ELOBSERVADOR
la tragedia en gaza

Del supremacismo fundacional a la barbarie “civilizada”

La frase de Benjamin Netanyahu (“Esta es una guerra entre la civilización y la barbarie”), que en la Argentina tiene claras resonancias sarmientinas, no es un exabrupto. Es la culminación coherente de un relato que ha acompañado al sionismo desde sus orígenes, aunque duela a quienes aún anhelan un sionismo progresista. La saga de una controversia que sostiene el autor con el historiador Yoel Schvartz.

14_06_2025_gaza_cedoc_g
| cedoc

En un contexto mundial donde líderes políticos como Trump, Milei o Putin dicen cualquier cosa sin costo, estas expresiones no sorprenden. Mientras crece la preocupación mundial por la catástrofe que se perpetra en Gaza, los dichos del responsable principal de ese desastre no son nada nuevo: “Bibi” y sus corifeos han tenido antes expresiones semejantes (y peores): al calificar a los palestinos como “animales”, al argüir que “no hay inocentes en Gaza” o al aludir a Amalek, el pueblo “enemigo de Israel” en la leyenda bíblica, que un Dios vengador mandó a los antiguos judíos a exterminar.

Sin embargo, si es lícito soñar con un futuro de paz en Medio Oriente, es imperativo revisar la narrativa dominante del actor con mayor responsabilidad: el Estado de Israel y, por ende, el sionismo. Y si esa revisión se hace sin concesiones, se puede trazar una línea directa entre la retórica actual y conceptos centrales del fundador del sionismo, Theodor Herzl.

Esta columna continúa el diálogo con Yoel Schvartz, amigo querido y polemista lúcido (https://bit.ly/4n3hxGr; https://bit.ly/4jGss5J). Lo hago consciente del riesgo de que esta conversación que lleva ya un tiempo (arrancó en octubre del año pasado) termine como un chiste judío: “Schvartz y Schvartzman discuten en un bar”, podría ser el inconfundible comienzo. Eludo el término “debate” para evitar su raíz bélica, buscando en cambio puntos de acuerdo, no chicanas (https://bit.ly/4jOuroS; https://bit.ly/43U26aJ)

Esto no les gusta a los autoritarios
El ejercicio del periodismo profesional y crítico es un pilar fundamental de la democracia. Por eso molesta a quienes creen ser los dueños de la verdad.
Hoy más que nunca Suscribite

Diálogo incómodo con narrativas fundacionales. En respuesta a una nota previa de mi autoría, Yoel ofrece una crítica fenomenológica del conflicto israelo-palestino, que busca matizar, contextualizar y advertir contra el reduccionismo moral. Su tono es ponderado, su conocimiento erudito. Pero, quizás sin intención, termina protegiendo el statu quo colonial bajo el ropaje del equilibrio analítico.

Yoel afirma que criticar la narrativa fundacional del sionismo es incurrir en un esencialismo negador de la agencia del pueblo palestino. Pero no parece ver que el problema es que esa agencia –histórica, política, cultural– fue sistemáticamente desactivada por el propio aparato sionista desde su origen. No por mis modestas columnas de opinión.

La frase “una tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra”, aunque no fuera dicha por Herzl (tal como Yoel me corrige en su nota) expresa el espíritu que predominó en la práctica: el menosprecio, el desconocimiento deliberado de una población real, al comenzar la progresiva política de desposesión que, casi ocho décadas después, prosigue hasta la actualidad.

Por entonces no se hablaba de “limpieza étnica”. Las palabras pueden variar, pero los hechos no. Y como decía Talleyrand, las palabras a veces se usan para ocultar los hechos. La historia que Yoel reconstruye con precisión se detiene justo donde el poder se manifiesta: cuando ese discurso se convierte en maquinaria estatal, militar y territorial de desposesión.

La sombra de Herzl. La aceptación acrítica de una narrativa legendaria como verdad histórica es un elemento central a revisar. Como planteó Marx al marcar que “la primera crítica es la crítica de la religión”, si no cuestionamos lo que nos fue implantado, marcado a fuego, cuando no teníamos los recursos críticos para resistir esa implantación, difícilmente revisaremos el edificio asentado sobre ella. En El Estado judío (1896), Herzl sostiene que “somos lo que de nosotros se hizo en los guetos” y que todos los pueblos de Europa son, “sin excepción, vergonzosa o desvergonzadamente antisemitas”. Cuando discute dónde crear el Estado Judío (en Palestina o en la Argentina) resuelve que “Palestina es nuestra inolvidable patria histórica” y añade: “Para Europa formaríamos allí un baluarte contra el Asia; estaríamos al servicio de los puestos de avanzada de la cultura contra la barbarie. (...) Mantendríamos relación con toda Europa, que tendría que garantizar nuestra existencia”.

Esta concepción de “barbarie del Asia” como contraste a la “civilización” europea revela un germen de supremacismo ya en el pensamiento fundacional.

Obviamente Hamas no existía cuando Herzl escribió esas líneas. Es el resultado de un proceso de gran complejidad pero cuyo eje es la creación de un Estado que a los ojos de quienes allí vivían no podía ser otra cosa que una implantación artificial. Un pretexto para despojarlos de sus tierras (aunque en el movimiento sionista haya habido quienes no pretendían desalojar a nadie sino convivir. Pero no fueron los que se impusieron, como es evidente).

Herzl, profeta fallido, lo vio, pero no para Palestina: criticando (sin nombrarla) la colonización del Barón Hirsch (con quien se había reunido sin éxito: cada uno perseveró en su posición), señaló en su libro que esa iniciativa “tiene que acabar mal, pues llega siempre el instante en que el gobierno presionado por la población que se siente amenazada, prohibe la inmigración de judíos”. Eso no ocurrió en la Argentina. En cambio, en Palestina fue todo mucho peor.

De asimetría y cifras. Uno de los reproches de Yoel es que hago énfasis en la desproporción de víctimas, en la asimetría brutal (sesenta a uno y en aumento). Dice que los números “muestran, pero no explican”. Pero omite que también desnudan. Y una de las cosas que desnudan es cómo en pocos meses se fue revelando la verdadera naturaleza de la llamada “guerra” en Gaza, que hoy es reconocida o denunciada incluso por referencias de la política tradicional israelí (“guerra privada de Netanyahu”, la acaba de definir).

En cinco siglos de método científico aprendimos que, si bien los números no alcanzan para explicar el mundo, sin ellos el mundo no se entiende. Las cifras son importantes: grafican lo que de otro modo no seríamos capaces de procesar racionalmente.

Por eso no es perder tiempo mostrar de dónde salen los millones asesinados por el nazismo o la (para nada arbitraria) cifra de los 30 mil en la Argentina. Las cifras importan. Mucho más si se pretende que se trata de una guerra: ¿puede una “guerra” que produce semejante desbalance de muertes ser calificada como tal? ¿O estamos ante un castigo colectivo, justificado en nombre de una supuesta lucha civilizatoria? La frialdad de los números permite ver lo que muchas veces las narrativas empañan: no hay simetría posible entre ocupante y ocupado, entre ejército y población sitiada, entre Estado nuclear y pueblo sin soberanía.

No se puede desactivar la narrativa de retaliación eterna sin asumir cada quien lo que le corresponde corregir. Yoel me reprocha que solo me ocupo de la narrativa sionista y señala el riesgo de representar a los palestinos como actores pasivos. Tiene razón: los pueblos no son víctimas por naturaleza. Pero una cosa es reconocer su agencia, y otra es exigirles que carguen con una responsabilidad histórica equiparable a la de quienes los despojaron.

El liderazgo palestino ha cometido errores, como todos los movimientos nacionales en contextos extremos, y es tan heterogéneo como el israelí: no todo es Hamas, no todo es Netanyahu. Pero la narrativa que hace de esos errores (o del atroz ataque del 7 de octubre de 2023) el eje del conflicto, invierte causa y consecuencia y termina exigiendo a la resistencia oprimida el mismo estándar ético que a la potencia ocupante.

Analogías. Es cierto que hasta 1948 nadie hablaba de un pueblo palestino. Palestina era una región geográfica, no una identidad nacional. Los árabes de Palestina descubrieron que no eran meramente árabes (o sirios o jordanos o egipcios) cuando los países vecinos los rechazaron tras la Nakba y no les quedó otra alternativa que constituirse como palestinos tras haber sido desalojados de sus tierras y de sus vidas por la invasión sionista. (¿Cómo no ver la analogia con los judíos europeos que se creían alemanes, polacos, austríacos o franceses, y de pronto descubrieron que no lo eran, a partir del nazismo, y cuando, como bien señala Yoel, nadie, ni siquiera países que hoy tienen gobernadores o presidenta judía, los recibían?)

Ahora bien ¿afirmar esto es negarle agencia al pueblo palestino? Sería como negarle agencia a las comunidades judías de Europa por no asumirse como sionistas hasta la “solución final”. Pensadores dispares como Edgar Morin o Isaac Deustcher (y creo que cualquier analista honesto) atribuyen más agencia al horror nazi en la creación del Estado de Israel que al propio sionismo.

Sergio Langer, dibujante argentino de gran talento, en su libro Judíos (Planeta, 2015) ensaya una ucronía con varias líneas argumentales, absurdas y cruelmente graciosas (una de ellas es el triunfo de Hitler como artista plástico). En todas el resultado es que no hay Segunda Guerra Mundial, no hay Holocausto, “y sin desearlo, tampoco ocurre la creación del Estado de Israel”.

Herzl acertó cuando señalaba que el antisemitismo empujaría a las comunidades judías a adherir al sionismo: sin la atroz ayuda de Auschwitz quizás aún hoy el movimiento sionista estaría intentando crear un estado nacional para los judíos ante la indiferencia de la mayoría de ellos.

El pecado original. La acusación más grave que me hace Yoel, implícita o explícitamente, es que al cuestionar las bases del sionismo se cuestiona la existencia del Estado de Israel. Y que eso bordea la judeofobia. Pero lo que discuto no es si el Estado debía existir, sino cómo se fundó, sobre qué despojo, con qué conclusiopnes y con qué consecuencias para quienes ya habitaban la tierra. Y en todo caso, qué reparaciones debieron hacerse (¡a lo largo de casi ochenta años!) sin que ni siquiera se hayan insinuado. Por el contrario, como lo muestra con trágica eficacia el documental ganador del Oscar No other land, se profundiza la ocupación colonial en los territorios donde, se supone, debe funcionar el Estado palestino.

Mi amigo Yoel, creo que con sincera ingenuidad y no por estrategia argumentativa, propone “reformas desde dentro” para superar el conflicto. Pero esa fórmula ya no es creíble. Desde hace mucho. Porque la ocupación no es una desviación del proyecto: es su continuidad. No fue Netanyahu quien inventó la lógica de exclusión y supremacía, que (como mostré en notas anteriores) ya en 1967 denunciaban figuras israelíes como Yeshayahu Leibowitz. Solo la lleva a su forma más desembozada.

Incluso Golda Meir, citada por mi amigo como ejemplo de acercamiento, todavía en 1970 (a más de dos décadas de la Nakba) negaba que existiera algo como un pueblo palestino y, con ironía o cinismo, decía que palestina era ella: el pasaporte británico le daba esa nacionalidad. (Si esa era la posición de las figuras del sionismo progresista… ¿qué puede esperarse del sionismo de derecha?)

Narrativas a desactivar. El historiador palestino Rashid Khalidi cuestiona la “narrativa venenosa que pinta a Israel con los colores más brillantes y a los palestinos con los más oscuros: la idea de que Israel siempre está en peligro existencial, que los cosacos siempre están a la puerta; que el Holocausto podría repetirse, que Israel representa una flor de la civilización occidental en un desierto de barbarie árabe; un montón de tropos racistas que Israel, y el movimiento sionista antes que él, sembraron con éxito en todo Occidente”.

Desactivar esa narrativa es imperioso. Pero no parece fácil cuando desde sectores sionistas progresistas se sigue insistiendo en que “los trapitos sucios se lavan adentro”. Si hay un antídoto al veneno de la narrativa que señala Khalidi, quizás las analogías que propone mi amigo Yoel al cerrar su nota puedan resultar útiles.

Allí dice: “Una perspectiva progresista debería apostar a que las transformaciones más profundas y duraderas de las sociedades vengan desde dentro de ellas mismas. El fin del apartheid en Sudáfrica no se logró impugnando la existencia misma del Estado sudafricano, sino transformando sus instituciones desde dentro. Las revoluciones democráticas en Europa del Este no triunfaron negando la legitimidad del Estado, sino reclamando su transformación”.

Por supuesto, no puedo coincidir con esa apreciación. Las analogías de Yoel (Sudáfrica, Europa del Este) son útiles, pero deben leerse con más rigor. La Sudáfrica democrática demolió su institución fundacional: el apartheid. Europa del Este no reformó el modelo soviético: lo reemplazó. Ninguna transformación fue puramente “interna”: requirió presiones externas, boicots y luchas armadas o sociales. En ninguno de esos casos se puede sostener que la transformación provino “desde dentro de sus instituciones”.

Utopías, sí. Pero no ingenuas. Mi propuesta no es abolir Israel ni imaginar una fantasía posnacional. Es pensar otra forma de convivencia posible, sin supremacía de origen, sin exclusión legal, sin castigo colectivo. Lo que yo llamo un Estado federativo y plurinacional no es una utopía vacía, sino una forma de desactivar la lógica binaria de civilización versus barbarie que hoy sostiene el régimen de violencia perpetua.

Creo sinceramente que la única salida de verdad hace ya mucho tiempo que no es la quimera de los dos Estados, sino una salida a lo Sudáfrica: el Estado de Israel debe reconvertirse, llamarse Estado de Palestina y ser plurinacional y plurirreligioso, respetuoso de todos los grupos y etnias que lo integren. Ni más ni menos que lo que proponen los palestinos de izquierda democrática, los partidos árabes en Israel y los partidos judíos israelíes no sionistas o antisionistas, religiosos o no (además de algunos nombres judíos gloriosos como Hannah Arendt o Tony Judt). Si el arco judío sionista es heterogéneo, también lo es el no judío.

Eso no ocurrirá mañana. Pero es menos utópico que seguir creyendo que la ocupación puede reformarse “desde adentro” mientras el ejército israelí continúa bombardeando Gaza con la excusa de Hamas, se diseña un plan macabro de negocios inmobiliarios y turísticos, se habla del “Gran Israel”, se predica una nueva Nakba, se habla abiertamente de Amalek o de “no hay inocentes en Gaza”, y se expulsa a comunidades palestinas en Cisjordania con impunidad.

Relatos y coartadas. La historia no puede desandarse. Pero sí puede narrarse de otro modo. Y sobre todo, puede transformarse cuando los relatos dejan de ser coartadas y se convierten en verdades incómodas. No consiento con negar el derecho de los judíos “a un hogar nacional”, sino en discutir que ese derecho no puede sostenerse sobre el silenciamiento permanente de otro pueblo y mucho menos sobre su exterminio. Y si eso implica revisar el sionismo desde su raíz, entonces que así sea. Porque es posible pensar en una forma de civilización, en Medio Oriente o en cualquier otra parte, que no necesita enemigos bárbaros para justificar su existencia.

El régimen de apartheid no se transformó “desde dentro”. Si su lucha terminó en una solución negociada, fue porque hubo presión y lucha, dentro y fuera. El CNA de Nelson Mandela y su gente tuvieron bastante que ver (con gran participación de activistas judíos, entre ellos nuestro casi común tocayo Harry Schwartz). Precisamente por estar “fuera” de ese régimen, Mandela hasta 2008 fue considerado “terrorista” por los Estados Unidos y pasó casi 30 años preso. Si el tramo final fue “desde dentro”, fue desenlace inevitable de luchas de décadas, en las que convergieron acciones como la presión internacional, el boicot económico y la condena mundial. Recién fue “desde dentro” en los últimos estertores del sistema que se cuestionaba.

Temores y utopías. Un temor parecido a la “narrativa venenosa” de la que habla Kahlidi es el que alentaban los racistas sudafricanos para negar el voto a la población negra. El temor a la venganza, la convicción de que las mayorías negras, emancipadas, desatarían un baño de sangre pero esta vez las víctimas serían los blancos.

La eficacia de estas analogías reside en identificar dónde está, para los defensores de cada uno de esos status quo, la esencia del Estado que defienden. Sea el apartheid sudafricano, el “socialismo” autoritario de Europa oriental o el supremacismo del “Estado judío”, son esos aspectos esenciales los que se ponen en juego cuando las avenidas de la historia se convierten en un callejón sin otra salida.

En la Sudáfrica actual todavía hay defensores del viejo régimen que gritan “Dié Land is ons Land” (“Esta tierra es nuestra tierra”). Ellos también creían que “los bárbaros”, como dice Khalidi, les iban a retribuir con el mismo trato. Eso no ocurrió, aunque a Trump le guste pensar que sí y por eso habla del supremacismo al revés en una nueva puesta en escena teatral y grotesca.

¿No será hora de abandonar de una vez las “narrativas venenosas” del pasado, la fórmula de “civilización y barbarie” que para Alejo Peyret ya “chorreaba sangre” hace 150 años, cuando aquí la enarbolaban Mitre y Sarmiento? ¿No será momento de que los israelíes progresistas empiecen a pensar en serio en renunciar a la esencia supremacista del sionismo, y no solo cuestionen el supemacismo de Netanyahu? ¿No será hora de un movimiento político que reúna a israelíes y palestinos en un mismo reclamo de un Estado Federativo y Plurinacional en Palestina, donde todas las comunidades puedan desarrollarse en pie de igualdad?

A esta altura ¿cuál de las salidas resulta más utópica e impracticable?