Siempre he pensado que en tantas ocasiones pedimos ayuda –y me refiero a contextos terapéuticos–, esperando que nos digan lo que ya sabemos, para tener una confirmación o para que un otro ponga en palabras lo que sentimos pero nos da miedo decir. Esto puede ocurrirnos tanto dentro de un contexto positivo como cuando queremos decir “te amo”, “quiero hacer esto con mi vida”, o en un contexto doloroso, como cuando tomamos decisiones de alejamiento de una relación tóxica. Es curioso cómo después de vivir ciertas situaciones, de repente parece que se nos revelara algo que estaba oculto. Se nos cae un velo, se abren las cortinas de un teatro y aparecen escenas de nuestras vidas cuyos significados nos parecen obvios, pero que hasta hacía un segundo eran impensadas. Es en estas circunstancias cuando ya nada vuelve a ser igual, todo cambia para siempre, aunque decidamos volver a la negación, a cerrar las cortinas o a colocar el velo. (…)
Detengámonos ahora un momento y analicemos las consecuencias que tiene, por un lado, la cultura del sufrimiento y, por el otro, la cultura hedonista, que busca el placer todo el tiempo para contrarrestar el dolor, dado que ambas miradas sobre cómo llevar la vida tienen matices sociológicos de consecuencias relevantes.
La cultura del sufrimiento nos enseña a aceptar, incluso dócilmente, el dolor como el culto al sacrificio nos impulsa a que por años aceptemos ser infelices –con ello me refiero a vivir sin tener paz interior–, porque así es la vida, o la “cruz que me tocó” y que, por lo tanto, debemos soportar sin expresar lo que nos afecta, por ese falso y patológico atributo de fortaleza que ese mismo modelo nos inculcó desde pequeños, que las dificultades se sobrellevan sin jamás expresarlas. (…)
Esta posición se contrarresta con su opuesto, con una mirada moderna de la vida que promueve evitar a como dé lugar cualquier situación incómoda, cualquier tránsito desagradable y buscar, en cambio, solo aquello que nos dé placer, alegrías, aunque sean superficiales y momentáneas. Desde esta perspectiva, ni siquiera podemos permitirnos estar tristes, ya sea porque nos está vetado, en pro de un positivismo negador de las vulnerabilidades humanas, o porque nos da vértigo imaginar hacia dónde nos podría llevar esa tristeza. Es como si al tomar contacto con la tristeza fuéramos a perder el control de nuestras emociones y eso nos aterrara. De ahí que nosotros mismos nos detengamos antes de llegar a ese punto.
Obviamente, ambas posturas nos hacen daño y dificultan que avancemos en procesos difíciles, sobre todo en aquellos en los que tenemos que tomar decisiones complejas. No es verdad que vinimos a este mundo a sufrir, que todo nos tiene que costar mucho y que el sacrificio es la única forma de aprender y de ser persona. Tampoco es cierto que el amor venga unido al sufrimiento o que lo bueno dura poco. Todas estas construcciones mentales nos hacen atravesar por vivencias que no nos merecemos, pero que nos hacen sentir “buenos” al demostrar al mundo exterior una capacidad de aceptación que a veces raya en la humillación. Asimismo, tampoco es verdad que todo en la vida tenga que ser placentero y que sentirse triste, aburrido o melancólico sea la antesala a la depresión, ni que haya que hacer cualquier cosa –incluso tomar medicamentos indiscriminadamente– para mostrarnos siempre positivos.
Así como la honestidad no es un valor en sí mismo, ya que no es nada sin la prudencia, el exceso de positivismo sin vulnerabilidad tampoco es sano. Los dolores reprimidos en forma de negación suelen ser expresados por el cuerpo en forma de enfermedades o estallidos emocionales.
Entonces, ¿cómo podemos entender que estas fuerzas contrarias se puedan unir para que tomemos una decisión complicada, que a todas luces sabemos que en lo inmediato nos hará sufrir? En estas situaciones lo que tiende a pasar es lo siguiente: hemos intentado por todos los medios posibles –al menos eso creemos– salvar, sanar o arreglar una situación. Ya nos dimos cuenta de que no es lo que queremos para nuestra vida, pero algo en nuestro interior todavía nos dice que podría haber una salida feliz para todos los involucrados en las circunstancias en que nos encontramos. Esta sensación nos lleva a seguir intentándolo, una y otra vez, cada vez con mayor desgaste; cada vez con menos días buenos y más días malos. Hasta que, de pronto, vemos que no es posible seguir ignorándolo. Sabemos que nos está haciendo daño, que tanto nosotros como él o los otros también son responsables de lo que ocurre. Y, entonces, frente a tanta angustia, se nos abre una puerta, y es como si en una habitación oscura apareciera un haz de luz que nos dijera que una opción es cortar con esta situación, porque ya nada va a cambiar.
¡Qué alegría sentimos al ver la solución! Por fin se abre una posibilidad de esperanza, aparece la perspectiva de experimentar paz interior como algo concreto. Sin embargo, de inmediato aparece un juez interno que nos castiga por ver esa luz y plantearnos esa opción, y nos advierte que esta “es la vida que nos tocó”, que debemos aceptarla y pedirle ayuda a Dios, que salir de ahí es muy difícil. Entonces nos atrapa el miedo y terminamos por extinguir la luz, tapiamos las ventanas completamente para que no nos moleste más. Pero algo dentro de nosotros ya vio la luz y sabe que esa opción existe y ello hará que la próxima vez que enfrentemos una de esas situaciones difíciles la toleremos aun menos, ya cada vez la aceptaremos con mayor dificultad. El agotamiento será cada vez mayor, puesto que aunque no veamos esa luz ella ya está en nuestra cabeza y la manejamos como alternativa.
*Autora de Un segundo de coraje, editorial Planeta (fragmento).