Es frecuente oír a políticos o científicos hablar de la sociedad del conocimiento o la economía del conocimiento como ideas originales. Esos términos suelen ser empleados de manera difusa, pensando más en el desarrollo de apps de celular o cerveza artesanal que en conceptos de desarrollo económico, en cuentapropistas antes que de empresarios, soslayando mágicamente las bases de la economía. Y no es novedoso, desde que el hombre comenzó a usar sus primeras herramientas, el saber y la tecnología fue parte inseparable de su evolución cultural. Hoy vemos que la biotecnología o la inteligencia artificial están provocando cambios profundos. Sin dudas lo están haciendo, pero no es la primera vez que el conocimiento produce avances disruptivos en las sociedades y cambia su percepción del mundo. En el neolítico ocurre la primera revolución biotecnológica, la agricultura, en donde el conocimiento generado por la observación de la naturaleza se aplicó al cultivo de plantas y cría de animales. Eso llevó a los primeros asentamientos humanos y el desarrollo el comercio. Más tarde, el afán de saber por qué derivó en las leyes de la herencia y la teoría de la evolución. En el siglo 18 el avance de la física llevó a construir los primeros motores para bombear agua reemplazando la mano de obra humana y, luego, perfeccionados, aumentaron la productividad de las fábricas, la capacidad del transporte y, en consecuencia, el comercio de bienes. Fue la revolución industrial. Esas invenciones dieron origen a las leyes de la termodinámica. A fines del siglo 19 la energía eléctrica cambió la vida de los seres humanos. A principios del siglo 20 el descubrimiento de los antibióticos aumentó el promedio de vida y a mediados del siglo 20 la energía nuclear cambió nuestra visión del mundo y la política mundial hasta el presente. Lo mismo puede decirse, a otro nivel, de los anticonceptivos, que permitieron a las mujeres establecer una relación libre con su cuerpo y asumir el control de su propio deseo. Vistos en perspectiva la agricultura, una fábrica textil, la luz eléctrica, los antibióticos o los anticonceptivos nos parecen trivialidades, cosas de todos los días, pero hubo un momento en que cambiaron radicalmente nuestras vidas. Está claro que hoy nos sorprende la velocidad de las comunicaciones y los teléfonos inteligentes, pero, me arriesgo a decir, nos maravillan como la radio a mis abuelos o la televisión a mis padres. Es cierto que las nuevas tecnologías tienen un impacto en la manera de contextualizar el mundo, pero ciertamente es algo que debe analizarse sin caer en la demonización ni el endiosamiento de la ciencia.
Bien común. El conocimiento es importante para las sociedades porque es parte del bien común, consecuencia de la curiosidad innata del ser humano. Pero el desarrollo basado en ciencia y tecnología requiere tratar al conocimiento como un valor tangible de la economía, como parte de ella. El desarrollo económico necesita infraestructura (caminos, puertos, tendido eléctrico) y la novedad sería ver al conocimiento como parte de la infraestructura del país. El sentido de la “sociedad del conocimiento” debería ser el de “infraestructura del saber”. Pero es imposible pensar en la economía del conocimiento con una economía fallida y una infraestructura sin planificación ni mantenimiento. Los países desarrollados realizan una importante inversión en ciencia básica, el motor del conocimiento, pero esa inversión solo es posible y eficiente con una economía fuerte. Sin una base económica sólida no hay infraestructura de conocimiento significativa. Las políticas científicas de nuestro país son discursos vacíos. El supuesto desarrollo científico argentino de las últimas décadas es una infraestructura endeble, con poca planificación y, sobre todo, sin mantenimiento. Nada diferente al resto de la Argentina. Ha sido más gasto que inversión, con multiplicación de asalariados sin recursos para que, como albañiles sin cemento, construyan caminos a la nada. Aún así, paradójicamente, la “economía del conocimiento” está presente en el agro, una actividad competitiva a nivel mundial. Pese a que se la suele presentar como una producción primaria sin valor agregado de chacareros primitivos y avaros, el agro ha aumentado su productividad con desarrollos tan simples como la siembra directa o tan sofisticados como los transgénicos. Si la economía de Argentina aún no naufragó irremediablemente ha sido gracias una agroindustria basada en la ciencia y la tecnología. Pero no se trata de evitar el naufragio sino de navegar, algo imposible en un mar de restricciones.
Economía. Sin una economía sana, equilibrada y previsible no hay desarrollo científico sostenible (ni ningún desarrollo). Podrá haber buenos científicos, pero no ciencia. Quizás haya algún sector que funcione mejor, pero no habrá una mejora de conjunto. Hoy Argentina no contribuye de manera significativa en la creación de conocimiento, no tiene un sistema eficiente y amplio de transferencia de conocimientos, y, más grave aún, carece de un mercado de capitales y bursátil relevante, sin inversores de riesgo que apuntalen empresas incipientes y sin libertad de mercado que permita la creación dinámica de emprendimientos tecnológicos en un sistema competitivo. Y nada de esto será posible sin contar, en primer lugar, con una macroeconomía racional en la que el Estado no sea un obstáculo sino un facilitador de infraestructura para que los privados generen riqueza.
* Doctor en Bioquímica.
Universidad Nacional del Noroeste de Buenos Aires y Conicet.