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de la teoría a la practica

Integrar a la discapacidad: un gran desafío para los educadores

Si bien existe un consenso en que todas las personas deben participar de las escuelas comunes, la discriminación sigue siendo moneda corriente para muchas familias.

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Mundo. Hay experiencias exitosas a nivel global, que encuentran resultados eficaces y muy buenos rendimientos pedagógicos. | shutterstock

Una mamá busca desesperadamente vacante en escuela común para su hijo de 8 años que nació sordo, pero le dicen que no tienen lengua de señas ni suficientes maestros integradores para darle espacio. Una familia recurre al Inadi para que adapten los exámenes finales orales en la universidad a una joven con síndrome de Down. Un hombre de 50 años tuvo un accidente y quedó parapléjico, primero lo cambiaron de función y finalmente lo despidieron: “A los clientes no les gusta tratar con vos”, le dijeron. ¿Pero qué es lo que nos pasa?

El diez por ciento de la población argentina tiene alguna discapacidad, pero es parte de la sociedad y cuenta con los mismos derechos que el resto. Si hablamos de solidaridad, de Estado presente, de diversidades, tenemos que empezar por facilitar que esas personas accedan a la formación, trabajen y puedan ser autónomas.  

La escuela inclusiva, de la que habla la Ley de Educación Nacional, “es la que favorece que nuestra población pueda ir más allá de las fronteras de la escuela y la familia para tener una posibilidad en el hacer social”, dice Susana Re, directora de la Fundación Infancias, que trabaja desde hace veinte años en el tema y alberga una escuela para niñas y niños con leve discapacidad intelectual en el barrio de Almagro.

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“A lo que aspira cualquier padre es a que sus hijos puedan ser autónomos. Lamentablemente, la escuela común no está en condiciones edilicias ni de capacitación como para albergar a muchos chicos con discapacidades”, señala.

Desde su experiencia,  asegura, encuentra casos de chicos de 10 o 12 años que vienen de escuelas comunes sin haber sido alfabetizados. “Cuando las integraciones están mal hechas, producen estragos que son difíciles de sostener después”, afirma.

Escuela común, especial.  Uno de los grandes debates, que separa incluso a expertos y educadores, es: ¿escuela común o especial?, ¿qué es mejor para los chicos? En un escenario ideal, integrarlos en una escuela común es lo mejor, pero en la práctica hoy depende de cada caso y de los recursos que ofrezca la institución.

“Se avanzó muchísimo, la asociación tiene treinta años y cuando empezamos los papás contaban que en el jardín era imposible tener vacante para uno de nuestros niños. Ahora el problema persiste en secundaria y niveles avanzados nada más”, asegura Alejandro Cytrynbaum, vicepresidente de Asdra, asociación que reúne a familias de niños y jóvenes con síndrome de Down.

Los chicos integrados son cada día más. Hay más de 90 mil alumnos con discapacidad que asisten a escuelas comunes en nuestro país y la matrícula integrada crece año a año. Desde 2003 hasta 2017 se cuadriplicó, según datos difundidos en 2019 por el Ministerio de Educación.  

“Desde mi criterio, la ley nacional habla de educación inclusiva y cita modalidades, entre ellas la de educación especial. Ese es también un espacio de inclusión educativa. Ahora, si nos referimos a la inclusión en escuelas convencionales, la gran dificultad se encuentra en que la mayoría de los chicos incluidos no llegan a aprender los conocimientos básicos, en función a las adaptaciones que se hacen y luego, cuando llegan a la secundaria, que tiene altos requerimientos, se quedan afuera. A mi entender, no se piensa en la individualidad, se dogmatiza a las personas, y pensar que todos tenemos que ir al mismo espacio en el mismo momento es no reconocer lo que cada uno necesita”, dice Victoria Rinaldi, asistente social y coordinadora asistencial en la Asociación Mutual Aidis.

El trabajo personalizado parece ser la clave. Re coincide: “Hacer un diagnóstico individual como punto de partida y llegar hasta donde cada niño puede, sin prejuicios de ningún tipo. El diagnóstico debe servir para ver dónde estamos ubicados, pero no como punto de llegada”.  

Desde Asdra agregan que la mayor dificultad de inclusión aparece en el nivel medio y el superior. “Las personas con síndrome de Down son más aceptadas que las que tienen algún otro tipo de discapacidad intelectual. Corremos con gran ventaja porque se conoce mucho, se sabe cómo tratarlas. A otras discapacidades se les tiene miedo”, dice Cytrynbaum.

Feliz en la universidad. En los medios le pusieron una nueva etiqueta, pero en este caso es positiva, porque da crédito a su esfuerzo y su lucha: es la primera salteña con síndrome de Down que llegó a la universidad. El camino no fue fácil y continúa la lucha, pese a los escollos. La familia Godoy está unida y dispuesta a dar la pelea hasta el final.

En 2019 denunciaron al Inadi que la Universidad Nacional de Salta no aceptaba adaptar los exámenes finales de manera tal que Eva pudiera continuar exitosamente con su carrera de Ingeniería en Recursos Naturales, siguiendo el camino de su mamá, que es profesora en esa casa de estudios. Tras una conciliación, las autoridades universitarias firmaron un acuerdo, pero nunca lo cumplieron.

“Como si negarse a adaptar las evaluaciones fuera poco, el consejo directivo de la Facultad, en una sesión secreta, resolvió paralizar todas las actividades académicas de Eva hasta que presentara su certificado de discapacidad para acreditarla y nos reclamaron también una sentencia judicial que nos reconociera, a sus padres, a actuar en calidad de tutores de ella”, contó a PERFIL Juan Godoy.  

Los Godoy se animan a aconsejar a otros padres: “Ayuden a los hijos e hijas a lograr sus sueños, piérdanle el miedo al fracaso y enséñenles a sobreponerse de las caídas que puedan llegar a tener. La vida está repleta de obstáculos que muchas veces como padres agigantamos. Hay que perder el miedo y derrumbar esas barreras sociales e institucionales. Nuestros hijos son más valientes y resilientes de lo que imaginamos”.

 

Aprendizaje o terapia

Claudio Espósito se hizo cargo hace dos meses de la Agencia Nacional de Discapacidad. Es una voz autorizada en la temática. Tiene una hija con síndrome de Down y una activa militancia en el tema en la sociedad civil, y es un reconocido abogado especializado en derechos humanos y discapacidad.

—El 10% de las personas con discapacidad mayores de 14 años no está alfabetizado en Argentina, ¿cómo se cambia eso?

—Estamos coordinando acciones con el Ministerio de Educación para que las provincias, ya que la educación es federal, entiendan que la inclusión es una cuestión cultural, tiene que ver con la aceptación de la diversidad en el aula.

—¿Escuela común o escuela especial?

—Deberíamos ir hacia una escuela única con un docente único. El mejor ejemplo de esto es la escuela rural. Allí se recibe al que no comió, a un discapacitado, a todos, y lo hace un solo maestro.

El cambio cultural es pensar en la diversidad funcional. No debería haber educación segregada ni distinta. En la provincia de Buenos Aires, distinguen a los chicos por diagnóstico: si sos ciego vas a una escuela para ciegos, si sos sordo, a una para sordos. Juntan a los niños por diagnóstico. ¿Qué es eso? A partir de esa segregación se empezó a ver la escuela como un lugar donde van a “curarse”. Y no, a la escuela la gente va a estudiar. ¿Por qué al maestro le cuesta tanto la persona con discapacidad y no el chico golpeado o violado? La diversidad en el aula siempre está.

—¿Es discriminación?

—Los pibes con discapacidad vienen con el diagnóstico, se llaman “síndrome de Down”, “el ciego” o “el sordo”. El pibe va a la escuela a aprender y no a hacer terapia. Hay resistencias a ver que el que no es igual a mí puede estar en el mismo lugar. Los maestros tienen que hacer ajustes razonables a lo que enseñan: si tienen una persona ciega en el aula, habrá que decir también todo lo que escriben en el pizarrón. Los educadores tienen herramientas, solo hay que quitarles el miedo que les instaló la hegemonía de la medicina.

 

*Periodista y escritora.