Los 11 están sentados a la mesa y en los tres sillones contiguos del angosto comedor, fingiendo que no pasa nada, que es un domingo más. El sol asoma por el ventanal y le ilumina el oscuro rostro a Martina: una mujer de 38 años, oriunda de la República Democrática del Congo, Africa, que viste una camisola negra, una pollera larga de varios colores y una peluca castaña oscura de pelo lacio, que apenas le roza la nuca. Su verdadero pelo es corto y crespo, suave como una lana de acero, pero cuando sale de su casa suele tapárselo con la peluca o con un pañuelo de arabescos naranjas, amarillos y azules.
En sus años de estudiante de psicopedagogía en la ciudad de Goma, capital de Kivu del Norte, Congo, su cintura fue fina. Ahora su cuerpo de curvas generosas está semivolcado sobre la mesa, sirviéndoles dos docenas de medialunas a sus diez hijos –Silvia (18), Kevin, los mellizos Carla y Carlos (15), las mellizas Ana y Anette (13), Fortunata (9), Huberto (7) y los mellizos Benedicto y Benedicta (5)– junto con las bebidas.
Comer en la casa de Martina Kyakimwa Kitsa y su marido Pascal Kamate Kavigha, también del Congo, es como una reunión de cumpleaños constante. Su hija mayor, Silvia, junto a Carla, son las únicas que la ayudan. El resto se dedica a ser niños.
En un sillón del comedor, frente a los demás, como un espectador, está sentado Pascal. Recién se une a la escena cuando Silvia le sirve agua caliente en una taza de otra época.
Los niños, sobre todo las niñas, se ríen de la peluca de su madre. La más pequeña, Benedicta, con su cuerpo diminuto y cara de muñeca, intenta pararse arriba de una de las sillas de caño para alcanzar a Martina, sacarle la falsa cabellera y ponérsela ella. Algunos mechones le tapan los ojos.
Todos ríen.
Ana, callada, hace sonar a Daddy Yankee en Youtube en la sala de la computadora de azulejos celestes, que antes era un baño.
Los más pequeños se van al patio trasero –rodeado de sogas con ropa colgada, caniles con conejos, una pileta de plástico y una jaula con una gallina que le cuidan a un vecino– a reírse de Huberto, que minutos atrás se había quitado toda la ropa: corre desnudo por el patio. Mientras tanto, su hermana menor, Benedicta, se cubre su cabeza con una caja de cartón y se convierte en fantasma.
—Buuu, buuu –le dice a sus hermanos.
Hasta que Martina les grita a todos que se apuren y a Huberto que se vista, que faltan pocos minutos para las once de la mañana, ese horario en el que asisten religiosamente cada domingo a misa. Todos le hacen caso. Empiezan a salir del hogar de fachada amarilla y techo de tejas en Martín Coronado, Buenos Aires, y caminan unas pocas cuadras hasta la Iglesia.
No les fue fácil llegar hasta aquí.
Amenazados. En Africa, Pascal y su familia corrían peligro: las amenazas a su vida eran costumbre hasta que una noche, un grupo de hombres armados fueron a buscarlo a su casa en Goma. Antes de encontrarlo, la policía los capturó y descubrió que eran de una milicia.
—Hace 25 años que en esta parte de nuestro país, en el Este del Congo, hay problemas de guerra: hay guerra civil, guerra política, guerra mineral. Las milicias transformaron el lugar en un infierno –cuenta en Buenos Aires Martina.
Las más de 500 tribus que hay en Congo tienen sus propios grupos armados con el fin de controlar la riqueza natural, sobre todo dominar las zonas donde están las minas de coltán (el “oro gris”, que permite que los teléfonos celulares de todo el mundo funcionen); y a este escenario hay que sumarle los poderes gubernamentales que bajo el objetivo de “instaurar la paz”, establecen lazos políticos y económicos con estos grupos.
—En el Congo, el pueblo no tiene derecho. Cuando los elefantes se pelean son las hierbas las que sufren. Cuando la población sufre, no sabemos bien qué sucede. Pero los gobiernos sí. Ante eso, a nosotros solo nos queda defendernos –agrega ella.
Luego de ese episodio, Pascal decidió ir a Butembo, 300 kilómetros al norte, con sus padres y abuelos. Mientras tanto, Martina se quedó en la casa con sus hijos. Ella insistía con seguir con su agenda habitual. Los hijos iban al colegio y al jardín, que tanto esfuerzo les demandaba: en Africa la educación y la salud son privados.
—Cuando el alma no está tranquila, se nota por todo el cuerpo, sobre todo a la hora de la oscuridad –explica Martina y se refiere a que desde las seis de la tarde hasta las ocho de la noche, la Sociedad Nacional de Electricidad corta el suministro de energía en todo el Congo, un servicio al que solo el 16% de la población accede.
En ese momento, los delincuentes con armas se aprovechan y asaltan a la gente. Es muy difícil identificar una persona que viene enmascarada. Entran a las casas y gritan “todos al piso”. Primero piden los celulares a la mesa, les sacan los chips y los tiran. Otros, se quedan en la puerta para controlar que nadie entre ni salga. A partir de las 8:30 o 9, cuando vuelve la luz, empiezan las noticias en la tele sobre los lugares donde entraron a robar y mataron gente.
Asociación Solidaria Francesa.
Conoce por experiencia propia de lo que son capaces de hacer las milicias a mujeres solas. Entre los nacimientos de sus hijos, formó parte de la Asociación Solidaria Francesa, donde promovía el cumplimiento de los derechos de las mujeres y niñas que fueron violadas por integrantes de las milicias; y de los bebés “mal nacidos”, fruto de estas violaciones. “Estos niños son mal queridos. Nosotros en francés les decimos: les fils non reconnu, el hijo no es reconocido. Te asaltan, te violan delante de tu suegra, de tus hijos, delante de tu marido, o te piden de tener relaciones sexuales con tu marido delante de tus hijos”.
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Pascal integraba la Federación Luterana Mundial, brindando asistencia a los miles de desplazados internos que hay en Africa. Según la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur), hay 247.033 refugiados en Congo – en todo Africa hay alrededor de 5,4 millones de desplazados y la mayoría son de Ruanda y de República Centroafricana– que necesitan protección y asistencia. En este contexto, el rol de las ONGs se vuelve fundamental. Hay 250 ONG en Africa, incluyendo a sesenta organizaciones nacionales.
Para ellos, todo empeoró cuando llegaron las elecciones en 2011. Como Pascal conocía la zona de conflicto, era bienvenido en las comunidades más difíciles de acceder y fue convocado por diferentes organismos internacionales para ser observador desde las elecciones de 2006, en las que ganó quien es el actual presidente, Joseph Kabila, hijo de Laurent-Désiré Kabila, presidente desde 1997 hasta enero de 2001 y que fue asesinado durante el transcurso de la Segunda Guerra del Congo.
—El presidente tenía buena relación con las milicias. Entonces al momento de la votación, la población no lo vota. Pero los militares que controlaban las urnas venían con armas, obligaban a la gente a elegir las boletas a su favor –relata Pascal desde Buenos Aires.
Pascal denunció el fraude y cuando las milicias pertenecientes a la tribu de los Hunde se enteraron, comenzaron a buscarlo para matarlo. No fue el único: esos días al menos 18 personas murieron en enfrentamientos.
—La mayoría de los congoleños nos vamos a Europa o Estados Unidos. Pero un amigo argentino me habló mucho de su país, que es un país en paz. Me gustó mucho –explica.
El le comentó la idea a Martina de irse solo a Argentina. Viajó primero a Nairobi, Kenia, para pedir la visa y después fue a la Embajada argentina, donde su amigo le envió una invitación. Luego de tres semanas de trámites, Pascal llamó a Martina para despedirse. Del otro lado del teléfono, solo la escuchó llorar.
—Yo ya no tenía dinero y seguía recibiendo amenazas. No quería ser una viuda con diez hijos. Le propuse que mejor vayamos juntos a buscar una oportunidad dónde sea.
Entonces Pascal volvió a hablar con su amigo argentino, quien le prestó plata para que también le haga los papeles a Martina y los tres hijos más pequeños, Huberto y los mellizos Benedicto y Benedicta.
—Si tenemos que pensar en el futuro, en francés se dice: Ne pas se croiser des bras. No podemos cruzarnos de brazos. –dice Martina.
Casi un mes después del intento de asesinato, Pascal y su amigo, a través de una agencia de viaje argentina, consiguió que le prestaran los pasajes con la condición de que al llegar al país pague los boletos. Martina le comunicó al resto de sus hijos que no podían viajar todos. El 1º de marzo de 2012, se subieron a un avión en el Aeropuerto Internacional Jomo Kenyatta en Kenia, que hizo escala en Amsterdam, para luego partir rumbo al Aeropuerto Internacional Ministro Pistarini, en Ezeiza, Buenos Aires. Pasaron un tiempo en una casa de campo en Loma Verde, Escobar, como caseros. No podían hablar con nadie porque no entendían español, tampoco comunicarse con el resto de sus hijos porque no tenían dinero. Lo que ganaban al mes, lo usaban para pagar el crédito de los pasajes.
—Pasamos un año sin hablar con los chicos. No sabíamos ni dónde estaban. Vivimos una vida muy difícil, muy complicada. Prefería volver a Africa.
Martina sabía que la vida en Africa era aún más difícil, pero la extrañaba. Un par de meses después, se animaron a salir de la casa y caminar la zona. Así descubrieron una Iglesia. Para ellos fue un alivio sentirse un poco como en Africa, aunque la gente los observara.
CONARE. Así conocieron a una mujer que les enseñó español y se contactaron con la Conare (Comisión Nacional para los Refugiados) donde explicaron las razones por las que en su país no había garantías de seguridad para vivir y querían recibir la categoría de refugiados. Por año, las solicitudes que se reciben en Argentina, rondan las mil. Después de un año y medio, desde Conare y Acnur, comenzaron la reunificación familiar. Ya con el estatus de refugiados, hicieron los trámites para sacar a los chicos bajo un cuidado operativo. El 29 de abril de 2014, los 12 volvieron a estar juntos.
Ahora, ambos tienen trabajo y viven juntos. De la cena, se encarga cada día de la semana un hijo diferente. En Martín Coronado, Buenos Aires, un lugar donde no les fue fácil llegar. n
*Adaptación del capítulo “Los hijos del Congo”, del libro Sin Maletas, historias de refugiados. Icono Editorial, Colombia.