A seguir, un fragmento "Ciccone y la máquina de hacer billetes", de Hugo Alconada Mon.
Ya viejo y enfermo, sintiéndose morir, Héctor Ciccone decidió contar su versión. Para no llevársela consigo a la tumba. O, acaso, para que Amado Boudou sufriera siquiera un poco, algún día. Primero dejó que su hija, Silvina, tomara algunas notas de su relato y las organizara en un texto que redactó por computadora. Luego les añadió sus propias anotaciones a mano. Y convocaron al escribano para que certificara su firma. Su versión.
El encuentro cumbre ocurrió el jueves 2 de septiembre de 2010. Fue en el i Fresh Market de Puerto Madero, un bonito local mezcla de restaurante, bar y misceláneas que funciona en la planta baja del complejo Madero Center, donde aún vive el actual vicepresidente de la Nación. Hasta allí fue Héctor Ciccone, de 79 años, junto a su hermano dos años menor, Nicolás, su compañero de aventuras en la imprenta calcográfica que llevó su apellido.
Juntos, Héctor y Nicolás jugaron esa mañana de visitantes, forzados por las circunstancias y por un contrapunto ocurrido el día anterior, el 1º de septiembre, en el estudio jurídico de Jorge Taiah, sobre la calle Tucumán, a metros del Palacio de Justicia.
Entre pocillos de café y vasos de agua, dos emisarios de Boudou, José María Núñez Carmona y Alejandro Vandenbroele, plasmaron la presión que venían ejerciendo desde hacía semanas en un escrito que reflejó, sin vueltas, que se quedarían con el control de Ciccone Calcográfica, conocida como “la Casa de Moneda privada de América del Sur”, por un precio vil.
¿Qué decía ese escrito? Que la familia Ciccone debía otorgar una opción de compra del 70% de las acciones de su empresa a una sociedad por entonces ignota y sin mayores antecedentes comerciales llamada The Old Fund, alias “TOF”.
¿Cuál era la frutilla de ese amargo postre? Que “el precio único y total de compra de las acciones, en caso de ser ejercida por TOF, será de 1.000 pesos argentinos”, según consta en ese documento.
A esos mil pesos, claro, Núñez Carmona y Vandenbroele sumaron promesas de futuros contratos multimillonarios de los que la familia Ciccone embolsaría su parte. El 30%, para ser precisos. Casi el paraíso en la Tierra, siempre y cuando se creyera en sus profecías. El problema es que los “usurpadores”, como comenzó a llamarlos una parte de la familia, ni siquiera aportaron el dinero para pagar el sellado del contrato.
La reunión en el estudio de Taiah, por tanto, no resultó del todo agradable.
De un lado del ring, el propio Taiah, Vandenbroele –a quien en ese estudio llamaban “el holandés”– y Núñez Carmona.
En la otra esquina, una de las hijas de Héctor, Silvia Ciccone, y su prima Bettina, hija de Nicolás, junto a su marido, Pablo Amato, el ladero de toda la vida de su suegro en la empresa.
Y en el medio, a mitad de camino pero sin ser el umpire, el otro yerno de Nicolás, Guillermo Reinwick, que sirvió de primer e incómodo enlace entre los “usurpadores” y la familia que lo había menospreciado durante muchos años, a tal punto que jamás pisó la planta impresora de Don Torcuato.
Estaban allí reunidos porque el acoso ejercido por “los usurpadores” durante semanas había comenzado a rendir sus frutos. Días antes, Nicolás había dado su aval a la entrega de ese 70% estampando su firma en el documento, pero la otra parte de la familia, con Héctor y Silvia a la cabeza, aún se resistía, hasta llevar la discusión casi al punto de rompimiento.
—¿Por qué no querés firmar? –le preguntó Vandenbroele a Silvia.
—Porque no sé quiénes son ustedes.
—¿Te basta con Boudou?
Truco, retruco y vale cuatro (…).
La reunión en el i Fresh Market empezó sin demasiadas vueltas ni formalidades. Al punto que, siendo la mañana del jueves, el entonces ministro de Economía ni siquiera estaba de traje. Apareció de jogging.
Los otros tres comensales, para ese momento, ya se conocían: Núñez Carmona y Nicolás y Héctor Ciccone. Fiel a su personalidad y a lo acordado en el cónclave reducido de la noche anterior, Héctor fue al grano. Pidió 50 mil dólares por mes para cada uno de los dos –o, de faltar ellos, para sus respectivas familias– a cambio de izar la bandera blanca. Boudou tampoco anduvo con vueltas: “Dale lo que pide”, le ordenó a su íntimo amigo desde que se conocieron en el colegio primario en Mar del Plata, Núñez Carmona.
No hubo mucho más que hablar. Apenas si ultimaron algunos otros detalles antes de que Héctor llamara a su hija Silvia, que esperaba la señal en una escribanía: “Firmá”.
Listo.
Y adiós a la empresa familiar.
Controlar Ciccone y su máquina de hacer billetes, como pareció lograrlo Boudou, era el sueño de muchos.
El origen. Néstor Carlos Kirchner estaba molesto. Detestaba a los Ciccone, a quienes asociaba con el Mundial ’78 de la dictadura, con Alfredo Yabrán, con el negociado de los DNI y otros muchos curros de los tiempos de Armando Gostanian, “el gordo bolú” en la Casa de Moneda. Pero también veía que el Gobierno –el suyo y el de su mujer, Cristina Fernández– le entregaba contratos multimillonarios a Boldt, la empresa que sospechaba que financiaba los proyectos electorales de Eduardo Duhalde y Daniel Scioli.
Para los cánones kirchneristas, Satanás y Lucifer. La pregunta para Kirchner era, pues, qué hacer. ¿Cómo proceder? ¿Repotenciar la Casa de Moneda y perjudicar a Boldt y a Ciccone por igual? El problema era que un histórico del peronismo desde los tiempos del Cordobazo, Juan Carlos Pezoa, devenido en titular de la Casa de Moneda y luego en secretario de Hacienda de confianza del santacruceño, estimaba que aggiornar la imprenta estatal podía insumir más de 500 millones de pesos.
Una fortuna que, dados los antecedentes de la administración pública, tampoco garantizaría resultados. Fue entonces, a principios de 2009, que sonó el teléfono de Ernesto Gutiérrez, uno de los empresarios con mejor diálogo con el poder, junto a otro tiburón de los negocios, Eduardo Eurnekian. Titular de Aeropuertos Argentina 2000 hasta fines de 2012, Gutiérrez aún repite como su frase de cabecera que “en los negocios como en el surf todo es una cuestión de timing, de manejar los tiempos y entrenarse lo suficiente para ganar”.
Y, claro, si el hacedor de mareas juega de tu lado, mejor aun. La perspectiva de negocios para Gutiérrez era, desde la teoría, sencilla; tenía que tomar el control de Ciccone Calcográfica para luego avanzar sobre dos opciones posibles: que los contratos del Estado fluyeran a casa en vez de a Boldt o comprar la imprenta, valorizarla y venderla, embolsando la diferencia.
La primera aproximación de Gutiérrez a los Ciccone para desarrollar su plan resultó alentadora. Golpeados por las sospechas de sus vínculos con Yabrán, el colapso de la convertibilidad, la pesificación de sus acreencias pero no así de sus créditos en dólares tomados en el exterior, y por lo que veían como un abierto favoritismo de algunos funcionarios, como Aníbal Fernández, hacia Boldt, los Ciccone llevaban años en la búsqueda de “una novia” para su empresa.
Cual émulos de Roberto Galán, Héctor y Nicolás Ciccone incluso habían negociado antes, durante 2008 y principios de 2009, la venta de la compañía a una de sus grandes competidoras del mundo, la francesa Oberthur Technologies, que llegó a completar el proceso de due diligence y ofrecerles 10 millones de dólares, en mano, más encargarse de afrontar las deudas acumuladas.
Sin embargo, la codicia –o el deseo casi animal de conservar la empresa– los superó. Tras un viaje a Francia para hablar con los popes de Oberthur, los Ciccone pidieron el doble de dinero. Y allí mismo quedó trunca la operación. Vuelta a empezar.
¿Acaso llegaron a tentar a Cristóbal López? Algunos dentro de la familia Ciccone dicen que sí, aunque junto al empresario patagónico retrucan que no, que es falso de toda falsedad. El problema, en cualquier caso, es que con cada candidato fallido para la novia la presión oficial iba en aumento. Al punto que los Ciccone dejaron de ocultar su fastidio con lo que, antes de que Kirchner tomara el toro por las astas, consideraban un grosero favoritismo de algunos funcionarios nacionales de origen bonaerense hacia la competencia. “Siempre Boldt”, fue el latiguillo que comenzaron a plasmar en sus escritos.
Eso ocurrió, por ejemplo, cuando llegó el momento de definir qué empresa imprimiría los padrones para las elecciones nacionales. Hasta 2003 se había encargado la Casa de Moneda, pero en 2005 y 2007 los contratos quedaron para Boldt. Y lo mismo terminó por ocurrir en 2009, pero de manera más grosera, según los Ciccone. La firma rival ganó la licitación, pero como luego vislumbró que no llegaría a cumplir con los plazos de entrega acordados, subcontrató a la propia Casa de Moneda. “Siempre Boldt”, chillaron los Ciccone.
El 2009 fue, también, el año de la derrota electoral de Kirchner a manos de Francisco de Narváez, traspié que muchos –Duhalde y Scioli incluidos– vislumbraron como una oportunidad de cara a las presidenciales de 2011. Pero el patagónico decidió mover sus fichas y complicar los planes –¿y el financiamiento electoral?– de sus potenciales rivales.
Para Gutiérrez, entonces, el panorama pintó más atractivo que una ola gigante para surfear, tras recibir un aviso concreto a través de un amigo y socio suyo en la firma Log Cabin SA, Ricardo Saint Jean, hijo del general de la dictadura y gobernador de facto de la provincia de Buenos Aires, Ibérico Saint Jean. Ricardo Saint Jean contaba con información privilegiada. Además de ser socio de Gutiérrez trabajaba, al mismo tiempo, como abogado para los Ciccone.
La negociación resultó veloz. Gutiérrez se quedó con el 50% de las acciones con el compromiso de pagarles a los Ciccone cuando fuera posible a través de una opción de compra. ¿Por qué tan fácil? “Porque apostamos a que la buena llegada de Gutiérrez a la Quinta de Olivos nos sacaría de encima la presión de Aníbal (Fernández) y el manto de sospechas que nos rodeaba sobre nuestro pasado”, explicarían mucho después desde la familia.
¿Qué tipo de presiones de Aníbal? Complicaciones y trabas para cobrar millones adeudados, para trabar la renovación del contrato para la confección de pasaportes o, cuando menos, la indemnización correspondiente cuando la Policía Federal se quedó con la infraestructura tecnológica provista por Ciccone. Hablar de pasaportes con Nicolás Ciccone “era sinónimo de quejas sobre Aníbal”, abundarían los familiares.
Gutiérrez ingresó en febrero de 2009 de la mano de su Inversiones Tecnológicas SA, y con un socio que en los papeles controló apenas el 5% de las acciones: el fondo de inversiones Fintech, cuyo rostro visible a nivel mundial es el mexicano David Martínez, y para ese negocio en particular fue Federico Gualterio Jorge Schmid.
La operación, sin embargo, terminó por derrumbarse con el paso de los meses. Gutiérrez no logró que llovieran los contratos ni logró tentar a otros empresarios para que se sumaran a la aventura. De hecho, Eurnekian no quiso saber nada con el asunto, y el 31 de agosto de 2009, viendo la sangría de millones de pesos que insumía la imprenta, Gutiérrez y Fintech se abrieron. No hubo olas para surfear.
El tropiezo de Gutiérrez, sin embargo, representó una nueva oportunidad para un ala del Gobierno que quería tomar el control de Ciccone Calcográfica mediante su estatización o compra solapada, posibilidad que otros funcionarios calificaban como “loca” o “disparatada”.
Aníbal Fernández, más de tres años después, admitiría que él adscribía a esas ideas estatizadoras (o compradoras). “Yo soy uno de los mentores de esta situación”, le dijo al relator Víctor Hugo Morales en alusión a un hipotético plan de expropiación. “Cuando yo veía que la sociedad le debía tanto dinero al Estado, no debíamos darle más vuelta”, argumentó. El plan de ese grupo de funcionarios, entre los que también descolló Pezoa, logró un dictamen de la Dirección Nacional de Inversión Pública para comprar también una planta “llave en mano”, pero no prosperó.
Se llegó incluso a hablar de la suiza Koenig & Bauer, más conocida como KBA, para la renovación de equipos, obras y capacitación de personal de la Casa de Moneda por 150 millones de euros.
Pero quedó en el aire. Y sus impulsores, colgados de un pincel. Porque otros dentro del Gobierno se encargaron de boicotearlos, de una manera tan evidente que un emisario de Boudou les comunicó a los suizos que no había presupuesto para solventar ese proyecto
*Extraído del libro Boudou-Ciccone y la máquina de hacer billetes (Editorial Planeta).