Elon. Musk. El individuo, con fama de brillante y caprichoso, divide, provoca e histeriza. Cada uno de sus tuits es comentado, disecado y puesto en primera plana de la agenda mediática. Es una estrella que goza, además de su considerable poder financiero, de un poderoso poder blando (soft power) personal. Pero ya sea idolatrado u odiado, no deja de ser el símbolo, imposible de ignorar, de las reconfiguraciones estructurales del poder. Para entender la racionalidad del sistema Musk, es necesario deconstruir, fría y tranquilamente, sus principios fundamentales, perceptibles con facilidad entre las líneas de sus tuits. Este artículo propone algunos ejes de pensamiento sobre el fondo de su doctrina. A su manera, es decir, a partir de sus tuits más polémicos, rastrearemos la agenda política de Musk.
¿Qué representa el nombre Elon Musk?
Hasta sus recientes arrebatos polémicos sobre Ucrania y Taiwán, Elon Musk era conocido como un empresario visionario y disruptivo. Tras un paso por Paypal, donde se codeó con Peter Thiel e hizo fortuna, a partir de 2002 se volcó en tres campos estratégicos que combinan las nuevas tecnologías y la industria pesada: Tesla (vehículos eléctricos), Neuralink (una startup de neurotecnologías, NBIC, famosa por sus implantes cerebrales), SpaceX (astronáutica, empresa matriz de los satélites Starlink) y The Boring Company (un negocio que engloba desde túneles hasta perfumes, pasando por lanzallamas). Pero Musk no se contenta con promover a voz en cuello sus numerosos proyectos industriales, sino que también se complace en lanzar diversas polémicas en Twitter, destilando sus opiniones o su visión del mundo: críticas alternativas a demócratas o republicanos, justas verbales que lo oponen al presidente estadounidense Joe Biden, con el que mantiene pésimas relaciones, un tira y afloja con la dirección de Twitter en el momento del anuncio de su adquisición, una propuesta de plan de paz en el conflicto ruso-ucraniano, una opinión sobre el estatus de Taiwán, posiciones políticas conservadoras sobre la moral o posiciones tecnocéntricas sobre la solución al cambio climático o al colapso demográfico, y posiciones sobre criptomonedas inestables y desestabilizadoras. Y la receta funciona, cada tuit es un pequeño acontecimiento en sí mismo que agita la esfera mediático-política durante unas horas.
En un plano más económico, Elon Musk reinventó brillantemente lo que Donald Trump había iniciado en Twitter unos años antes
En el fondo, Musk es un anarquista de derecha en su expresión químicamente más pura. Si tuviéramos que buscar una imagen que resumiera al personaje, podríamos pensar en el Joker de Batman en una versión más jovial. Joker Musk juega con las autoridades, las desafía, las desestabiliza, se burla abiertamente de ellas. Las obligaciones con el regulador de Wall Street, por ejemplo, nunca han sido respetadas. Está claro que Musk está probando la resistencia del sistema y gozando al hacerlo. Tiene una visión articulada del mundo, pero sobre todo del papel de las instituciones que desprecia. Mucho más que cualquier otro patrón de Silicon Valley, simboliza el advenimiento de estas nuevas formas de poder entre las big tech y los Estados, en definitiva, una nueva clave de reparto de poder entre estos dos mundos. El sistema Musk se basa en el tríptico de las 3t: troleo (en las redes sociales, publicar mensajes provocativos, ofensivos o fuera de lugar con el objetivo de boicotear algo o a alguien, o entorpecer la conversación, NdE) económico, tecnología total y tecnopolítica. Proponemos llamar a este sistema “Musk-3T”.
El sistema Musk-3T
En el plano económico, Musk reinventa brillantemente lo que Donald Trump había iniciado en Twitter unos años antes. De la “política de la posverdad”, Musk nos ha llevado a la era de la “economía de la posverdad” a través de una capacidad de daño sin precedentes. La ilustración más llamativa de este fenómeno es el psicodrama que acompañó toda la secuencia de la caótica adquisición de Twitter en la primavera de 2022. El anuncio unilateral de la suspensión de la adquisición –Musk explicó que no estaba de acuerdo con el recuento del número de cuentas falsas facilitado por la plataforma– le permitió iniciar oficialmente un tira y afloja y una guerra psicológica con el consejo de administración de Twitter, un bluff de póker cuyos verdaderos motivos nadie pudo conocer. La simple operación de fusión-adquisición no pudo concretarse porque las dos partes no se pusieron de acuerdo sobre el método de recuento de las cuentas falsas, acusándose mutuamente de mentir sin que ninguna de ellas pudiera demostrar la veracidad de su punto de vista. La (larga) secuencia de recuento de cuentas falsas no es baladí, marca un punto de inflexión, una era inaugurada unos años antes por Trump y sus famosos “hechos alternativos”: las cifras se han convertido en una opinión como cualquier otra, que no permite ninguna forma de consenso. El clímax del psicodrama fue el famoso emoji de la “caca” que Musk opuso a las largas explicaciones del ceo de Twitter, Parag Agrawal, sobre el recuento de cuentas falsas. El críptico tuit fue archivado posteriormente por Twitter como prueba en el juicio que lo enfrentó a Musk.
Algunas declaraciones del jefe de Tesla y de SpaceX deberían analizarse en el contexto de la militarización de la economía
La instrumentación que hace Musk de Twitter no termina ahí. El troleo económico le permite trastocar los códigos del mercado financiero mundial y las instituciones que lo enmarcan. Con un tuit, Musk puede desestabilizar el mercado financiero de la tecnología, que hoy tiene las valoraciones bursátiles más altas. Un tuit, y el mercado, irracional, puede teóricamente colapsar. Este poder de influencia le permitió burlarse por segunda vez de la poderosa Comisión de Bolsa y Valores de Estados Unidos (SEC, por su sigla en inglés), el regulador de Wall Street, que ya lo había multado en 2018 por “declaraciones falsas y engañosas” después de que tuiteara su intención de retirar Tesla de la bolsa si el precio de la acción alcanzaba los 420 dólares. La SEC, inerme, también obligó a los abogados de Tesla a examinar cada tuit sobre los asuntos de la empresa antes de su publicación. La multa, ridículamente pequeña en comparación con la riqueza de Musk, fue debidamente pagada, Musk siguió en su puesto y sus tuits no fueron examinados más que antes. En 2022 volvió a ocurrir lo mismo con el caótico plan de compra de Twitter. El asunto adquirió tal magnitud en eeuu que los políticos se cuestionaron abiertamente si la sec seguía siendo apta para cumplir su misión en un sistema en el que los tuits pueden determinar los movimientos bursátiles, en el que las multas son una gota de agua para los empresarios multimillonarios, pero en el que estas tácticas de troleo pueden costar millones a los inversionistas y socavar permanentemente la gobernabilidad interna y las operaciones de las empresas atacadas. En resumen, Wall Street está perdiendo el control del mercado, perturbado por Twitter.
Más allá de la dimensión ideológica, la adquisición de Twitter es el primer ladrillo de otro proyecto crítico para el empresario: una “app para todo”
Una concepción total y totalizadora de la tecnología
La concepción de Elon Musk de la “tecnología total” se basa en una ideología a la vez libertaria y tecnocéntrica. Dos símbolos de la visión del mundo de Musk, un híbrido de libertarismo y neoconservadurismo, son su plan de comprar Twitter y sus satélites Starlink como la respuesta definitiva a todos los problemas del mundo.
Los satélites de órbita baja Starlink son una de las piedras angulares del proyecto de tecnología total de Musk. Al captar la nueva infraestructura de conectividad del mundo, está reinventando el panóptico a escala global: el mundo visto desde el cielo. Y aprovecha alegremente sus satélites para intentar resolver casi cualquier problema: ganar la guerra en Ucrania, luchar contra la deforestación en el Amazonas o superar la pobreza y el hambre en África. Verlo todo, captarlo todo, desde todos los ángulos posibles, para supervisar, vigilar y controlarlo todo.
La otra pieza clave de su proyecto tecnológico total es la adquisición de Twitter. Pero más allá de la dimensión ideológica, la compra de Twitter es el primer ladrillo de otro proyecto industrial crítico para el empresario: la “X App para todo”. Basada en el modelo chino de WeChat, la X App de Musk es un ecosistema tecnológico total: totalmente cerrado en sí mismo, donde todos los servicios digitales estarán interconectados, concentrando así todos los usos, un efecto de sistema sin costuras que organizaría con confinamiento algorítmico y permitiría la captura continua de datos.
La base tecnológica principal de la X App se apoyaría, por tanto, en la arquitectura existente de Twitter. Con el tiempo, si ampliamos el razonamiento, la X App podría convertirse en un espacio híbrido que compitiera directamente con el metaverso de Meta, entre otros. Y si Musk sigue contando con el beneplácito de Pekín, el proyecto podría acabar compitiendo con la big tech china, de la que el Partido Comunista Chino (PCCH) empieza a desconfiar. Estratégicamente, permitir que Musk penetre en una parte controlada del mercado chino permitiría al PCCH debilitar la influencia de algunos de sus BATX (Baidu, Alibaba, Tencent y Xiaomi, las empresas tecnológicas más grandes de China NdE), al tiempo que expondría al empresario a una mayor dependencia económica de China. Por lo tanto, una herramienta política contra eeuu en la guerra tecnológica abierta entre ellos. Pensándolo bien, ¿es una hipótesis tan incongruente?
Es quizá también en este contexto de militarización de la economía donde hay que situar la reciente declaración de Musk sobre el estatus de Taiwán. A primera vista, habría salido de su papel de geopolítico de pacotilla. En una entrevista con el Financial Times del 10 de octubre de 2022, propuso que Taiwán se convirtiera en una zona administrativa especial bajo el control de la República Popular China. La declaración le valió virulentas, y bien merecidas, críticas de Taipéi. Por otro lado, los dirigentes chinos estuvieron encantados con él y lo recompensaron tres días después con créditos fiscales para facilitar la compra de sus modelos Tesla en China en un contexto de mercado crítico para la firma –tensiones en la cadena de suministro, entrada de nuevos actores en el mercado–. La primera hipótesis, no necesariamente incorrecta pero tampoco la única, sugiere que la declaración de Musk fue puramente oportunista e interesada. Tal vez sea ese el caso. Pero eso sería pasar por alto el hecho de que detrás de Tesla está el proyecto total de Musk –X App, despliegue de Starlink, conquista del espacio– y, por tanto, naturalmente, Estados Unidos.
A través de Musk, Estados Unidos mantiene un (pequeño) pie en China. De un lado, una declaración sumaria de un “ciudadano privado”, rápidamente olvidada en la sobrecarga de información, no le cuesta mucho a Estados Unidos, pero sí refuerza la posición geoestratégica de Musk en China. Del otro, Musk se convertiría en un arma de coerción económica para China en la guerra tecnológica que la enfrenta a Washington. Entonces, ¿es Elon Musk un hombre sin ley? ¿O un caballo de Troya? El futuro lo dirá, pero en cualquier caso, los juicios apresurados solo sirven para participar en la “niebla de la tecnoguerra” y para hacer invisibles las verdaderas cuestiones en juego, con Musk como uno de sus instrumentos.
Sean o no creíbles las hipótesis planteadas en este artículo, lo cierto es que el proyecto tecnológico total de Musk es un tiro de billar de varias bandas: lo que hay detrás de la adquisición de Twitter no es Twitter per se, sino la conquista de todo o parte del mundo en un contexto en el que la economía global se está geopolitizando, militarizando y desglobalizando.
El poder de SpaceX está, al final de cuentas, al servicio de la política exterior del gobierno de Estados Unidos, que tiene la última palabra en sus proyectos
Una nueva “power politics”
Musk está construyendo una potencia geopolítica formal, complementaria a las actuales prerrogativas de Estados Unidos. Contrariamente a lo que se escribe o se transmite con demasiada rapidez en el debate público, las big tech no son “Estados paralelos”, sino que, por el contrario, se encuentran en el mismo continuo funcional que su Estado de referencia. Esta nueva “power politics”, materializada en nuevas claves de distribución del poder, no supone una dilución de la soberanía del Estado estadounidense, sino su reconfiguración. En la actualidad, por ley, la soberanía suprema sigue siendo, de forma bastante clásica, la del Estado, mientras que los gigantes tecnológicos estadounidenses son básicamente auxiliares tecnológicos (de guerra) más o menos poderosos en un ciberespacio ultramilitarizado. En este caso, el poder tecnoindustrial no es exactamente lo mismo que el poder institucional y político. Musk pone el poder de SpaceX al servicio de la política exterior de Estados Unidos, que tiene la última palabra, es decir, el poder definitivo, a través de la coacción financiera (subvenciones, órdenes gubernamentales, impuestos) o a través de la ley. Esta complejidad de las relaciones de poder proyectadas hacia el exterior no debería verse desdibujada por las operaciones de comunicación personal de Elon Musk, como su improbable plan de paz entre Rusia y Ucrania, que habría servido de sonda para Vladímir Putin, junto con Henry Kissinger y otros, según Fiona Hill. En un nivel mucho más estructural y más allá del incesante ruido de las redes sociales, no hay que olvidar las verdaderas cuestiones políticas que plantea esta nueva dinámica de poder entre Estados y big tech y lo que implica en términos de transparencia democrática.
Es este último aspecto aquel en el que Musk es más divisivo. Al comienzo de la guerra de Ucrania, en febrero de 2022, a petición del gobierno ucraniano y con la aprobación de la administración estadounidense, Musk envió sus famosos satélites Starlink a las zonas ocupadas. El objetivo era garantizar una conectividad redundante –vital para la logística militar y la coordinación de las acciones sobre el terreno– y eludir el sabotaje de la red en las zonas atacadas por el ejército ruso en el ámbito cinético o cibernético. Problema: el 14 de octubre de 2022, en una entrevista con CNN, Musk declaró que no podía seguir financiando los satélites en Ucrania con fondos propios de SpaceX (el equivalente, según una carta enviada por SpaceX al Departamento de Defensa, a 20 millones de dólares al mes), una situación provocada, en particular, por el aumento del gasto en defensa y ciberseguridad para contrarrestar los ataques rusos, que tendrían como objetivo “matar a Starlink”, según un tuit del propio Musk. En la carta, SpaceX pide al Pentágono que pague la factura de los próximos 12 meses de funcionamiento.
Más allá de la batalla de las cifras (quién pagó cuánto) y de la batalla moral (Musk es presentado alternativamente como un héroe o un villano), la secuencia es importante porque señala tres elementos fundamentales: en primer lugar, la estrategia de cerco montada por Musk sobre una parte de la cadena de servicios y funciones del Pentágono, colocada en relativa dependencia del empresario, que a su vez necesita su financiamiento, en una relación de codependencia que será muy interesante seguir en el futuro. En segundo lugar, el papel plenamente geopolítico de las big tech; desde este punto de vista, al igual que los mucho menos ruidosos Microsoft, Palantir o Google, Musk está participando, a su manera, en la configuración del papel de Estados Unidos en la geopolítica global de principios del siglo XXI. Por último, la dualidad de la tecnología, que puede utilizarse tanto para la sociedad civil como para los ejércitos en combate, plantea importantes cuestiones de gobernanza y control de estos usos.
Comprender el alcance geoestratégico, político e ideológico de Elon Musk permite hacer visibles las nuevas formas del poder y la fragilidad de los modelos
Cuestiones políticas fundamentales que quedan por resolver
Cuando se juntan todos estos ladrillos, el sistema Musk debería llevarnos a cuestionar el papel y la necesaria redefinición del Estado como construcción política y jurídica frente a los nuevos tipos de actores híbridos, que son a la vez empresas privadas, actores geopolíticos y a veces espacios públicos. En particular, el sistema Musk señala cuatro cuestiones cruciales que nos empujan a cuestionar el papel de las instituciones:
(a) El necesario control de la gobernanza interna de ciertas big tech críticas para el interés general, el claro reparto de roles entre los Estados y los actores privados, su rendición de cuentas (accountability), así como los mecanismos de control institucional que hay que imaginar o rediseñar, ya que las instituciones existentes en su mayoría han quedado obsoletas. Lo que está en juego es, evidentemente, la preservación de las prerrogativas del Estado en términos de poder y, por tanto, de soberanía, sobre todo cuando esta última depende en parte del poder tecnológico de actores privados que se han vuelto prácticamente ineludibles o que sueñan con ser gendarmes –de manera arbitraria– del mundo.
(b) El diseño y la comercialización de tecnologías duales, por el momento indiferenciados. En el perímetro de las actividades estrictamente militares de las big tech, la necesaria (y saludable) separación de los usos militares y civiles en términos de control, gobernanza público-privada (cogobernanza), confidencialidad y también modelos de financiamiento rastreables (el caso del financiamiento de Starlink en Ucrania es sintomático de todo ello).
(c) La necesaria diversificación, en un mercado tecnoindustrial por definición muy concentrado, de los subcontratistas o subcontratados del Estado para que este pueda mantener sus márgenes de maniobra y soluciones de emergencia en caso de fallo personal o industrial de uno de estos proveedores tecnológicos oficiales big tech. La idea es evitar situaciones tóxicas de codependencia de un gatekeeper del que nos gustaría deshacernos.
(d) El debate, inicialmente lanzado en torno de Donald Trump, inflamado por Musk y que seguramente será continuado por Kanye West al comprar la red social de conspiración de extrema derecha Parler15, sobre la responsabilidad de la palabra pública de los líderes de opinión para que no envenenen el debate público ni creen situaciones políticas o diplomáticas inextricables. Si Elon Musk fuese chino, la situación habría sido bastante sencilla de gestionar: habría desaparecido durante unas semanas con el beneplácito del partido para realizar un pequeño curso de “actualización” al estilo de Jack Ma. Pero ¿en una democracia? Recientemente, un parlamentario británico propuso sancionar económicamente a Musk tras sus últimas polémicas, pero ¿es esa una solución sostenible? Por ahora, Musk no está obstaculizando fundamentalmente los intereses de Estados Unidos, pero ¿mañana?
Estos ajustes estarán en el centro de la estabilización del sistema político estadounidense, y por rebote del europeo, porque implican una actualización de la arquitectura del Estado, a fortiori si se trata de un Estado de derecho democrático. Comprender el alcance político, ideológico y geoestratégico del proyecto de Musk permite hacer visibles estas nuevas formas de poder y, a su vez, comprender mejor la fragilidad actual de nuestros modelos institucionales. Mejor que cualquier otro empresario de Silicon Valley, esto es esencialmente lo que Musk nos invita a pensar.
La versión original de este artículo se publicó en El Grand Continent. Traducción de Ana Inés Fernández.