Hace ya mucho tiempo que la Argentina es sinónimo de crisis. Se reitera en una rara capacidad de generar recurrentes crisis económicas, sociales, políticas e institucionales sin que pueda encontrar el camino a una salida definitiva que la lleve a ser un país aceptablemente serio y normal, como pregonaron varias veces desde Casa Rosada. La única transición terminada con éxito fue la que culminó con la instalación del sistema democrático. Las demás hibernan y se hacen presentes cada tanto. A veces son claramente visibles, otras pasan más inadvertidas, pero siempre reaparecen y viven en el subconsciente colectivo, en esa memoria fraguada en vivencias de cortos períodos de bonanza seguidos por otros de desencantos y carencias. Así, sucesivamente, como una suerte de ensayo y error, pero sin final. Encima, a cada gobierno le toca sobrellevar un año de gestión pura seguido por otro condicionado por elecciones y luchas de poder; todo en un contexto internacional cambiante, plagado de incertidumbres y amenazas.
La urgencia que impone la coyuntura hace que en la Argentina de este presente el largo plazo sea diciembre, y el futuro, una adivinanza a la que nadie se anima a poner una definición, y menos aún certezas. Analistas de distintos orígenes y profesiones coinciden en que a cada década le corresponde una crisis que implica, de hecho, un desgaste fenomenal al esfuerzo colectivo, creído de que lo peor ya había quedado atrás. Esto ha marcado a fuego esa cultura cortoplacista que caracteriza a nuestra sociedad, especialmente a su dirigencia, y que impide dejar de vivir un presente de tensiones en lugar de transcurrir recostado en la tranquilidad del largo plazo, que permite imaginar un futuro sin angustias.
Largo proceso. El actual período democrático, el más largo de la historia del país desde la Ley Sáenz Peña, no pudo escapar a ese designio reiterativo de avances, crisis, retrocesos y transiciones. La bien ganada esperanza de 1983 fue ahogada por el golpe hiperinflacionario de fines de esa década y la entrega anticipada del mando. Luego apareció la inédita paz inflacionaria del uno a uno, que inauguró un período de normalidad económica que se creyó iba a ser para siempre pero, en paralelo, en la segunda mitad de los 90 el país se sumergió lentamente en un pantano de falsa estabilidad cuyo final fue trágico por la impericia de una Alianza que se encargó de apagar la esperanza surgida del fracaso anterior.
La megadevaluación de 2002 reactivó la sensación de bienestar nacida de la abrupta devaluación, del no pago de la deuda pública y del boom mundial de los precios de las commodities de alimentos. Duró un par de años, y esa bonanza permitió tapar con miles de millones de dólares los graves problemas estructurales de fondo que nos habían llevado al crack más profundo de nuestra historia.
La nueva fuerza política que accedió al poder en 2015 supo interpretar la renovada necesidad de cambio, de recuperar la ilusión perdida, y lo hizo desde la expectativa que generaba la nueva era, el impulso de una generación que reclamaba protagonismo y un marketing comunicacional que, con habilidad, instaló la idea de que esta vez sí todo lo malo sería cosa del pasado y que los tiempos por venir harían despegar al país. Esa ilusión pudo sostenerse poco más de dos años, y los reales problemas crónicos del país pusieron negro sobre blanco el lastre que había quedado oculto. Otra transición. Otra vez volver a empezar. Otra vez ajuste y desazón.
Las transiciones se desarrollan como un interregno entre un tiempo de desilusiones y otro de promesas. Casi siempre son hijas de un fracaso o de una emergencia. En el último medio siglo Argentina quedó condicionada por procesos de múltiples transiciones con distintos grados de presencia, importancia y desarrollo. Un primer error político de esta reiteración es que todos los gobiernos se creyeron fundacionales de un nuevo tiempo histórico generando una expectativa desmedida bajo la intención de olvidar (¿negar?) el mal gobierno anterior y la promesa de un futuro feliz, que parece nunca llegar.
Defraudaciones. El “síganme” del ex presidente Carlos Menem ya dejó de ser un histórico eslogan de campaña electoral para formar parte del ADN de una dirigencia nacional muy marcada por una cultura de liderazgos personalistas con distintas intensidades, y hasta mágicos, que de hecho expresa una baja estima y valoración hacia la sociedad, las instituciones y las leyes que las rigen. Ningún gobierno de esta etapa democrática pudo zafar de ser protagonista de su propia y obligada transición.
En contexto histórico se puede decir que, desde la recuperación de la democracia, el país ha estado sumido en reiteradas transiciones que evidencian su estado de estancamiento.
Convivir con transiciones paraliza, frena decisiones, impide proyectar, alimenta la incertidumbre. Porque no se puede vivir de transición en transición, sencillamente porque en esos escenarios se imponen negociaciones transitorias que llevan a decisiones transitorias con soluciones transitorias y supuestos beneficios, también transitorios. Se vive en estado de precariedad, inseguridad y desconfianza. Cada sector atina a cerrarse en sí mismo para conservar lo que tiene. Esmerila generaciones. ¿Puede ser viable un país cuya expectativa de superación no pueda escapar a una transición y a su mellizo, el cortoplacismo?
Moderación. Una primera contribución en estos tiempos electorales sería hacer menos anuncios pomposos y fundacionales evitando generar expectativas sociales desmedidas e incumplibles en los hechos. De lo contrario, los candidatos y sus grupos políticos, que quieren conquistar el poder, habrán echado las nuevas bases de desilusiones futuras. Quizá sea más sano sincerar y aceptar la realidad del país tal cual es, con sus limitaciones, carencias y virtudes, con más humildad que arrogancia, y trabajar todos juntos para cambiarla con el compromiso de dejar un país mejor a los próximos argentinos y así impulsar una sucesión de avances continuos que nos alejarían del trauma del volver a empezar permanente.
Hoy nos toca vivir la transición de la segunda fase de aquella crisis estructural no resuelta de la caída de la convertibilidad, y por eso obliga a la dirigencia toda a acordar bases para realizar reformas demoradas desde hace décadas, indispensables, que permitan destrabar las fuerzas productivas y creativas. Y terminar así con el círculo vicioso de esperanzas, fracasos y transiciones.
*Periodista y escritor.