ELOBSERVADOR
perfil en colombia

Crónica de una Medellín que dijo ‘No’

default
default | Cedoc
Desde Medellín
Medellín, la tierra de Pablo Escobar, es verde, muy verde. Una ciudad en medio de la selva. En cada esquina hay vegetación y casas de ladrillos. Hay pobreza en las calles; hay modernidad en los servicios, como el metroclable que nada tiene que envidiarle a Berlín.
Cuando llegué a la ciudad, una semana antes del plebiscito que le dijo “No” al acuerdo entre el gobierno de Juan Manuel Santos y las FARC, pensé que me iba a encontrar con una fiesta, más allá de las cumbias que suenan por la noche y las parejas que bailan, sin importar si nadie más sigue el compás en todo el bar.
Creí que todos, o al menos bastantes, iban a aclamar la paz. Error. Dicen que quien hace realmente periodismo es aquel que se enfrenta a sus más grandes prejuicios.
En la calle, ya resonaba el “No”: que no pueden darles tanto poder a las FARC, después de lo que hicieron. Que son la tercera guerrilla más rica del mundo y que no puede ser que no vayan ni un día a la cárcel. Que el acuerdo es larguísimo y no queda claro. Que es una vergüenza ver “cómo todos los medios entrevistan a un asesino”, por Timochenko. Otros, con menos filtro, hasta se animaban a confesar que “más que una cámara, deberían ponerle un tiro en la frente”.
Conocido el resultado –el “No” obtuvo el 50,21% de votos frente al 49,78% del “Sí”– en El Poblado, uno de los barrios más acomodados de Medellín, se escuchaban bocinas de festejos y se veían caras de sorpresa.
“Ahora hay que ver cómo reaccionan las FARC con la gente en los montes”, llegó a decir un joven que no salía de su asombro y tristeza, casi que empezaba a entrar en pánico.

Acuerdo. El tratado de paz desechado en Colombia no aplicaba una justicia plena, que tampoco llegará sin una derrota militar de la guerrilla. Pero ofrecía la posibilidad de conocer la verdad y de avanzar en la pacificación del país.
Un taxista dijo que a él le resulta muy difícil perdonar. Que “al pueblo se le pide mucho. Los de las FARC mataron mucha gente”.
En el metrocable que va al barrio San Javier, uno de los más pobres de Medellín, un hombre opinó que prefiere a Pablo Escobar antes que a las FARC, porque “al menos les daba algo a los pobres. Era un asesino, pero también como un Robin Hood”. Frase que no dijo Netflix, sino un hombre de carne y hueso, mirándome a los ojos. “El quiso pagar la deuda externa y no lo dejaron. Ahora los de las FARC van a estar en el Congreso, después de matar miles de personas. Eso yo no lo quiero. Que no toquen a mi pueblo porque si no, saltamos”.
En Colombia, la política y la Justicia parecen no tener el mismo peso que en otros países de Latinoamérica. Acá la justicia por mano propia tiene un valor muy particular, que sólo sus ciudadanos parecen entender, al igual que el perdón.

Después del no. Un día más tarde, las postales de Medellín parecían seguir con naturalidad. En el parque Pies Descalzos, uno de los más famosos de Medellín, la regla es sacarse los zapatos “para conectarse con el planeta”.
En general, son los niños los que se descalzan y meten sus pequeños pies en una pileta con agua que les llega hasta las rodillas. Patalean y se salpican. Se ríen fuerte. Con paz.
En el Parque Lleras del Poblado, un hombre está de rodillas, sosteniéndole las piernas a una mujer que está sentada en un banco, muy coqueta y llamativa, como todas las paisas. En la misma plaza, en la que en 2001 un atentado de un coche bomba de una banda de sicarios mató a ocho personas, ahora tres hombres le cantan una serenata a esta pareja. A ellos no les importa que los músicos estén casi pegados, como rozándolos, mientras les cantan.
Ellos se besan sin parar, sin paz.