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Retratos digitales

Esteban Gorupicz, el vendedor de ilusiones

De origen humilde, en uno de sus primeros trabajos aprendió lo básico de las tecnologías de procesamiento de lenguaje, que ahora ofrece, con inteligencia artificial, en su startup Atexto.

Perfil
. | CEDOC

He cometido el peor de los errores al comenzar este retrato. Se me dirá que es la conducta más probable, pero nada me consuela. 

Mi atrevimiento me llevó a preguntarme, como para cada uno de estos artículos, quién es Esteban Gorupicz. Y ahora no salgo del laberinto.

Por terceros, corroboro que nació en 1981 en Villa Zagala, un barrio de los más pobres del Conurbano Bonaerense, en el partido de San Martín. 

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Su infancia resultó algo tortuosa, dada la convivencia con un padre violento, psicótico, armado. Pero no hay rastros de ello en el presente. Desde su casa en México suena seguro, enfocado, sereno, mientras sus hijos juegan en el cuarto contiguo.

Esteban fue alumno del Colegio Agustiniano –de curas, originalmente solo para varones, goza de cierto prestigio académico además de bastante mala reputación en materia de métodos disciplinarios–. Estudió Economía en la UBA, pero no terminó.

Trabajó desde su adolescencia. Comenzó a fumar y a beber en la preadolescencia. Anduvo mucho en la calle. Se curtió en el rock argentino de los 2000, que supo retratar el momento. Pongamos como ejemplo a la Bersuit. 

Pero entre los latinos emprendedores de Silicon Valley, Gorupicz es conocido por haber creado uno de los sistemas de speech recognition más precisos, al punto que logró vendérselo a una de las corporativas más importantes del mundo –imposible mencionarla por obligación contractual– a través de Atexto, su startup.

“Empecé a programar de bronca, porque los programadores no me entendían”

Empleado de noche en una empresa de clipping, se hizo diestro en las primeras tecnologías de procesamiento del lenguaje (PLN) pero el estallido social lo interpeló al punto que comenzó a militar en Patria Libre y “me echaron a la mierda cuando quise sindicalizar a todos mis compañeros”, se ríe.

A lo largo de varias conversaciones, relatará un sinfín de anécdotas tan fuertes como difíciles de amalgamar en una sola vida: trabajó en un comedor comunitario mientras planeaba la revolución sin fusilamientos, que luego plasmó en un ensayo por el que la universidad suiza de Saint Gallen lo premió con una invitación a participar del Simposio Internacional de Estudiantes, “que se hace cerca del Foro de Davos, entonces me encontré conversando con

Christine Lagarde, que me preguntaba: ‘Esteban, ¿cómo arreglamos el mundo?’”. 

De ese episodio no solo se llevó una impresión única respecto de lo que su capacidad le había permitido lograr sino que, además, trajo el gen de su primera startup. “Estaba en ese evento pero yo no sabía nada de inglés, así que llegaba temprano y leía los resúmenes de cada ponencia, ahí algo cazaba, entonces podía hablar con el resto. De eso salió Síntesis Ejecutiva”.

Así bautizó su primera empresa tecnológica, que ofrecía resúmenes de exposiciones orales en toda clase de congresos y jornadas académicas, pero en tiempo real. “Vos te levantabas de la silla y al salir te daban una revistita encuadernada con todas las ponencias impresas, resumidas”.

Esteban captó perfectamente cómo se podía procesar el habla con software. Fue aprendiendo lenguajes informáticos como HTML, PHP, y luego la demanda lo llevó a crear otra empresa.

“Quiero Transcribir surgió porque me empezaron a pedir transcripciones largas y completas, no resumidas. Generalmente eran clientes del ámbito de la medicina. Entonces primero contraté gente, pero después, con la llegada del cloud –almacenamiento de información en la nube– armamos un sistema de subasta de audios para darle trabajo remoto a todo el mundo. Nosotros subíamos los audios, y alguien los transcribía. Luego había una instancia de verificación de la calidad del texto”.

Cuando empiezo a sentir que sé con quién estoy hablando, de nuevo la silueta de mi interlocutor se vuelve huidiza: de algún modo, finalizando la primera década de este siglo, Esteban aparece internado en el Hospital Italiano por un cuadro de depresión severa, con tendencia suicida. 

De allí, a navegar a vela y poner en peligro su vida en una regata. Luego, y abandonando por completo la idea de hacer la revolución, funda su tercera empresa, Atexto, con la que se animó a tentar a quinientas startups, uno de los venture capitals y aceleradoras de negocios más grandes del mundo. 

“Yo empecé a programar de bronca, porque los programadores que tenía no me entendían. Aprendí solo, encerrado quince horas por día” recuerda, al tiempo que cita a Deleuze y su teoría del rizoma para ilustrar cómo concebía la tecnología hace poco más de diez años.

Asentada en México, Atexto incorporó inteligencia artificial del mayor nivel y pasó de ofrecer PLN al público a plantear una estructura informática donde los algoritmos de toda empresa vinculada con tecnologías del habla podían correr, usando datasets clasificados, en casi todos los idiomas, según edad del hablante, género, y unos cuántos etcétera.

Esteban vuelve a cambiar el perfil. Recuerda cómo llegó a Silicon Valley, y se lamenta de no haber ido antes a Estados Unidos a golpear la puerta de las más grandes. Pero se jacta de haber cohesionado a la comunidad latina, generando una red de contactos entre desarrolladores e inversores, como para que los nuevos genios inmigrantes no sufran lo que a él le tocó.

“Caí en Tenderloin, un barrio muy duro de California, en invierno, sin conocer a nadie, en plena pandemia, con mi mujer y los chicos. (…) Cuando recibís capital está buenísimo, pero empezás a racionar cada gasto, porque se te acaba la plata y chau. Es muy loca la vida del emprendedor en tecnología”, advierte mientras mastica almendras.
A propósito, como si faltara algo, Gorupicz admite su flamante inclinación por el budismo. Toma agua, asegura que ya no fuma y que hace yoga, como parte de un cambio producido en el último lustro.

¿Cuál de todos es Esteban Gorupicz? ¿Cómo distingue, él mismo, sus credenciales de sus cicatrices? En la última charla, y como cereza del postre, aparece André Malraux, “mi escritor favorito”. Entonces detecto su gusto por el ilusionismo. 

¿Finalmente, qué otra cosa es, si no fantasía, un programa de computación que parece entender lo que decimos?