Ana María les contó a sus amigas que se había peleado con el novio y pidió permiso para usar el teléfono. Chela, la dueña de casa, le permitió usar el aparato que estaba en la habitación de sus padres, para que hablara más tranquila. Ana María se alejó por el pasillo y abandonó unos minutos el trabajo con el grupo de estudio. Cuando regresó, dijo que se sentía mal y tenía que irse. Fue la última vez que la vieron.
La bomba que mató al jefe de la Policía Federal Argentina, el general Cesáreo Cardozo, estalló bajo su cama mientras dormía, a la 1:36 de la madrugada del 18 de junio de 1976, menos de tres meses después de que la Junta Militar que lo puso en ese cargo diera un golpe de Estado, el 24 de marzo.
El informe de Bomberos de la Policía Federal dice que el aviso por radio al Cuartel V llegó a las 2:06 de la mañana. Tres minutos después, la autobomba ya se había detenido frente al edificio de siete pisos de Zabala 1762. El atentado fue en el segundo “B”, donde vivían Cardozo con su familia -esposa y dos hijas- y una empleada, que estaba en cama y enferma. El hijo varón del matrimonio, un joven oficial del Ejército Argentino, se hallaba en San Juan. Ese día había ido de visita la suegra del general.
La bomba también hirió a la esposa de Cardozo, que milagrosamente no estaba junto a él en la cama porque se había quedado charlando con su madre. A las dos y cuarto llegó un segundo vehículo de bomberos con un reflector para iluminar el departamento en escombros, ya que por precaución habían cortado el suministro eléctrico. La casa de Cardozo estaba en un edificio de departamentos amplios, ubicado en una de las zonas residenciales más ricas de la ciudad de Buenos Aires. Vivían allí, a mediados de la década de 1970, muchas familias de militares.
Los bomberos trabajaron en el lugar más o menos hasta las cuatro de la mañana. Pasadas las dos y media llegaron el segundo de Cardozo, el comisario Francisco Laguarda, el jefe de Investigaciones de la Policía Federal, el comisario Juan Carlos Condoriz, y el ministro del Interior, el general de brigada Albano Harguindeguy, visiblemente afectado porque el general asesinado era uno de sus hombres de confianza además de su amigo, y ahora su sangre salpicaba el techo de la habitación. El cuerpo de Cardozo, entre los escombros de su departamento, fue fotografiado y retirado por los mismos bomberos y otro personal policial, lo cargaron en una camilla y lo subieron a una ambulancia que lo trasladó al hospital policial Churruca.
La habitación del general quedó destruida. Una mesa con ruedas mostraba vacío el lugar donde debería haber estado el televisor; en uno de sus estantes seguían apiladas dos o tres guías de teléfonos. No se podía llamar a nadie, pues de la ventana colgaban el cable enrulado y el disco de un teléfono roto. Había también un espejo milagrosamente contenido por su marco, pero rajado en varios pedazos. El placard del matrimonio exhibía su contenido destruido y quemado; el colchón, revuelto y carbonizado, estaba a un costado. El piso, sobre todo debajo de la cama, se veía ennegrecido por la quemazón y rasgado por las esquirlas.
La División Explosivos de la Policía Federal realizó una inspección ocular y, junto con los informes periciales, todo estuvo listo y firmado el mismo día 18. Los peritos encontraron en el dormitorio matrimonial del departamento, de 4x3x3 metros -del que adjuntaron un croquis-, una escena sangrienta. La onda expansiva había roto las ventanas que daban a un balcón interno; las cortinas quedaron quemadas y rotas, y los taparrollos habían volado. El techo, a la altura de la cabecera de la cama, estaba manchado de sangre y trizado de esquirlas, así como los marcos de las ventanas. De la pared colgaba un rosario de grandes cuentas -que el informe policial bautizó “relicario”-. La explosión había volado la pared divisoria con la habitación de una de las hijas de Cardozo; en la pericia se ve su cuarto prácticamente intacto, como en esas viejas fotografías de casas destruidas durante los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial.
Los peritos establecieron, gracias a los restos encontrados, que la bomba era un “artefacto explosivo de construcción casera y encendido electromecánico de tiempo”. Una variante del “modelo - en escala reducida- de la ‘mina de proyección dirigida’ o ‘vietnamita’. La propiedad fundamental de este material agresivo es la utilización del principio de las ‘cargas huecas’, en la proyección direccional de elementos contundentes (esquirlas), con máximo aprovechamiento de la energía proporcionada por el explosivo”.
Calcularon, en base a los restos químicos y las consecuencias en el dormitorio, que se habían utilizado aproximadamente setecientos gramos de trotyl. La bomba era algo parecido a una lata redonda y chata, un “cilindro de aproximadamente quince centímetros de diámetro por tres centímetros y medio de altura”. Un dispositivo semejante podía contener unas cien postas de acero de 9 mm, de las que los expertos recogieron cuarenta y siete en el lugar, dispersas por la deflagración. También hallaron un hierro retorcido pero reconocible, la “manija para engancharlo”al elástico de la cama. Identificaron restos de una cuerda de reloj, de su esfera y de la pila.
La bomba utilizada fue un dispositivo sencillo y eficaz. Se trataba de una fuente de energía, probablemente “una o más pilas de 1,5 voltios”, que alimenta un sistema de retardo “dado por un reloj pulsera de dama al que se practicó una perforación en el visor y se le extrajo la manecilla minutera”. Llegado el momento, fijado con la aguja horaria, se establecía una conexión con un “detonador eléctrico Nº 8”. En ese instante, “el cierre del circuito se concreta, simplemente, al hacer ‘tope’ la manecilla horaria con el terminal del conductor, el que ingresa por el orificio practicado en el visor” del reloj. Los expertos creyeron necesario rematar explicando lo obvio: “Como es lógico, la reacción del artefacto se produce en el momento predeterminado por el oponente”. Entre los restos del dormitorio apareció tirado el libro Altas esferas, de Arthur Hailey, que Cardozo no alcanzó a terminar de leer.
Aunque la noticia tardó unas horas en hacerse pública, las autoridades supieron de inmediato quién había sido. La misma noche del atentado, varios testigos escucharon los gritos de Chela:
— ¡Nos traicionó! ¡Nos traicionó!
La cacería se concentró en los pasos de su ex compañera de estudios, Ana María González, una joven de veinte años militante de Montoneros.