A comienzos de diciembre (del 2001, NdE), Domingo Cavallo, último ministro de Economía de De la Rúa, dispuso la restricción de la libre disposición de dinero en efectivo de plazos fijos, cuentas corrientes y cajas de ahorros (medida que se conoció popularmente como “corralito”) con el propósito de evitar una corrida bancaria y el colapso del sistema. Ferrer señaló en esas circunstancias que la convertibilidad era una ficción, porque las reservas del Banco Central de la República Argentina (BCRA) representaban entre el 10 y el 15% del total de activos convertibles en dólares: “En semejante contexto, se sigue con las mismas políticas. En vez de revertir la situación, se avanza en el sentido de la dolarización”. En su opinión, los tenedores de depósitos en dólares no iban a poder transformarlos en dólares reales. Había que pasar el sistema a pesos en el marco de una nueva política macroeconómica de ajuste con crecimiento. Solo así podría recuperarse la capacidad tributaria y flexibilizar la política cambiaria. El problema era que no se veía una salida política articulada en el marco de una situación de incógnita respecto de la paz social, porque ya las tensiones eran “realmente insoportables”. Para Aldo, el modelo colapsaba por dos causas: una era la salida de depósitos y la fuga de capitales, cosa que ya había ocurrido; la otra era una conmoción social grave:
Ya pasamos la primera y ahora corremos el riesgo de la segunda. Por la gran inquietud que se está generando no puede descartarse que se produzcan hechos preocupantes desde el punto de vista de la seguridad y la paz social. El modelo neoliberal colapsa estruendosamente y deja como herencia una situación que violenta todo el sistema de contratos y de relaciones de una sociedad organizada. La salida es su reemplazo por un nuevo régimen viable que permita la recuperación de la política económica.
Días después, Aldo reforzaba la idea de “vivir con lo nuestro”. Sobre bases responsables de conducción económica, era posible garantizar el poder adquisitivo en moneda nacional de los ahorros de la mayoría de los depositantes y que el BCRA reasumiese su capacidad de prestamista en última instancia y conductor de la política monetaria. Mientras durase el período de emergencia, sería preciso mantener el control de cambios en la cuenta de capital y liberar en la mayor medida posible las transacciones corrientes. Una renegociación de la deuda bien conducida reduciría los pagos a límites compatibles con los equilibrios de presupuesto y el balance de pagos y la reactivación de la economía. Finalmente, en el marco de un plan de reactivación de la demanda y la producción, juzgaba necesario mantener en equilibrio las cuentas públicas y fortalecer el balance de pagos, protegiendo el mercado interno e incentivando las exportaciones. Se trataba de medidas y propuestas similares a las que había planteado con la crisis de la política neoliberal durante los años de la dictadura militar. De allí que, en su perspectiva, la consigna “vivir con lo nuestro” siguiera vigente.
La economía estaba fuera de control, con los bancos cerrados y con el dinero encerrado en el “corralito” que terminó, al fin, de matar a la convertibilidad
Una semana después, la situación social era insostenible y numerosos barrios de Buenos Aires fueron epicentro de saqueos a comercios y supermercados, con detenidos, heridos y un muerto. La situación provocó la renuncia de Cavallo, pero el proceso era irreversible. El 19 de diciembre, una gran cantidad de manifestaciones en la ciudad de Buenos Aires y otros grandes centros urbanos paralizaron el país. Al día siguiente, una multitud se congregó en las inmediaciones de la Casa Rosada, y el gobierno respondió con una represión brutal. Finalmente, cerca de la noche, luego de que se computaran varios muertos (en total fueron alrededor de cuarenta en todo el país), De la Rúa renunció. La dimisión del presidente abrió un período institucional inédito donde se sucedieron cinco presidentes en apenas dos semanas. Primero asumió el senador peronista Ramón Puerta, quien ocupaba el primer lugar en la línea de sucesión por la renuncia de Carlos Álvarez a la vicepresidencia. Luego, por un acuerdo entre los gobernadores peronistas, fue elegido como presidente interino Adolfo Rodríguez Saá, quien solo tuvo tiempo para declarar el no pago de la deuda externa y esbozar la conformación de un gabinete. Las disidencias internas en el peronismo provocaron su renuncia y la asunción, el 31 de diciembre, de Eduardo Camaño, un hombre vinculado a Eduardo Duhalde, el líder de la oposición peronista, que se desempeñaba como presidente de la Cámara de Diputados. Camaño convocó a una Asamblea Legislativa y, al día siguiente, Duhalde fue elegido presidente de la nación (con mandato hasta diciembre de 2003), en medio de manifestaciones y disturbios en los alrededores del Congreso nacional.
La causa de la crisis, decía Ferrer, no estaba en el déficit fiscal o en el costo de la política: era el modelo, “incompatible con el interés del país y de su gente”
Duhalde designó a Jorge Remes Lenicov como ministro de Economía. La situación económica estaba descontrolada, con los bancos cerrados, las cuentas bancarias en el llamado “corralito”, el default declarado oficialmente y un gran malestar social que se expresaba en manifestaciones populares en todo el país. La ley de Emergencia derogó la “convertibilidad” del peso y estableció que los depósitos denominados en dólares u otra moneda extranjera en entidades financieras serían convertidos a pesos, a razón de 1,40 pesos por cada dólar, y las deudas serían “pesificadas” y actualizadas sobre la base de un coeficiente de estabilización de referencia (CER), publicado por el BCRA. Las disposiciones restrictivas para el retiro de los depósitos se mantenían. Además, se congelaron las tarifas de los servicios públicos privatizados y se aplicaron impuestos a las exportaciones para capturar la sobreganancia derivada de la devaluación y financiar el programa de ayuda a los desocupados.
En estas medidas, los miembros del Grupo Fénix (1) no tuvieron participación alguna. De hecho, cuando ocurrió la crisis política y social que terminó con la caída del gobierno de la Alianza estaban inmersos en el debate sobre el tipo de cambio y la dolarización. En rigor, la profundidad de los sucesos terminó por tornar obsoletos algunos de esos debates, y en ese sentido puede decirse que las definiciones del grupo se vieron arrastradas por una nueva realidad antes de que pudieran interceder en ella. Ferrer, por su parte, destacó en esa coyuntura que el escenario de crisis sin precedentes generaba una extraordinaria posibilidad de recuperar la conducción de la economía, de “ponerla en marcha y enfrentar los problemas sociales que nos agobian”:
Por fin se están poniendo las cosas en su lugar. Las causas de las crisis no son el déficit fiscal o el costo de la política sino que éstos son la consecuencia inevitable de un modelo incompatible con el interés del país y de su gente. Un diagnóstico correcto es el primer requisito de un buen tratamiento. Además, la sociedad espera que el gobierno acierte ahora con el rumbo, y la comunidad internacional es comprensiva de los problemas argentinos.
Pero el gobierno enfrentaba, en su opinión, dos peligros graves. Uno era hacer las cosas a medias. El gobierno había suspendido los pagos de la deuda pública el 23 de diciembre, pero no como parte de la reafirmación de la soberanía, sino como un síntoma del grave desorden interno: la veda a la libre disponibilidad de los fondos depositados, la inoperancia del mercado de cambios, el derrumbe de la recaudación tributaria y la violación de una buena parte de los contratos. Esas medidas eran insuficientes ante la dimensión de la crisis. El otro peligro, en la explicación de Ferrer, era subordinar el éxito del programa del gobierno al consentimiento del Fondo Monetario Internacional (FMI) y los acreedores: “Volveríamos a estar con el corazón en la boca, esperando el resultado de cada viaje del responsable de turno a Washington y Nueva York, y pendientes de la opinión ajena. Es fácil imaginar lo que nos esperaría”.
En realidad, las señales provenientes de economistas, banqueros y funcionarios del exterior eran claras; con sus matices, estaban diciendo: “Pongan la casa en orden y después hablemos”. Por lo tanto, primero había que poner en marcha un plan de ordenamiento y crecimiento y, luego, abrir las negociaciones con los acreedores. Se debía normalizar la situación fiscal, monetaria y cambiaria para recuperar los equilibrios macroeconómicos, crecer y aliviar las graves tensiones sociales que sufría el país; la negociación con el FMI y los acreedores vendría después. En suma, había que “asumir las consecuencias del derrumbe de la estrategia neoliberal, rechazar sus propuestas y asumir que debemos ‘vivir con lo nuestro’, es decir, hacernos cargo de nuestro propio destino en el mundo global”.
Los mensajes que llegaban de economistas, banqueros y funcionarios del exterior eran claros: “pongan la casa en orden y después hablemos”
Poco después, en marzo, señaló que existían circunstancias para una rápida recuperación de la economía, vinculadas a la existencia de capacidad instalada y de mano de obra desocupada, conjuntamente con la disponibilidad de divisas debido a la postergación de parte de los servicios de la deuda y el superávit esperado en el balance comercial. Ahora era posible recuperar el control de los principales instrumentos de política fiscal, monetaria y cambiaria: el default había reducido transitoriamente la carga de la deuda sobre el presupuesto, y el balance de pagos, la pesificación y la flotación del tipo de cambio le permitían al BCRA recuperar sus funciones de prestamista de última instancia y orientador del crédito. En resumen, estaban dadas las condiciones para lanzar de modo inmediato una política de expansión de la demanda agregada, la producción y el empleo.
Ferrer criticaba que el gobierno mantuviese el “corralito” y la reducción del gasto público, ya que eso propagaba la recesión y, en definitiva, el déficit fiscal. Suponía que el gobierno esperaba una ayuda internacional masiva y un balance comercial positivo, pero ambas posibilidades eran insuficientes:
Mi pronóstico sobre el comportamiento de la economía argentina bajo tal estrategia es la prolongación de la recesión, con ascenso del déficit fiscal y una depreciación del peso e inflación moderados. En tales circunstancias, cabe esperar un aumento del desempleo y la pobreza, que no son solucionables por ningún programa de asistencia social. Por eficaz y generoso que este sea, no puede compensar las consecuencias de una estrategia que es una fábrica de pobres y excluidos.
Planteaba, entonces, un camino alternativo: eliminar el “corralito” y que el BCRA extendiese líneas de redescuento para inversiones prioritarias. En primer lugar, recomendaba un programa en gran escala de viviendas, como factor generador de empleo. Esa política, junto al superávit comercial, movilizaría la capacidad productiva y la mano de obra desempleada. Conjuntamente, debía resolverse el problema cambiario, aislando de manera transitoria el tipo de cambio libre y fluctuante de los precios relativos, fijando una paridad para el comercio exterior consistente con la competitividad de la economía argentina. El resto lo absorbería una retención móvil que se aplicaría a la totalidad de las exportaciones (aunque aquellas de mayor contenido tecnológico y valor agregado seguirían contando con el apoyo tradicional de reintegros). Las importaciones dispondrían de divisas al tipo de cambio flotante, y las esenciales recibirían subsidios especiales. En este escenario, la producción sustitutiva de importaciones recibiría un fuerte impulso y sería un agente adicional de la expansión de la demanda y la producción.
Estas medidas requerían de un pacto entre el gobierno y los exportadores, que garantizara una paridad realista y ajustable por la evolución de los costos internos y otras variables: “Caso contrario, si los exportadores pretenden la totalidad del tipo de cambio libre y flotante y el gobierno insiste en controlarlo restringiendo la liquidez y el gasto se prolongará la recesión actual y se perderá una oportunidad histórica de resolver la crisis y crecer”.
(1) Desde mediados del año 2000, cuando Ferrer estaba todavía en la Comisión Nacional de Energía Atómica (CNEA), había cobrado forma el llamado Grupo Fénix, en la Universidad de Buenos Aires (UBA). La iniciativa provenía del contador Abraham Gak (1929-2020), por ese entonces rector de la Escuela Superior de Comercio Carlos Pellegrini, quien dirigía las publicaciones de la UBA Encrucijadas y Enoikos. Su idea era convocar a los directores de centros e institutos de la Facultad de Ciencias Económicas (FCE) para que escribiesen artículos sobre los problemas nodales del momento.
*Marcelo Rougier, doctor en Historia y magíster en Historia Económica, es profesor de Historia Económica y Social Argentina en la Facultad de Ciencias Económicas de la UBA e investigador en el Conicet. Ha recibido numerosos premios y distinciones por sus investigaciones sobre la economía nacional y latinoamericana, centradas en las políticas industriales y de desarrollo.