A comienzos de junio, el presidente chileno, Gabriel Boric, pronunció su última cuenta pública ante el Congreso Nacional. Un discurso de casi dos horas y media, estructurado sobre cuatro ejes –seguridad, desarrollo, democracia y cohesión social– que, más que un balance de gestión, fue un acto de posicionamiento político. En otras palabras, Boric no solo quiso cerrar un ciclo, sino abrir otro: el de su legado y, probablemente, el de la disputa por la continuidad de su proyecto político en 2026.
Como todo líder que enfrenta sus últimos tramos en el poder sin posibilidad de reelección inmediata, Boric se propuso consolidar una narrativa que combine convicción con adaptación. Reivindicó sus principios –esos mismos que lo catapultaron desde la calle a La Moneda–, pero también reconoció que gobernar sin mayoría parlamentaria implica ceder, ajustar y negociar. En política, la pureza sin pragmatismo se convierte en testimonio, no en gestión.
Un ejemplo clave fue la reforma previsional. Boric la presentó como un avance social, pero en la práctica terminó consolidando el sistema de capitalización individual –emblema del modelo chileno– que su sector históricamente ha cuestionado. El resultado: una reforma que no elimina a las Administradoras de Fondos de Pensiones (AFP), sino que las reconfigura, mostrando que en Chile, como en muchas democracias fragmentadas, los cambios estructurales avanzan por los márgenes, no por revoluciones.
En seguridad –tema central tanto en Chile como en Argentina–, Boric mostró un viraje. El mismo líder que en sus inicios criticó las políticas represivas hoy defiende la ley antinarco, el control de la inmigración irregular y el estado de excepción en la zona sur frente al conflicto mapuche. Una inflexión que evidencia cómo la realidad termina moderando el idealismo, especialmente cuando el ciudadano común pone la seguridad como prioridad número uno.
En el plano social, destacó el aumento del salario mínimo, la jornada laboral de cuarenta horas y la nueva política de salud pública, incluyendo el decreto GES para ampliar cobertura. Medidas con buena recepción simbólica, pero que despiertan interrogantes sobre su impacto real en el empleo formal y en las finanzas fiscales.
Económicamente, el país muestra signos de recuperación: inflación a la baja y crecimiento algo por encima de lo previsto. Pero no alcanza. La apuesta por el litio, el hidrógeno verde y la expansión del transporte público (como el metro al aeropuerto) son señales de modernización, aunque en un país que aún espera certezas regulatorias para atraer inversión sostenida.
La crisis de probidad que golpeó a su administración en el último año no fue ignorada. Boric condenó la corrupción con dureza y llamó a retomar la agenda de transparencia. Sin embargo, el desafío no es retórico: la ciudadanía demanda hechos, no solo promesas.
En política institucional, propuso reducir la fragmentación partidaria, algo comparable a los desafíos argentinos con la proliferación de sellos sin estructura. No obstante, cualquier intento de reforma en este ámbito es complejo, debido que los llamados a aprobarla son los parlamentarios que podrían verse afectados con estas medidas.
En el plano valórico, el presidente presentó iniciativas sensibles como la despenalización del aborto y la regulación de la fertilización asistida. Tópicos que no solo dividen a su coalición, sino que movilizan a una oposición conservadora que, como en Argentina, considera estos temas como líneas rojas no negociables.
Uno de los anuncios más simbólicos fue el cierre del Penal Punta Peuco, donde cumplen condena militares por crímenes de la dictadura. Un gesto que conecta con su base electoral, pero que también polariza el debate público y tensa la relación con las fuerzas armadas.
En política exterior, Boric no eludió definiciones: condenó el fraude electoral en Venezuela, la represión en Nicaragua, el autoritarismo en El Salvador y la guerra de agresión de Rusia en Ucrania. También criticó la ofensiva israelí en Gaza, al tiempo que rechazó el terrorismo de Hamas. Una política internacional con fuerte carga valórica, pero también con cierto riesgo de aislamiento diplomático si no se maneja con equilibrio.
Y como todo cierre necesita futuro, Boric apeló a la descarbonización acelerada, al fin del CAE (el crédito universitario) y a una visión de país donde el Estado, el mercado y la sociedad civil compartan responsabilidades. En sus palabras: “El mercado no se regula solo y los derechos humanos no se transan”.
Consciente de que su margen de acción se reduce, Boric busca dejar instalada una hoja de ruta y una narrativa que pueda proyectarse más allá de su mandato. Como en todo final de ciclo, el lenguaje del legado convive con el del deseo de continuidad.
A los chilenos, el gobierno de Boric nos deja una lección nítida: una cosa es liderar desde la protesta, y otra muy distinta construir gobernabilidad desde el Estado. Gobernar con minoría parlamentaria, en medio de tensiones sociales y con una ciudadanía impaciente, exige más que convicciones; requiere oficio, realismo y pragmatismo. Requiere un sistema político capaz de gestionar acuerdos desde el reconocimiento de las diferencias. Se valora el reconocimiento del presidente con las instituciones y la democracia. Pero no basta. Se necesitan reformas concretas que permitan que Chile vuelva a transitar por el camino que se extravió hace algún tiempo.