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Argentina, Irán y Estados Unidos: el triángulo inesperado

Una historia de las relaciones entre el Estado islámico y la potencia de Occidente. Argentina entró en ese vínculo, según la denuncia de Nisman.

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La relación conflictiva entre Estados Unidos y la República Islámica de Irán comenzó con la misma génesis de esta última, la revolución fundamentalista de 1979, y se profundizó con la crisis de los rehenes y la suma del poder en las manos del ayatolá Khomeini, en noviembre de ese mismo año.

El antagonismo contra los norteamericanos no era una venganza específica por la alianza de décadas entre el Departamento de Estado y el desplazado sha Reza Pahlevi. En rigor, el presidente norteamericano Jimmy Carter estaba mejor predispuesto a conciliar con el nuevo ayatolá que a continuar sosteniendo al sha. Incluso le negó asilo cuando el aliado depuesto le rogó una parcela de tierra americana para morir de cáncer en paz. Ni las gestiones de Kissinger y Rockefeller rindieron: el sha se vio obligado a morir en Egipto.

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Ni Carter ni sus funcionarios hubieran optado por el camino de la confrontación: lo impusieron los Guardias Revolucionarios al secuestrar a 66 ciudadanos norteamericanos residentes en Irán. Carter intentó un rescate militar, tan falto de voluntad como de eficacia. Antes y después, como ahora Obama, intentó infructuosamente negociar la liberación de sus ciudadanos. En ese trámite, perdió las elecciones a manos de Ronald Reagan, quien amenazando con represalias militares abrumadoras sí logro rescatar a los cautivos, para luego a su vez protagonizar el escándalo del Irangate: insensatamente, pactó con este régimen de irredenta hostilidad antioccidental para combatir a los sandinistas nicaragüenses, mucho menos peligrosos y con quienes sí hubiera podido alcanzar un statu quo razonable.

El odio de los ayatolás contra las democracias no es resultado de la política de Estados Unidos respecto de Irán en sí, sino la consecuencia de la ideología fundamentalista islámica, expresada en términos similares por la Hermandad Musulmana en las primeras décadas del siglo XX, por los ayatolás a fines de los 70, por Hezbollah y Hamas desde mediados de los 80 y por todos ellos más Al Qaeda, EI y Boko Haram en el siglo XXI: la libertad de expresión, la diversidad sexual, las costumbres liberales, la propiedad privada y el Estado de derecho son abominaciones del Gran Satán, Estados Unidos, que pervierten el mundo. Nada de lo que hagamos los habitantes de las democracias liberales, excepto cumplir la Sharia como estos grupos y Estados la entienden, nos librará de su guerra santa. Argentina, como la democracia más representativa de la región, ha sufrido el azote del fundamentalismo islámico en dos tristemente célebres ocasiones: la destrucción de la Embajada de Israel en 1992, y el atentado contra la AMIA en 1994.

Obama, como en su momento Jimmy Carter y como Reagan durante el Irangate, está barajando la estrategia del apaciguamiento. En este contexto opaco aparece, sin invitación, por decisión autónoma, el lado argentino del triángulo: la presidenta Cristina Fernández de Kirchner, el canciller Héctor Timerman, el piquetero oficialista Luis D’Elía, acusados por el fallecido fiscal Nisman de planear una maniobra de encubrimiento con los mismos acusados de atentar contra la AMIA, junto a las espadas mediáticas del oficialismo, declaman: “Si Estados Unidos negocia con Irán, o al menos anuncia que lo intenta, ¿por qué no nosotros?”. Van mucho más lejos aún: “Israel, que prefiere el conflicto con Irán, ha hecho lo imposible por embarrar la cancha con la muerte del fiscal Nisman, para mantenernos en un estado de tensión con quienes, de otro modo, como bien lo grafican las conversaciones entre Yussuf y Luis, serían nuestros estupendos amigos iraníes”. Disparatadas podría ser un adjetivo elegante para calificar estas teorías, si no fuera porque se trata de un peligroso intento de manipulación de la opinión pública argentina.

Estados Unidos no está hoy reclamando por rehenes, ni intentando resolver un atentado terrorista. Ya sabemos cómo lidiaron las administraciones de Bush y de Obama con los atentados contra las Torres Gemelas: invadieron Afganistán, invadieron Irak, apresaron a miles de sospechosos y finalmente mataron a Bin Laden. No se puede decir que hayan negociado. Lo que sí están negociando ahora es cuán libres le dejarán las manos a Irán respecto de Israel. Los ayatolás, sin distinción de nombres ni de grados, han declarado una y otra vez su intención de exterminar a la única democracia del Medio Oriente. La posible decisión de Obama de subestimar la amenaza iraní no equivale a una disociación directa respecto de Israel, sino al abandono de ciertas responsabilidades globales, tras el agotamiento norteamericano de tres cuartos de siglo a cargo del mantenimiento del orden mundial.

Nuestro gobierno desplegó un antinorteamericanismo infantil al menos desde 2005, cuando le organizaron a Hugo Chávez su fiesta de cotillón anti Bush; seguida por las denuncias de la “operación basura” de Antonini Wilson, pasando por el alicate con que Timerman abrió una valija diplomática norteamericana en 2011. Pero en cuanto Obama apenas pondera la remota posibilidad de una negociación con Irán, nuestros ex antiyanquis de pronto quieren volver a sus orígenes menemistas de las relaciones carnales: “¡Pactemos con Irán igual que Obama!”. ¿Quién les va a explicar a los K que la Justicia norteamericana no ordenó la captura internacional de ocho sospechosos iraníes acusados de invadir territorio norteamericano y asesinar a 85 personas en su suelo? Ya hemos señalado cómo reaccionaron los presidentes norteamericanos contra los acusados en ausencia de haber ejecutado el peor atentado terrorista sufrido por esa nación. Pero nuestra Justicia intenta traer a nuestros estrados a los ocho altos funcionarios iraníes sospechados de haber cometido el peor atentado sufrido por nuestro país; y la propuesta de la Presidenta, su canciller y sus intelectuales es: “Ahora sí, imitemos a los norteamericanos. Ahora hagamos seguidismo, ahora relaciones carnales con EE.UU. e Irán”. Cuando por primera vez se les ofrece a los K mantener una disonancia no hostil con Estados Unidos, una diferencia realmente requerida por nuestro interés nacional, por nuestra dignidad y nuestro sentido de la justicia, también por primera vez prefieren el american way of life de Obama. El antinorteamericanismo se limita a que no nos molesten para traernos el dinero sucio venezolano, a que no nos jodan pidiéndonos transparencia en el Indec, que no escorchen exigiendo respeto a la prensa independiente. Pero si se trata de entregarnos atados de pies y manos a la teocracia iraní, entonces sí, somos de la gloriosa juventud de Obama y Kerry.