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El uso actual del insulto “nazi”: una explicación

Guillermo Raffo y Gustavo Noriega explican en su libro Progresismo, el octavo pasajero (Sudamericana) porqué, pese saber que es una enormidad, apelan a palabras como nazismo y fascismo para hablar de este presente.

Inicio. Falseamiento de estadísticas; culto a la personalidad, propaganda sistemática. El nazismo arrancó de una lista similar.
| Cedoc

“Nazi” es una enormidad. Todos lo sabemos porque crecimos en el siglo XX, con las consecuencias indirectas del nazismo. Abuelos emigrados hijos de la guerra, acusaciones cruzadas a la hora de calificar al peronismo o a sus enemigos, Eichmann criador de conejos en La Plata. Y también La novicia rebelde, El tercer hombre, El gran escape, Casablanca. Los nazis participan de nuestra conversación pública desde siempre, y nada define mejor su rol que la queja gloriosa de Indiana Jones: “Nazis. I hate these guys”. La gracia está en la redundancia: ¿qué otra cosa se puede hacer con un nazi sino odiarlo?

Los nazis ya eran un chiste para Spielberg antes de tomárselos en serio en La lista de Schindler, y después también, porque uno puede alternar registros, no es un timbre. El soup nazi de Seinfeld y videos de New Order compartieron el mismo mundo, la misma cultura y a menudo la misma pantalla con La decisión de Sophie, del mismo modo que la Parca puede aparecer en películas de Bergman y al lado de Bill & Ted sin que a alguien se le ocurra asignarle sentidos diferentes, uno en el drama y otro en la comedia. El horror es lo que es, en la vida y en un chiste, no cambia de color: lo único que cambia es nuestro estado de ánimo, y a veces ni siquiera cambia tanto.

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Dijimos “nazi” muchas veces. Porque sirve como insulto, porque define vagamente pero con pasión todo lo que no queremos ser y porque la importante deuda metodológica y estética que tuvo el gobierno militar de los setenta en Argentina con los nazis nos lo hizo fácil, casi inevitable. Nadie se confundió, jamás. Nadie dijo: “Qué banal, esa comparación entre Camps y Christian Szell”. Tuvimos maestros, preceptores, policías nazis que nunca fueron nazis en su definición precisa, pero todos invocábamos lo mismo al nombrarlos de ese modo: la convicción de que no habría en el presente lugar para ese mundo, ese estilo y esas prácticas; la seguridad de que más tarde o más temprano volverían al pasado que les era propio. Nos equivocamos, y nos vemos hoy teniendo que explicar que cuando le decimos “nazi” a un secretario de Comercio que no tiene cámaras de gas en el altillo no es porque nos hayamos confundido, igual podemos tener buenas razones. Guillermo Moreno te cita en su oficina y te dice: “La buena noticia es que yo te voy a ayudar. La mala es que si no cumplís te voy a quebrar. La empresa y una pierna”. Es uno de los funcionarios con más peso en el gobierno. ¿Cómo se llama eso?

No hay buenas palabras para nombrar lo que está pasando en Argentina y en otros países cuyos populismos modernos mencionamos mucho y entendemos poco. Lo cual, decía Arendt, no debería ser impedimento para rechazarlos. Pero ella escribía en los cincuenta, con evidencia del horror apilándose en su escritorio. Se complica un poco más definir un proceso en curso, cuyo final trágico intuímos pero no estamos en condiciones de asegurar, y preferiríamos evitar en cualquier caso. Creemos que son totalitarios, pero está en discusión: ellos dicen que no. Tenemos pruebas de que son totalitarios, y ellos de nuevo dicen que no, porque paradójicamente cuentan con la evidencia en el escritorio de Arendt para salir airosos en comparación. No matan a la gente, o matan poca gente y a escondidas; no son “nazis”.

Este súbito prurito por la precisión no es consistente con el uso que el kirchnerismo le da a las palabras. Sus oradores suelen tomarse extremas libertades con el idioma castellano, es una característica importante en su discurso. Si rechazan esta calificación más que otras es porque no les conviene, y también por las muchas veces en las que parece acercarse a la verdad. Sólo nos ofende lo que sospechamos cierto.

Algunos atributos típicos del nazismo aparecen claramente en el ejercicio del gobierno en la Argentina: falseamiento de las estadísticas, culto a la personalidad, indiferenciación entre Estado y partido gobernante y entre Estado y líder, propaganda sistemática, utilización del aparato del Estado para intimidar opositores, uso secreto de fondos oficiales. El nazismo, como otros totalitarismos, partió de una lista similar rumbo a lugares que nadie piensa pueden volver a ser alcanzados, al menos no de la misma manera y a una escala tan extrema. Por esos extremos, sin embargo, es cierto que “nazi” resulta una herramienta de descripción desmesurada y difícil de aplicar con precisión. ¿Cómo nombrarlos? Despotismo, tiranía, autocracia. Las definiciones del pasado no nos sirven, se convierten en adjetivos escandalizados que estigmatizan de rebote a quien los usa, mientras el objeto a definir aprovecha y compra imprentas para imprimir billetes.

¿Por qué hace falta definirlo? Ante todo porque si uno no lo puede definir está obligado a describirlo cada vez que lo menciona. Este problema es aplicable a casi cualquier cosa. Si con la mesa es poco práctico —no apoyes el café en la tabla esa de madera con cuatro patas sobre la que tengo la computadora y los libros—, con ideas más complejas se hace intolerable, dificulta cualquier conversación. Todas las definiciones dejan algo que desear, y es saludable revisarlas cada tanto, pero necesitamos un nombre para las cosas. Un nombre, no mil; mil es lo mismo que nada. “El proceso iniciado en 2003 por el cual el pueblo recuperó a través de sus representantes la voluntad soberana de que la Patria...” no nos sirve para nombrarlo. Está bien que todos los ingredientes de un alfajor estén escritos en la etiqueta, pero sería demencial tener que recitarlos uno por uno cada vez que te acercás al mostrador. Deme un alfajor.

Si uno se acerca al mostrador y pide “kirchnerismo” obtiene cosas distintas según quién atienda el kiosko. Por eso querríamos definirlo de la manera más precisa posible antes de empezar a mencionarlo en un escenario más amplio, que lo comprende pero no se agota en él. O por lo menos encontrarle un nombre a la suma de características preocupantes que ayudarán a exponer nuestra tesis central, de la cual el kirchnerismo —el alfajor— es apenas un ingrediente.

Barrington Moore, un sociólogo benigno, sincero y progresista que dedicó su vida a comparar los orígenes de las dictaduras con los de las democracias, buscó en la Roma antigua un nombre para esta inmanencia pre fascista de destino incierto. La llamó “catonismo”, haciendo referencia a los escritos y las prácticas de Catón El Censor, un latifundista patriota bastante kirchnerista que influenció fascismos más cercanos, tanto europeos como asiáticos. El catonismo moderno según Moore es más actitud y doctrina que ideología propiamente dicha. Pregona una moralidad que no es instrumental; no tiene como objetivo una vida mejor y entiende la felicidad como una ilusión burguesa decadente. La moral del catonismo es la base de un discurso épico que le sirve para ocultar o negar las condiciones sociales reales. Valora la obediencia y las jerarquías pero no en el sentido burocrático del Soviet sino proponiendo la restauración de valores patrióticos perdidos: camaradería, gemeinschaft, heimat. Reivindica una idea provinciana del arte, alentando expresiones folklóricas y rechazando las foráneas. Su condición más fascista es también la que más resuena como algo familiar en el presente: el catonismo de Moore se constituye a partir de enemigos. El extranjero decadente, el intelectual cosmopolita, el mundo de las finanzas, el comerciante.

Podríamos llamar catonismo a lo nuestro y nos acercaríamos bastante. Sin embargo, la analogía no termina de resolver el problema del presente. El Catón original inspiró a Spengler y —vía Spengler— a Mussolini. Pero la República francesa también es hija de la guillotina. Y ni Catón ni Spengler ni Robespierre ni Mussolini habrían actuado de la misma manera en Facebook, o en el subte. Su mundo era otro. Incluso el mundo de Barrington Moore era otro; “industrialización” es el escenario más moderno que imagina en su libro de quinientas páginas que abarca dos mil años. No es del todo convincente. Hay algo ampuloso y deshonesto en llamar a tus con- temporáneos por el nombre de un escritor romano cuya existencia sin duda desconocen. Por supuesto que se parecen, pero el catonismo de Gabriel Mariotto no es de Catón, supera en rusticidad incluso al peronismo. Y el gobierno al que responde no está librando la Batalla de las Termópilas. Sí parecería estar, en cambio, usurpando el Estado para beneficio propio, una característica fascista como pocas.

“Eso es, en esencia, el fascismo”, decía Franklin D. Roosevelt, que lo conoció bien y tuvo la mala suerte de morirse sin estar seguro de haberle ganado la guerra: “La posesión y control del gobierno por parte de un individuo, o un grupo, o cualquier otro sector privado”. Y si bien se trata de una particularidad que el kirchnerismo comparte con los fascismos más evidentes, también podría servirnos para caracterizar a Stalin, Calígula o Darth Vader. Tampoco son fascistas en sentido estricto, ni hay más sentido estricto, como bien decía Orwell, sin sospechar que fascismos del futuro le usarían su preocupación como piropo.

El término “fascista”, que hacia fines del siglo pasado había ido cayendo en desuso, relegado a sectores marginales de la izquierda más punk o más arcaica, recuperó de pronto su vigencia para el mainstream después del 9/11 y durante la guerra de Irak. Los actos y la retórica de la administración Bush fueron —a veces con razón— tildados de fascistas; la furia del Islam fanático y la dictadura de Sadam Hussein, que ya eran fascistas de antes, volvieron a nombrarse de ese modo, ayudando a la comprensión de que entrábamos en un mundo peor que el anterior, pero contribuyendo también a la dificultad por aprehender qué queríamos decir exactamente cuando les decíamos fascistas.

Durante ese período, nadie escribió “fascismo” tantas veces en un mismo párrafo como Christopher Hitchens, pero hasta él hacía agua a la hora de definirlo: “tiene que cumplir dos o tres condiciones. Una es cierto grado de paranoia nacional, étnica o religiosa -o el grupo está en peligro o se merece privilegios especiales, o ambas cosas. La otra es irracionalidad. Y la otra es que odia y envidia la modernidad”.

No es muy difícil ver que Hitchens pensaba primero en sus enemigos y les acomodaba después la definición a medida. Lo cual no es un pecado, y tampoco un problema para nosotros  -las tres características que Hitchens eligió se aplican sin esfuerzo a la retórica kirchnerista- pero resulta demasiado vago y demasiado amplio, casi como decir que son fascistas porque son malos.

Que son malos es, por supuesto, lo que uno quiere decir en última instancia. Uno eligió esa palabra del abanico infinito que fue aprendiendo durante toda su vida, acaso porque nada sea en esencia el fascismo y por eso se nos fue haciendo sinécdoque, comodín multiuso al que recurrimos cada vez que necesitamos revestir de advertencia nuestra intuición de que algo malo está pasando en las esferas del poder. Nuestro uso de “fascismo” es intuitivo. La palabra en sí no quiere decir mucho. Fascio es un grupo, así como el Frente para la Victoria es un frente de no se sabe qué, siempre y cuando sea para la victoria. Sabemos que son malos porque se les nota, pero no sabemos mucho más. Esa es la enorme ventaja de los nazis, en la ficción y —si no te agarran— en la vida. Uno sabe que son malos y sabe por qué, sabe exactamente de qué se está escapando. Los nazis eran nazis, con características muy específicas. Los fascistas podían ser —y efectivamente eran— cualquier cosa.


*Autores de Progresismo, el octavo pasajero.