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América Latina

El efecto de la polarización en las democracias

Un análisis de cómo avanza entre los más jóvenes la idea de que lo autoritario no es lo arcaico, lo impensado, sino algo tolerable si conlleva la promesa de resolver las prioridades que las democracias no lograron satisfacer. Y la división profunda de las sociedades se opone al corazón del concepto de derechos humanos, que se basa en que todos somos parte de la misma familia humana.

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Vivimos en tiempos difíciles, en los que el fomento de la política de demonización que se replica en varios puntos del mundo a lo largo de los últimos años, nos plantea un enorme desafío a la vigencia plena de los derechos humanos y nos interpela no solo desde el presente sino, sobre todo, en pos de la dirección que el mundo parece tomar. La Argentina también está inmersa en esta lógica polarizante que disuelve lazos de solidaridad que parecían inquebrantables hasta no hace mucho, mientras pone en cuestionamiento los debates históricos que dábamos por saldados. Nada puede darse por seguro.

El discurso cínico de la división se opone ideológicamente a la idea central de los derechos humanos, según la cual todas las personas formamos parte de la misma familia humana. De un tiempo hasta acá, han crecido las voces que se mantenían agazapadas, en las colectoras del sistema, y ahora se plantan desde el mainstream para gritar sus verdades sin debate alguno, apelando a las herramientas de la desinformación para legitimar corrientes de pensamiento tan disruptivas como excluyentes. La época de la posverdad, de las creencias que se imponen con fuerzas de hechos, nos reconfigura como sociedad desde nuestro interior. 

El año pasado, un equipo del reconocido centro de investigación especializado en ciencias políticas V-Dem encontró que “los avances en los niveles globales de democracia logrados en los últimos 35 años se han esfumado, y el 72% de la población mundial –5.700 millones de personas– vive en autocracias”. Asimismo, Freedom House ha presentado hallazgos similares: durante 16 años consecutivos, se ha visto un deterioro de las libertades generales en al menos sesenta países.

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En este contexto, el modelo autoritario ya no es lo arcaico, lo impensado. Todo lo contrario. Alerta la aceptación cada vez mayor, por parte de las generaciones más jóvenes, de la idea de que la vida bajo un régimen autoritario puede ser tolerable si conlleva la promesa de resolver aquellas prioridades que las democracias no lograron satisfacer.

La encuesta global más reciente sobre el estado de la democracia realizada por Open Society Foundation halló que, de las 36 mil personas de entre 18 y 35 años que fueron encuestadas en treinta países, más de un tercio (35%) apoyaba la idea de un líder fuerte que eliminara los órganos legislativos y las elecciones. Solo un 26% de las personas de entre 36 y 65 años compartía esa opinión. La juventud también estaba más abierta a la idea de un gobierno militar (42%), frente al 33% de las personas de entre 36 y 65 años.

Jaque a la igualdad. En ese escenario, las y los defensores de los derechos humanos se han vuelto blancos de un ataque sistemático a la par de las minorías que defienden. La lógica del individualismo disuelve el sentir colectivo en la comunidad mientras la política del “nosotros contra ellos” gana espacio y se convierte en un azote, firme e implacable, contra quienes denuncian los abusos. Ejemplos sobran en el mundo a lo largo de la última década: en Estados Unidos, India, Brasil, Hungría, Turquía o Filipinas, las personas que dirigen la política y crean opinión propagan hábilmente discursos de odio y división, y se aprovechan de la ansiedad para culpar a colectivos enteros de los agravios económicos o sociales. 

Esos discursos desbordan ahora hacia nuestras costas, donde se vuelve a culpar a migrantes por los males de nuestra sociedad y se pretende reinstaurar ideas como la del cobro a los extranjeros por el acceso a la salud o la educación superior, que es público y gratuito en nuestro país porque así lo establece nuestra Constitución. Nada de esto es nuevo, en definitiva. 

Quienes conducen la política y forjan opiniones siempre han recurrido a la “alterización” como forma de hacer frente a los cambios sociales rápidos. Solo que hoy día la retórica divisiva que se filtra desde las redes sociales e intoxica el debate público se viraliza a velocidades mayores apalancándose en las nuevas tecnologías y su sesgo de información. En este vértice, todos los consensos parecieran entrar bajo la lupa: desde el cambio climático a los derechos de las minorías, pasando por la necesidad de revertir la desigualdad de género, las conquistas de la identidad e incluso la libertad de disponer sobre el propio cuerpo en lo que refiere al embarazo y la gestación.

Los grupos atacados desde la política pueden variar pero, en esencia, todos forman parte de los segmentos históricamente más vulnerados de nuestra población, aquellos que se suelen ver como un blanco fácil –minorías religiosas, personas migrantes, refugiadas y solicitantes de asilo; feministas, personas lesbianas, gays, bisexuales, transgénero e intersexuales (Lgbti)– y a la par de ellos, quienes desafían al poder de turno para plantarse por sus derechos o reclamar contra la degradación de los mismos.

La violencia se normaliza con peligrosa cotidianeidad, disolviendo aún más el entretejido social en una peligrosa espiral de polarización que promueve la discriminación étnica, racial, religiosa y de género, y que se fija cada vez más como parte de la agenda política. 

Esta política de la demonización sistemática y continuada empuja a nuestra comunidad a una involución marcada por la agudización de la desigualdad, la discriminación y, en los escenarios más extremos, la limpieza étnica. El sistema de apartheid que provocó la exclusión de las personas rohinyás en Myanmar y las iniciativas de reingeniería social impulsadas por China contra la población uigur y otros grupos étnicos mayoritariamente musulmanes de la Región Autónoma Uigur de Sinkiang son algunas de las desalentadoras advertencias sobre este retroceso extremo en materia de derechos humanos.

Pero no hace falta llegar a esos casos extremos para advertir que estos cambios vertiginosos están transformando nuestra realidad más inmediata, si de acceso a derechos humanos se trata. Bajo el argumento de combatir la difusión de información errónea y la desinformación, diversas legislaciones restrictivas de la libertad de expresión se multiplicaron en la última década. Entre 2011 y 2015, solo había catorce leyes de este tipo en el mundo, pero entre 2016 y 2022 se aprobaron 91 más. Solo en 2021, al menos 67 países incorporaron nuevas leyes para restringir la libertad de reunión, asociación o expresión. 

En vista de estas tendencias, Freedom House ha concluido que “el orden global se acerca a un punto de inflexión”, por el cual se podría ver un triunfo del “modelo autoritario”. 

¿Cambio de paradigma? ¿En qué consiste esta política de demonización? En culpar y marginar sistemáticamente a grupos de personas a causa de su identidad o sus convicciones políticas por parte de quienes lideran la política y forjan opiniones. Con frecuencia, esta práctica adopta la forma de discursos de odio en los medios que se dirigen contra colectivos marginados y generan así un peligroso mecanismo de retroalimentación para formar la opinión pública. 

Los tres elementos que componen la política de demonización son: el oportunismo, a través del cual se busca sacar provecho de los temores irracionales y suscitar frustraciones económicas y sociales; el divisionismo, con el que se simplifican los problemas sociales complejos y se fomenta una polarización entre el “nosotros” –quienes se merecen la seguridad y los derechos– y “ellos” –quienes se merecen menos o representan una amenaza–, y la “victimización”, con la que se alimenta una sensación falsa de condición de víctima entre las mayorías étnicas y religiosas. 

Desde 2015, la política de demonización aumentó considerablemente y se arraigó en distintos contextos. Y aunque quizá sea una excesiva generalización darle un rango de fenómeno mundial, no es poco llamativo, y en algún punto hasta inquietante, advertir la existencia de patrones comunes en las formas concretas que adopta y las condiciones que le permiten proliferar según los contextos locales.

Quienes promueven estas prácticas se imitan entre sí y toman como cimientos las experiencias de éxito y fracaso en otras partes del mundo. Hasta se advierte la presencia de ciertos personajes que se mueven en las sombras y conectan a líderes de países muy distantes importando estrategias de incidencia que, a la larga, impactan de diversa forma en cada lugar. La incertidumbre, la privación de derechos y la insatisfacción existentes en muchos países, que se reproducen con características propias, se alientan y manipulan con fines electorales. 

Un común denominador que crece de mano de estas expresiones ha sido la degradación sistemática del concepto de Estado vinculado al pensamiento colectivo y su rol como garante de los derechos de las personas. Este sentimiento se ha ido impregnando en el sentir popular por las mismas fallas del sistema, traducidas en una desigualdad creciente que sucesivos gobiernos no pudieron o no quisieron revertir. 

Esto les ha permitido a las voces antidemocráticas avivar el sentimiento de desplazamiento cultural y menoscabar la confianza en las instituciones políticas y el Estado de derecho, cuestionando así su promesa de garantizar una igualdad, estabilidad y justicia duraderas para todas las personas. Si bien es factible que ninguna de estas preocupaciones sea completamente nueva en ningún lugar, sí es cierto que en algunas partes del mundo se han visto agudizadas por los cambios en los mercados laborales, la austeridad, la automatización y hasta la desindustrialización en algunas economías desarrolladas.

Roger Eatwell identifica cuatro características de los denominados “líderes carismáticos” que contribuyen a su éxito electoral y su popularidad: una misión radical –que los define–, su presencia personal –se muestran seguros y convencidos de sí mismos–, jerarquía simbiótica –ante la sociedad, son personas “corrientes”– y el uso de los discursos de demonización maniqueos –contra “enemigos” internos o externos– sintetizan sus figuras y su capacidad de dar voz y rostro a ideas que anidaban sin representación, atadas a recelos y frustraciones.

Muchos de esos rasgos pueden observarse entre los líderes “fuertes” actuales, sea como ideólogos convencidos, nacionalistas fervientes u oportunistas que difunden soluciones extremistas y simplistas para problemas sociales complejos. Muchos de estos políticos menoscaban los mecanismos de equilibrio de poderes y otras garantías de protección de los grupos marginados frente a la discriminación y demás violaciones de sus derechos.

La demonización ha aprovechado el fanatismo promovido por los medios de comunicación, que se remonta a varios decenios como propaladores de un discurso de odio. Empresas como las de Rupert Murdoch en Australia, Estados Unidos y Reino Unido han difundido sistemáticamente el miedo a las personas refugiadas, migrantes y musulmanas. A lo que se añade ahora el papel de las redes sociales.

La creciente segregación política y la oleada de prejuicios y odio en las plataformas virtuales contra grupos oprimidos y marginados y contra las mujeres no son casuales. En parte, son el resultado de la forma en que los algoritmos filtran las experiencias en internet de quienes utilizan la web, promoviendo contenidos sobre la base de opacos procesos algorítmicos que buscan mantener cautivos a sus usuarios. Como la gente es más proclive a hacer clic en temas escandalosos o sensacionalistas, los denominados “motores de recomendación” de estas plataformas pueden enviar a quienes usan la web a lo que se ha llamado una “madriguera del conejo” [de contenido tóxico].

El fenómeno de la desinformación en internet también guarda relación con estas cuestiones que erosionan nuestras democracias y las conducen a las puertas de los autoritarismos. Y ni las autoridades ni las empresas detrás de estas redes toman cabal dimensión del peligro que estas prácticas entrañan. O peor aún, su inacción responde a los mismos intereses que empujan quienes promueven la agonía de nuestras democracias. El resultado, como ya lo sabemos, es demasiado peligroso para quedarnos de brazos cruzados.

*Directora ejecutiva de Amnistía Internacional Argentina.