Juan Cruz*
La potencia o la impotencia, el destino o el desatino
Me tropiezo con estas palabras del maestro Tomás Eloy Martínez (del libro Argentina y otras crónicas, Alfaguara): “¿Dónde está la Argentina? ¿En qué confín del mundo, centro del atlas, techo del universo? ¿La Argentina es una potencia o una impotencia, un destino o un desatino, el cuello del tercer mundo o el rabo del primero?”
El texto se titula Lugar: Argentina, y está escrito en 1993, cuando este cronista empezó a ir a Argentina, precisamente. Entonces me maravilló Buenos Aires por primera vez, y después me maravilló por segunda, por tercera, por enésima vez. Lo que nos decían en España, cuando volvíamos, era un ritornello fastidioso: “Ah, Buenos Aires es tan europea”. Yo nunca he entendido esa identificación que intenta desgajar a Buenos Aires de la Argentina. Argentina, por decirlo con una palabra tan querida para Tomás Eloy, es un lugar, y comprende Buenos Aires. Lo que pasa es que, ay, muchas veces Buenos Aires no lo sabe.
Buenos Aires está habitada por edificios fantásticos (tan europeos…) y por mujeres bellísimas, según todas las comprobaciones. Cuando fui allí por vez primera, y cuando he seguido yendo, me he encontrado, además, con teatros repletos y con librerías fabulosas; una vez, en Patio Bullrich, hallé una librería que se acababa de abrir, y ya parecía una librería de antiguo asentamiento: el entusiasmo por leer y por hacer leer parece que se inventó en Buenos Aires y prende enseguida. Ahora que han rescatado algunos manuscritos, fotos y otros documentos de Julio Cortázar, como ha pasado con Borges o como sucede con Alberto Manguel, y leyéndolos parece que los siglos le han dado a Buenos Aires un gusto literario que la hace especial, tan europea…
Pero es Argentina, no nos llevemos a engaño. Hay una canción que cuenta qué sintió un poeta cuando, llegando por primera vez a la ciudad, echó de menos la que él había visto en los almanaques: le habían desbaratado Buenos Aires, él quería la otra, la ya inexistente. Probablemente esa Buenos Aires desbaratada se ha acercado ya definitivamente a Argentina, vive sus microclimas sentimentales y políticos, y vive sus crisis como si estuviera en medio de un espejo borgeano en el que se reflejan caras asustadas.
Ya Buenos Aires no es sitio alejado del mundo y accidentalmente situado en el centro de Argentina. Ahora llegan acá noticias de la crisis, los argentinos que pasan por Madrid nos miran con el desdén con que Segismundo observa al que come sus hierbas en la obra de Calderón de la Barca. Ellos saben que nosotros hace un rato (y sucede todavía) estábamos comiendo hierbas mientras otros (los argentinos, por ejemplo) estaban en un festín.
Ahora parece que el festín paró; en 1993, cuando Tomás Eloy escribió aquellas disyuntivas (“¿La Argentina es una potencia o una impotencia, un destino o un desatino?”) había las mismas incertidumbres que hoy, yo lo vi por entonces, y Buenos Aires se parecía bastante a lo que tenía alrededor. Luego pasó ese ventarrón, vinieron otros aún más fuertes, y siguieron respirando los argentinos esperando que escampara.
Ahora escampará otra vez y los argentinos y los bonaerenses verán las nuevas crisis con el ánimo del que ya las vio venir. Una cosa harán que será mejor que lo que hacemos los españoles ahora que nos tocó también la brava: buscarán y rebuscarán risa donde otros nos ponemos tan serios.
Pero vale, para ahora y para siempre, esto que escribió Tomás Eloy que tanto se parece a la teoría de la pena argentina que esbozó el también llorado Juan Gelman: “Nunca le será fácil alcanzar la dicha a un país que siempre cree tener menos de lo que merece y que desde hace décadas viene imaginando que es más de lo que es”. El decía que Argentina está en el aire. Pues como nosotros, ¿quién no está hoy en el aire?
Un día me dijo el presidente brasileño Fernando Henrique Cardoso, cuando ya era ex, que los brasileños estaban mal, pero no lo sabían. Fue al principio del gobierno de Lula. Esa profecía se pudo haber hecho de Buenos Aires y de Argentina hace mucho rato, y el corolario pudo haber sido también el mismo: pero ellos no lo saben. O sí.
*Periodista, escritor español.
Andrés Hoyos**
El enigma argentino
Las recurrentes crisis argentinas evocan para cualquier latinoamericano palabras como “misterio” y “enigma”. Es difícil entender por qué este país, tan afortunado de otro modo, se estrella una y otra vez contra la pared. Ya sé que se ha convertido casi en un cliché decir que a comienzos del siglo XX Argentina era prácticamente un país desarrollado. Buenos Aires inauguraba el primer metro del subcontinente, todo el mundo sabía leer y escribir y había una cultura pujante, mientras que, por ejemplo, la Colombia de los gramáticos acababa de salir de una espantosa guerra civil y un ciudadano tenía aquí un tercio del ingreso de un argentino.
Males recurrentes de este tipo no suelen tener una causa singular, sino que provienen de un hervidero de malas prácticas repetidas muchas veces. Sin embargo, es ineludible responder a la vieja pregunta de Varguitas diciendo que la orgullosa Argentina se jodió cuando se envició a la “teoría” política inventada por Perón. El más mínimo recuento de la vida y milagros de este famoso coronel lo lleva a uno a la conclusión ineludible de que Perón despreciaba a sus compatriotas. ¿Cómo más comprender que a su muerte haya dejado instalada en el poder a una cabaretera, rodeada de brujos y malandras, y desbordada por unos montoneros dispuestos a lo que fuera?
Entre otras cosas, ¿qué significa a estas alturas ser peronista, si bajo esa égida se han guarecido políticos de todas las ideologías, los cuales tan sólo han coincidido en el gusto por la arbitrariedad, el populismo y el maltrato a las instituciones? Habría que decir, parafraseando a Cervantes, que nunca segundos peronismos fueron buenos, mucho menos terceros, cuartos o quintos, sobre todo si el primero tampoco sale bien librado a estas alturas. El peronismo, más que un partido político, es un vicio que tienen muchos argentinos. Han tratado de dejarlo y no pueden.
Estaba yo en Buenos Aires hace unos diez años hablando con un personaje culto e informado que me presentaron. En una de esas le mencioné a Borges. El hombre sonrió levemente y me dijo algo así como: “Ya, ya, ese gorila”. ¿A ver? Aunque yo sabía de la desastrosa relación entre el gran escritor y Perón, nunca pensé que pudiera oír algo semejante. Borges, que no siempre fue acertado en política, dijo con tino: “El peronismo no es ni bueno ni malo, es incorregible”. A lo mejor el problema de Argentina es que no siguió el camino de políticos ilustrados como Sarmiento y de grandes escritores como Borges, sino la senda arrabalera de Perón y sus inefables seguidores, la última de los cuales, doña Cristina Fernández, luce bastante patética desde lejos.
¿Cómo va a confiar la gente en la moneda de un país, así sea una gran potencia exportadora, si ni siquiera suministra datos confiables sobre su inflación y tiene un director del Banco Central que puede ser echado del cargo el día en que la Presidenta amanece de mal genio? Con esos elementos y ante el menor estornudo del mundo, una crisis cambiaria como la que está sucediendo ahora en Argentina era imposible de evitar.
**Escritor colombiano, fundador de El Malpensante.
Boris Izaguirre***
Animales de costumbres
Una de las cosas más molesta de ser sudamericano en España es leer noticias de nuestros países en la prensa local. Siempre son catástrofes aunque es cierto que entre España y Argentina también hay un poquito de pasión, como cuando el ministro Kicillof aparece en nuestra prensa y pese a que le recuerdan hosco y agresivo cuando aquel incidente con Repsol, invariablemente le acompañan las palabras “joven y guapo ministro de Economía argentino”. Pero aparte de ese momento casi lírico, lo que se publica de nosotros siempre es miseria, caos administrativo, incertidumbre a un precio muy alto. Y entonces, viene la gran pregunta: “¿Cómo puede ser que un continente tan rico tenga países tan desastrosos?”.
Uno nunca sabe cuál es la respuesta. Nosotros, esa es la respuesta. La culpa de un continente que parece fascinado en tropezar con la misma piedra las veces que haga falta. Somos así. No aprendemos. Tengo 48 años y creo que no puedo recordar más de cinco años que no haya vivido en crisis. De deuda externa, de deuda interna, de mala repartición de la riqueza, de corrupción campante, de comunismo mal entendido, de socialismo del siglo XX y también del siglo XXI. De identidad, de inclinación, de declive, de piel o de moda. Todo ha sido crisis.
En 1983 viví el primero de mis “viernes negro”, como se llama a las devaluaciones del tanto por ciento propias de Argentina y Venezuela. Esa del ’83 me tomó por sorpresa en Nueva York, enamorado de un bailarín mayor que yo, bello y alto, pero irrefrenablemente promiscuo. Cuando le dije que habían devaluado nuestro bolívar saudita (el de la célebre frase. “Ta’barato, dame dos”) en casi un 30%, se le congestionó el cuerpo entero. “¡Tendremos que mudarnos a Brooklyn, ni compraremos camisas en Fiorucci!”, me gritó, desesperado. La terrible constatación para esa clase media del plan Marshall de que una devaluación es peor que una guerra. Sin derrame de sangre, te deja jodido y desamparado. Sin barrio y sin tienda.
Han pasado más de treinta años de esa alocada frase, pero esta semana todos nos hicimos la misma pregunta: ¿qué va a pasar? ¿Otra vez crisis?¿Otra vez corralito? ¿Otra vez miedo? Una cosa que se podría hacer es aprender algo de las crisis, por fin. Que son producto de la corrupción y que todos participamos de la corrupción. Muchas veces votamos corruptos para que se corrompan más antes que auténticos gobernantes. Pero también es cierto que nuestros gobernantes son básicamente una máscara, parecen estar allí para convencernos de que todo es un baile, divertido, ameno, con un poquito de lucha e ideología, pero perfectamente diseñado para que todo siga igual y el único reparto de la riqueza sea quien pueda aprovecharse más de la corrupción. A veces creemos que así como la única manera de acabar con la droga es legalizarla, deberíamos hacer lo mismo con la corrupción. Pero la droga se quita, hay mono, pero puede vencerse. La corrupción es identidad cultural, forma parte de ti porque así lo han conseguido siglos de política local. Y siempre hay espacio para la sospecha y temer que si la corrupción pagara impuestos, seguro inventaríamos la fórmula para evadirlos.
Uno debería asumir las devaluaciones y las crisis igual que los despechos: con una gran borrachera. Bebérselo todo, metérselo todo, comprárselo todo. Abrigos, gadgets, gente, todo lo que necesitarías para meterte en un búnker, vivir en el extremo total y salir 48 horas después para observar que todo sigue igual, sólo que un poquito más devaluado. Pero que al menos pudiste acostarte con el bailarín. Y comprarte la camisa de moda.
***Escritor venezolano.