusión sobre el destino de los desaparecidos y Vargas, con un gesto de enorme pena y en muy pocas palabras, nos dijo que creía que los habían matado. En 1978, a mi retorno de Canadá, me había propuesto asumir la muerte de Pablo para protegerme del desgaste que me producía pasar de la esperanza ante el rumor sobre la aparición de algún sobreviviente y la desilusión que sobrevenía porque no descubríamos la evidencia. Lo sentía como si me pasaran un rallador por el alma. Pero las palabras de Vargas Carreño confrontaron mi decisión voluntarista con la realidad de que no vería más a mi hijo, lo habían matado. A pesar de toda la racionalización a la que Augusto, Emilio y yo hubiéramos echado mano, nos desgarró admitir el asesinato de nuestros hijos y de tantos miles de personas.
Experimentaba un gran cansancio, sin relación con el quehacer físico o intelectual sino con la percepción de la inutilidad del esfuerzo para recuperar lo que más queríamos: la vida de los nuestros. Entre tanto pensamiento triste me confortaba pensar en la trascendencia que adquiría la visita a la Argentina de un organismo internacional de derechos humanos. Ya no se trataría sólo de los invalorables testimonios de Madres o Abuelas, ahora la profundidad y el alcance de la represión en la Argentina se conocerían a través de voces de representantes calificados de los países del continente americano. Por sobre todas las cosas, ante los ojos del mundo –esperaba, deseaba–a la dictadura se le escapaba como arena entre los dedos la posibilidad de cerrar definitivamente el drama de las desapariciones para enterrarlo en el pasado.
Entre los efectos beneficiosos de la intervención de la CIDH podríamos contabilizar la liberación de un número apreciable de detenidos políticos, las nuevas voces que se alzaban en la sociedad –hasta entonces temerosa o indiferente– para pedir respeto por la vida, las libertades y la verdad. Además, dado el impacto político que significó su presencia, ésta no pudo ser eludida por los medios de prensa –apologistas de la dictadura, excepto el Buenos Aires Herald– que, a regañadientes, se vieron obligados a concederle un espacio de publicación. En adelante cabía esperar que se produjera una mayor erosión a la política de “noche y niebla” (en referencia al Decreto de Hitler de 1942) de la dictadura.
En cuanto llegamos a París llamamos a Pablo Nemirovsky, porque necesitaba hablar con él para terminar de conformar un cuadro de lo sucedido con nuestro hijo. Cuando llegó al hotel donde nos alojamos, lo vimos triste, conmovido. Nos contó cuánto le costaba adaptarse a su nueva vida y cómo al principio lo obsesionaba la idea de volver y entregarse a cambio de Leonora. Además, nos confirmó que Pablo, nuestro hijo, no formaba parte de la juventud guevarista en la que él, María, Leonora y Eduardo habían militado, y que en la época de los secuestros hacía tiempo que estaban totalmente desvinculados. Cuando se fue, tras un largo abrazo, salí a caminar por las calles de París y recuerdo haber visto sólo a jóvenes. Jóvenes paseando, riendo, besándose, tocando música. No podía parar de llorar.
El 29 de septiembre, una semana después de la salida de la CIDH, el jefe del III Cuerpo de Ejército, Luciano Menéndez, se sublevó. En París, con Hipólito Solari Irigoyen tratábamos de entender qué estaba pasando, aunque necesitábamos demasiados datos para inferir que la reacción estaba íntimamente relacionada con la invitación que el gobierno de Videla había cursado a la CIDH. Menéndez, un “halcón”, percibió claramente que se había abierto una puerta imposible de cerrar. Cuando nuestros hijos nos tranquilizaron al contarnos que el golpe había sido sofocado, confirmé a Tricia Feeny que viajaríamos a Londres para quedarnos unos días. Quería consultarme acerca de dos testimonios de argentinos sobre los que estaban trabajando en Amnesty.
En cuanto nos vimos, Tricia me comunicó que estaban tomando declaración a dos hombres escapados de un centro clandestino de la Argentina. Cuando me dio los nombres reconocí el de Horacio Guillermo Cid de La Paz porque su tía, Ethel Díaz (militante del partido Conservador Popular), había presentado la denuncia sobre su desaparición en la APDH. Sabía por ella que había salido del país, aunque ignoraba en qué circunstancias ni por cuáles medios. No conocía, en cambio, el nombre del segundo, Oscar Alfredo González. Tricia me informó que llevaban varios días tomándoles testimonio, aliviada al comprobar que, efectivamente, al menos uno era veraz, y ofreció contactarme con ellos, algo que no acepté. Estaba tan acongojada después de la entrevista con Pablo Nemirovsky que no sabía cuál podría ser mi reacción. Le propuse leer durante los cuatro días que permaneceríamos en Londres lo que ellos desgravaban y devolverles preguntas atinentes.
La última tarde que nos encontramos Feeney me entregó una copia de declaraciones que se habían hecho públicas en el ámbito de la Asamblea Nacional Francesa y que acababa de recibir. Eran los testimonios de personas que, habiendo permanecido entre uno y dos años secuestradas en distintos centros clandestinos –la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA) en la ciudad de Buenos Aires, La Perla, en la provincia de Córdoba y Campo de Mayo, provincia de Buenos Aires– habían sido puestas en libertad con documentos en regla otorgados por el propio gobierno militar y trasladadas a México, Venezuela, Francia o Suiza. El relato sobre Campo de Mayo, con mapas muy detallados y exactos –como pudimos comprobar en 1984, durante la investigación de la Conadep– fue hecho por Juan Carlos Scarpatti; los de la ESMA por Sara Solarz de Osatinsky, Alicia Pirles y Ana María Martí y los de La Perla por Graciela Geuna, Liliana Callizo y Piero Di Monte. El abogado Eduardo Luis Duhalde, socio y amigo de Rodolfo Ortega Peña (abogado y diputado nacional), refugiado en Europa después de que éste fuera asesinado por la Triple A, había creado también en España la Comisión Argentina de Derechos Humanos (Cadhu). Esta organización había recogido los testimonios de éstos y otros liberados y los hizo públicos.
Estos ex militantes montoneros que con coraje tomaron la decisión de abandonar el anonimato y quebrar el compromiso de silencio que seguramente habían contraído con sus captores-liberadores, denunciaron las torturas practicadas en el interrogatorio de los prisioneros, dibujaron los planos de los lugares donde había permanecido y, en muchos casos, dieron nombres de los oficiales de las Fuerzas Armadas y de seguridad que “trabajaban” en esos centros. Abrieron ventanas que permitían, por primera vez, conocer las entrañas de los siniestros “chupaderos” –como se llamaba a los centros clandestinos de detención– y que confirmaban lo que hasta entonces habían sido especulaciones, rumores, sospechas. Había sido inútil que los militares “despejaran el campo” como Viola prometiera al embajador de los Estados Unidos.
De todas esas revelaciones, por razones obvias, me impactó sobremanera la información sobre el destino de otros secuestrados, de los que dieron nombres, apodos o datos físicos que permitieron identificarlos posteriormente.Explicaron el significado de la palabra “traslado”: el trágico destino final que podían ser los “vuelos de la muerte”. Fusilamientos o, como en el caso de Norma Arrostito, envenenamiento. Todos estos testimonios mantienen una estructura bastante similar y dan cuenta de la muerte –con el eufemismo de “traslado”– de varios miles de detenidos, mujeres y hombres inermes. Por supuesto leí cada nombre esperando y temiendo encontrar el de nuestro hijo. No estaba, pero sí el de los hijos de varios padres y madres que trabajaban conmigo o a quienes había conocido tomándoles las denuncias en la APDH.
Me despedí de Tricia Feeney y le prometí que seguiría en contacto por si necesitaba mayores confirmaciones. Durante el viaje hasta la Argentina me pregunté cómo iba a encarar la nueva situación. ¿Compartiría lo que sabía con los otros padres o sólo se lo diría a aquellos compañeros de la APDH que no tuvieran familiares desaparecidos? Cuando llegué a Buenos Aires hablé primero con el sacerdote Enzo Giustozzi. No podía creerme; confirmaba que era imposible, que nadie mata tanta gente. Le repetí las palabras de Vargas Carreño, le recordé el Holocausto y le pregunté si creía que sólo los alemanes podían actuar con crueldad. Sin embargo, ambos sabíamos que las familias se aferraban a la ilusión, a pesar de que luego de la llegada de la CIDH cada revelación vaciaba de fundamento los rumores que recorrían los organismos y que ubicaban a centenares de desaparecidos en la Patagonia o en el Impenetrable, Chaco, y hasta en Uruguay. Sus legítimas esperanzas no les permitían siquiera reparar en que eran imposible mantener en secreto campos de detención con estructuras de suficiente magnitud como para retener y mantener simultáneamente a tantas personas por tiempo tan prolongado.
Buscábamos la verdad, y cuando la alcanzábamos nos encaraba con nuestros afectos y los de las personas que nos rodeaban y nos enfrentaba con un problema de orden político. En este sentido, los organismos de familiares levantaban la consigna “Aparición con vida” que sintetizaba la exigencia: “Con vida los llevaron con vida los queremos”. Desafiaban a los militares con una demanda legítimamente intransigente –resistida en el ámbito de los partidos políticos y en algún sector de la APDH– que podría verse debilitada ante la evidencia de los asesinatos masivos. Ya había tenido lugar una discusión sobre este tema en Europa. Cuando empezaron a llegar las Madres, la consigna “Aparición con vida” planteó una contradicción con la prédica de los refugiados cercanos a la Cadhu. Dice Duhalde: “Si hablábamos de detenidos con vida aunque fuera en cárceles desconocidas, clandestinas, ante los organismos de derechos humanos internacionales, no lográbamos el mismo eco que si denunciábamos un genocidio”. Los exiliados políticos que vivían en el exterior intentaban movilizar conciencias y lograr adhesiones de organismos internacionales; objetivamente, los testimonios de los liberados de ESMA, La Perla y Campo de Mayo –por coincidencia fortuita o decisión táctica– aportaron a esa estrategia que tal vez haya dado lugar en 1977 a la cifra de 30 mil desaparecidos.
CIFRAS EN LA ACTUALIDAD.
El 9 de diciembre de 1948 las Naciones Unidos aprobaron la Convención para la prevención y la sanción del delito de genocidio. La misma establece que el “genocidio” es un crimen internacional que las naciones firmantes deben “evitar y sancionar”. Se entiende por genocidio cualquiera de los actos mencionados a continuación con la intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico o religioso como tal: a) Matanza de los integrantes del grupo; b) Lesión grave a la integridad física o mental de los integrantes del grupo; c) Sometimiento intencional del grupo a condiciones de existencia que hayan de acarrear su destrucción física, total o
parcial; d) Medidas destinadas a impedir los nacimientos en el seno del grupo; c) Traslado por fuerza del grupo a otro grupo.
Madres y algunos miembros de la propia APDH expresaron su sospecha de que estos testigos, sobre todo por la cantidad de nombres que recordaban, “tenían que haberse puesto de acuerdo con quienes los habían liberado, seguramente llevaban las listas escritas por un acuerdo previo con sus secuestradores-liberadores”. Sin embargo, nadie pudo explicarme cuál habría sido el objetivo ventajoso de los grupos represivos de ESMA, I y III Cuerpo de Ejército al liberar a los prisioneros y acordar con éstos ser denunciados en el exterior.
Al terminar su mandato, la Conadep había recibido 7.380 denuncias de desapariciones por razones políticas producidas entre el 24 de marzo de 1976 y 1983. ¿Por qué entonces el anexo al Informe Nunca Más incluye los datos de casi 9 mil personas desaparecidas? La diferencia numérica estriba en que, con ayuda de ONGs y de organismos nacionales, extranjeros e internacionales, se procesaron e incluyeron denuncias formuladas ente ellos y no formalizadas ente la Conadep. Con el paso del tiempo, la lista fue depurada. Seguramente se suprimieron nombres repetidos y errores que se habían cometido por el apremio del corto plazo otorgado.
Para actualizar las cifras, solicité en enero de 2009 en la Secretaría de Derechos Humanos del Ministerio de Justicia de la Nación la lista definitiva de desaparecidos. Con cortesía me constataron que no “la están dando”. Sin embargo, respondieron afirmativamente cuando pregunté si podía tomar como válida la que la propia secretaría exhibe en su página de internet.
En ésta hay dos listados: uno con todos los datos, tal como en el anexo de Nunca más, y otro con el nombre de víctimas de desaparición o ejecución sumaria, de los cuales sólo consta el nombre o poco más. En el primero se detallan datos de filiación y lugar y fecha de la desaparición de 7.030 personas, en el segundo el nombre de otras 924.
Por otra parte, los muros del Parque de la Memoria exhiben los nombres de 9.875 personas desaparecidas por razones políticas desde 1969 a 1983.
En homenaje a la verdad, y sobre todo por respeto a las víctimas, resultaría deseable que se hiciera un esfuerzo para lograr una lista sujeta a la realidad de toda la información seria que hoy existe. Así se evitaría cualquier sospecha de la intención de utilizar el número de víctimas como herramientas de controversia política.
Las que siguen son las cifras de personas desaparecidas recopiladas por Comisiones de la Verdad de países limítrofes. Brasil, 135 (Nunca mais, Brasil); Uruguay, 33 en ese país y 111 en la Argentina (Nunca más, Uruguay); Chile, alrededor de mil (Informe Rettig, Chile).