“Si hablo, si te cuento,
Debo pensar en una sola dirección.
Y es un orden que cansa”.
Hilda Rais
Las recientes experiencias de la periferia europea muestran que cuando se incumplen los contratos electorales, normalmente se parten las “coaliciones progresistas” (llamémoslas así a falta de mejores nominaciones), luego se refuerzan internamente las posiciones conservadoras y los sectores más dinámicos se van por fuera de la coalición, con poco éxito o, si permanecen, alcanzan sus mínimos históricos en la consideración ciudadana.
Finalmente, tras este proceso de desgranamiento, normalmente gana las elecciones generales la derecha, en ocasiones en alianza explícita o implícita con la ultraderecha. Grecia, Portugal y próximamente muy probablemente España son ejemplos de lo que señalamos.
En otra perspectiva, pero igual dirección conceptual, la experiencia reciente de Brasil muestra que cuando una coalición “progresista” entrega la política económica al neoliberalismo, como hizo Dilma Vana Rousseff, los sectores conservadores internos avanzan (Temer incluso encabezó el golpe parlamentario) y finalmente se impone la derecha en alianza con la ultraderecha, tal el caso de Jair Bolsonaro.
Veamos esto un poco más de cerca.
Grecia. Aquí, la denominada “troika” (Banco Europeo, Comisión Europea y FMI) obligó al premier Alexis Tsipras a desconocer el referendo popular que rechazara rotundamente la continuidad de las políticas de austeridad y el rescate propuesto por los acreedores, donde el “no” ganó con un 61,33% frente al 38,67% para el “sí” a la austeridad.
Desencadenó así una profunda doble crisis –de gobierno y partidaria en Syriza, que se quebró–, precipitando el recomienzo del ajuste neoliberal, ruinoso para la economía y el pueblo griego. Las elecciones anticipadas que se sucedieron al quiebre mostraron que Tsipras se afirmó en el gobierno, aunque con aumento de la abstención (pasó de 36,1% a 43,4%), mientras que los sectores escindidos de Syriza, reunidos en Unidad Popular, no lograron siquiera representación parlamentaria al obtener el 2,8% de los votos.
Sin embargo, en 2019, Kyriakos Mitsotakis, líder del partido de centro-derecha Nueva Democracia (ND), se anotó una victoria neta y rotunda en las elecciones generales. Su formación aplastó inmisericordemente, sin paliativos, a Syriza, el partido que lidera Alexis Tsipras. Nueva Democracia se metió en el bolsillo el 39,8% de los votos, frente al 31,5% que anotó Syriza. Lo que, traducido a escaños, significó la mayoría absoluta para los conservadores, cerrando así el círculo del quiebre de la coalición progresista griega.
¿Un crecimiento para tres o cuatro vivos?
Los resultados ruinosos para Grecia del triunfo derechista –que este abril acabó de pagar la deuda con el FMI–, como advierte el periodista Antonis Davanellos, llevaron a que el gobierno de Kyriákos Mitsotákis afrontara la pandemia aplicando la doctrina del “gasto mínimo”, lo que puso a los hospitales públicos al borde del desastre. Los desastrosos incendios forestales del verano de 2021 pasado pusieron de manifiesto el desmantelamiento de todos los servicios públicos relacionados con la protección civil. Una experiencia similar a la provocada por el último invierno helado, que causó enormes sufrimientos a la población. Decenas de personas murieron en incendios domésticos o por inhalación de humo tóxico, cuando trataban de calentar sus casas con medios improvisados, ya que no podían pagar las elevadas facturas de electricidad o de gas natural.
En este contexto social se inició una nueva ola de subidas de precios sin precedentes, incluso antes de la invasión rusa a Ucrania.
Según datos de los organismos oficiales, la inflación alcanzó el 6,2% a finales de enero. A finales de febrero había subido al 7,2%. Según las previsiones de la comisión parlamentaria de finanzas, llegará a los dos dígitos en los próximos meses o en las próximas semanas. Eso está devorando los ingresos de las clases trabajadoras y agotando la capacidad de los hogares para hacer frente a la situación. Al mismo tiempo, la inflación echa por tierra los planes presupuestarios del gobierno, basados en la estimación de que, para 2022, la inflación en Grecia se mantendría por debajo del... ¡2,5%!
El impacto real en la vida de la clase trabajadora es más dramático. Según las estimaciones del Instituto Laboral GSEE, la inflación del 6,2% en enero de 2022 supuso una pérdida del 14% del poder adquisitivo de los trabajadores, ya que las subidas de precios de los productos de primera necesidad (como los alimentos) fueron muy superiores al índice medio de inflación. A finales de febrero, el precio de la gasolina normal sin plomo superó los 2,2 euros por litro en la región del Ática, mientras que alcanzó los 2,5 euros por litro en las regiones más periféricas.
Los precios de la electricidad y del gas natural aumentaron un 300%. Una simple “visita” al supermercado y a la gasolinera, o la llegada de las facturas de la luz, el gas y el agua significan un momento de angustia para la mayoría de los hogares populares.
Portugal. En Portugal en el año 2015, la centroderecha ganó las elecciones legislativas, pero fue el socialista António Costa quien se hizo con el poder gracias a una inusitada alianza con el Partido Comunista y el Bloque de Izquierda. Fue el comienzo de una experiencia política sin precedentes en el país.
Se la llamó geringonça, “artilugio” en español, un raro mecanismo formado por partes variopintas que, a pesar de todo, funcionaba. Sin embargo, la ruptura de la izquierda en Portugal, rechazando los presupuestos del primer ministro Costa, precipitó al país a unas elecciones anticipadas que pusieron fin a un acuerdo de gobierno iniciado en 2015 y que representó una anomalía política por las históricas diferencias entre las fuerzas de izquierda –el gobernante Partido Socialista y sus socios parlamentarios tras las elecciones de 2015 y 2019, el Bloque de Izquierda y el Partido Comunista–.
En esas elecciones anticipadas, Costa, partidario de lo que se llamó “austeridad oculta”, salió fortalecido, luego de haber perdido el apoyo de sus aliados políticos el año anterior. Como bien sostiene Catherine Moury, el caso portugués demuestra finalmente que la austeridad a escondidas fue una estrategia política y electoralmente exitosa para los socialistas.
A pesar de que los ciudadanos eran cada vez más conscientes del deterioro de los servicios públicos, sobre todo de la sanidad y el transporte (un tema central en la campaña de 2019), el PS gobernante ganó escaños y votos en las últimas elecciones. Esto puede explicarse por la relajación (parcial) de la “austeridad a escondidas” en el año anterior a las elecciones, pero también por el hecho de que los votantes de un país que acababa de ser rescatado daban más valor que nunca a la capacidad del Estado para mantener sus cuentas en orden. El gasto (en términos absolutos) en educación, seguridad social y sanidad se había mantenido estable desde 2013, cuando Portugal aún estaba bajo el programa de rescate. La característica más llamativa es la disminución del gasto en inversión pública desde ese año: en 2018, Portugal, junto con Israel y México, tenía la tasa de inversión pública más baja de todos los países de la OCDE.
España. Tendrá elecciones generales en noviembre del año 2023, siempre y cuando el actual gobierno de coalición entre el PSOE y Unidas Podemos consiga agotar la Legislatura (lo que no parece fácil, dada la fragmentación del Congreso de los Diputados).
La decepción con la coalición progresista que está llevando adelante reformas neoliberales tradicionales, en especial en el campo laboral, dio nuevo impulso al Partido Popular, que en virtual alianza con el ultraderechista Vox muy probablemente se impondrá en las elecciones de este año 2023, mientras Podemos se quebró, Iñigo Errejón armó su partido; su líder, Pablo Iglesias, se retiró de la política activa al menos por ahora y la nueva formación Unidas Podemos está en sus mínimos históricos en la consideración ciudadana, tal como se observó en las elecciones a las cortes de Castilla y León en febrero de este año.
Respecto al corte conservador que adquiere la coalición inicialmente “progresista” española, Juan Ramón Rallo, doctor en Economía y profesor en la IE University, en la Universidad Francisco Marroquín y en el centro de estudios OMMA, sostiene que en el ámbito laboral el decreto ley del gobierno PSOE-Podemos legitima la mayoría de los elementos centrales de la reforma laboral del PP:
- Reducción del costo del despido improcedente desde 45 días por año trabajado con un límite máximo de 42 mensualidades a 33 días por año trabajado con un máximo de 24 mensualidades.
- Ampliación y flexibilización de las causas de despido objetivo (20 días por año trabajado con un límite máximo de 12 mensualidades).
- Expedientes de regulación de empleo sin necesidad de aprobación administrativa.
- Prevalencia del convenio de empresa sobre el convenio sectorial (salvo en el caso de las tablas salariales).
- Habilitación del desenganche del convenio colectivo por razones económicas, técnicas, organizativas o de producción.
- Introducción del artículo 41 del Estatuto de los Trabajadores, el cual posibilita la modificación sustancial de las condiciones laborales (incluyendo el salario, la jornada o las funciones del trabajador) siempre que concurran circunstancias que mermen la competitividad o la productividad de la empresa.
Justamente por eso, los partidos de la izquierda han votado en contra y es noticia que haya salido adelante con el voto no solo del PSOE sino, sobre todo, de Unidas Podemos. He ahí la gran incógnita que abre la votación de las reformas: hasta qué punto el PSOE está consiguiendo arrastrar a Podemos hacia posiciones más conservadoras.
Sea como fuere, no es buena noticia que Podemos, arrastrado por el PSOE, haya terminado abrazando la reforma laboral del PP que había prometido derogar en su integridad y abre las compuertas de una derrota electoral de la coalición “progresista” a manos del PP en 2023 en alianza (explícita o n o) con Vox.
Brasil. Dilma Rousseff literalmente “entregó” la economía al sector financiero encarnado por Joaquim Levy, el Manos de Tijera –banquero y ex funcionario del FMI–, que obligó a profundizar políticas ortodoxas, las mismas que Dilma criticaba a Aécio Neves durante la campaña electoral. Sucedió una fuerte crisis económica, quiebres internos en el PT y caída vertical del poder y la popularidad de Dilma, que asumió con 70% de aceptación para, en menos de 24 meses, caer a un dígito (9%). Esta caída dio impulso a un sector interno de la coalición oficialista impulsado por Michel Temer que dio un golpe palaciego en 2015, que finalmente destituyó a la presidenta y marcó el inicio de un ascenso gradual de un régimen autoritario acompañado de un resurgimiento del papel político de los militares, que daría las bases del triunfo del ultraderechista Jair Messias Bolsonaro.
Respecto a la entrega de la economía al neoliberalismo perpetrada por Dilma Rousseff, señala Gilberto Maringoni, profesor de la Universidad de San Pablo: “El ajuste dejó de ser una opción para el gobierno. Es su propia razón de ser. Si el ajuste termina, el gobierno cae. La contracción, los recortes, el brutal superávit y toda la catilinaria del neoliberalismo heavy metal –que Dilma acusó a Aécio Neves de querer implantar– llegó para quedarse. No es Dilma quien nos gobierna. Es el ajuste”.
Argentina. Como resulta obvio, no se intenta en esta nota buscar ninguna mímesis con procesos acontecidos en otras coyunturas, diversos países y procesos históricos muy diferentes.
Sin embargo, la Argentina ha perdido especificidad desde el año 1976 a la fecha y ya no es una formación económico-social tan original como el “mito urbano” supone.
Así las cosas, es posible afirmar, aun con todos los reparos que implica una afirmación general, que sostener la unidad, no romper la coalición progresista sin entregarla al neoliberalismo económico y social, parece ser la acción política adecuada según la evidencia que disponemos hasta hoy.
*Director de la Consultora Equis