ELOBSERVADOR
Movimientos sociales en el siglo XXI:

La insoportable levedad del ser

Como cada cuatro años, la mayoría de los movimientos sociales, en un escenario de indigencia cada vez mayor, recurre al mismo “acting” para ratificar el extractivismo como patrón y eje de la matriz productiva de Argentina, en una necesidad patológica de respaldar los modelos de gobierno que critica.

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Este año no fue distinto, pero sí más obsceno. Arengando consignas ideológicas –si no perimidas, al menos difusas– y con una creatividad cada vez más decadente, apoyaron abiertamente al candidato del establishment, Sergio Massa, quien comenzó su militancia neoliberal en tiempos de la UCeDé, partido político argentino de orientación liberal-conservadora, cuyos miembros habían sido funcionarios durante la última dictadura militar. 

Pareciera que la sobreactuación ya no alcanza, o al menos comienza a mostrar la hilacha. Con una retórica de izquierda popular, pero con los mismos mecanismos de la burocracia sindical que se atribuye la representatividad de lo poco que queda de la clase trabajadora, la Confederación General del Trabajo (CGT), la Confederación de los Trabajadores de la Economía Popular (CTEP) se ha convertido en otro pilar fundamental para “la contención” del modelo. Ambas centrales garantizan la desmovilización de los trabajadores y desempleados ante el saqueo abierto de nuestros recursos y la entrega de nuestro patrimonio.

Este gran simulacro nos ha segmentado como nunca antes. Y esta segmentación, a su vez, ha generado la pérdida de la autoestima propia y colectiva. Mientras, nos hacen repetir como loros frases que contienen palabras como “inclusividad”, “sostenibilidad”, “sustentabilidad”, “agroecología”, “soberanía alimentaria” y demás antojos de Naciones Unidas. Paradójicamente, nunca estuvimos tan lejos de la independencia económica y de las aspiraciones soberanas y de justicia social. 

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Palabras. Cuando niña, al señor que juntaba cartón le llamábamos ciruja. En muchos casos, ese “ciruja”, era una especie de anarco al que todos los vecinos ayudábamos, porque era parte de la comunidad y lo apreciábamos. Ahora, son millones quienes sobreviven de juntar cartón y han sido afiliados a una Central cuya dirigencia académica y clasemediera jamás metió la mano en la basura. La CTEP ha legitimado el cirujeo. Ahora, debemos llamar trabajadores de la economía popular a quienes lo ejercen. 

En el colonialismo, como sostiene Silvia Rivera Cusicanqui, el rol de las palabras, más que designar, es el de encubrir. Y es allí donde muchos movimientos sociales se tornan contrainsurgentes. Me refiero a contrainsurgencia en términos de los propios zapatistas que, intentando recuperar modos de subsistencia autónomos y de equilibrio con la naturaleza, encontraron su mayor obstáculo en el asistencialismo del Estado progresista que los acosa permanentemente; aculturando, aplastando hábitos ancestrales de responsabilidad y sacrificio comunitario.

En el siglo XXI, ubicarse a la izquierda de la derecha no representa mayores riesgos. Mucho menos cuando el motor movilizador es no perder los cargos en la función pública del Estado-botín. Muy diferente ha sido el motor movilizador de tantas Petra Kelly o Berta Cáceres, así como también su destino.

Un pedacito. Reclamos. La mayoría de los movimientos de izquierda, no movilizan ante la perforación del Acuífero Guaraní. Tampoco por el récord de hectáreas desmontadas de bosque nativo ni por la “gestión” del agua en manos de Mekorot. Tampoco por acceder a las cláusulas secretas de contratos como el de Chevron. 

¿Es posible que siendo quienes tienen la mayor capacidad de convocatoria y movilización no hayan presionado al Congreso de la Nación para sacar del cajón de la Cámara de Senadores el expediente iniciado por el ciudadano Alejandro Olmos? Este expediente permanece cajoneado gobierno tras gobierno, pues contiene la sentencia del juez Ballesteros sobre la deuda externa ilegítima, calificándola como “la mayor estafa al pueblo argentino”.

No se impulsa el tratamiento del fallo Ballesteros porque los intereses en juego salpican a todos. Los comunes y sus problemas no consiguen generar empatía en estos movimientos. Mucho menos acompañamiento ante el reclamo de quienes habitamos la ruralidad en condiciones medievales. Esto explica el surgimiento de un sinnúmero de asambleas autoconvocadas por todo el país.

Recuerdo una charla del gran referente peronista especializado en ruralidad, Jorge Rulli, con Juan Grabois. En ese encuentro Rulli intentaba develar la falsedad contenida en latiguillos repetidos tanto por las izquierdas antisojeras como por el libertario presidente electo: “la Argentina produce alimentos para 400 millones de personas”. Esto es falso. La Argentina produce forraje para engordar a los chanchos chinos. Pero, además, la soja es mucho más que un monocultivo, es mucho más que glifosato, “La soja es un sistema”, repetía Rulli. En ese encuentro, Grabois de alguna manera le dio la razón, al afirmar que el objetivo es “quedarnos con un pedacito de este modelo. Si nos podemos quedar con un pedacito, nos tenemos que dar por satisfechos”, sostuvo. Y ese pedacito no es poca cosa. El expresidente “de derecha” Macri les otorgó, a través de la Ley de Economía Social, un 28% del presupuesto para la gestión de los planes sociales. Pisos completos en ministerios, secretarías, direcciones, etc.; hasta llegar a la última y flamante creación del Instituto de Agricultura Familiar Campesino Indígena, con un plantel de 1.040 empleados, conformado en un 90% por militantes de los movimientos sociales. Esto último, durante el gobierno de Alberto Fernández.

Coexistencia. Quizás, a mi entender, lo más perverso que conlleva el rol de los movimientos a que hago referencia es el de garantizar una “supuesta coexistencia pacífica” entre el modelo de los agronegocios y los pequeños campesinos que habitan la ruralidad. Me refiero a lo que se conoció como Pacto de Añatuya, realizado en 2014 en Santiago del Estero. Estaban todos: Aapresid, Acsoja, Los Grobo, Mocase Vía Campesina, Movimiento Nacional Campesino Indígena, Coordinadora Latinoamericana de Organizaciones del Campo, Movimiento Evita, etc. Allí se firmó el acuerdo de coexistencia pacífica que fue, además, bendecido por el obispo Jorge Lozano; quien, en simultáneo, estaba avalando lo que luego conoceríamos como “buenas prácticas agrícolas”. Una postal surrealista. Un oxímoron necesario para justificar la primarización de nuestra economía, la desmineralización de nuestros suelos y la expulsión del campesinado rural hacia los asentamientos urbanos, a cambio de divisas.

A partir de allí, una serie de Netflix. Ni Fellini se lo hubiera imaginado. 

Se perdió la vergüenza. Giras, charlas y congresos conjuntos en universidades, donde la UTT (Unión de Trabajadores de la Tierra) y el MTE Rural (Movimiento de los Trabajadores Excluidos) conversaban con mucho entusiasmo con el Rey de la Soja: Gustavo Grobocopatel. Tomaban sus consejos y, de pronto, Grobocopatel era uno más de ellos. Pasó a ser “el compañero” Grobocopatel.

¿Habrá llegado el momento de hacernos preguntas incómodas? Si la extracción minera está bajo control obrero o de las cooperativas bolivianas, ¿es extractivismo bueno? Si celebramos una ordenanza que impida fumigar a 300 metros de la ciudad, ¿estamos afirmando que la vida rural no importa? Si condenamos al glifosato y al fumigador que se envenena con él, y no al modelo, ¿les estamos haciendo el juego a las corporaciones que ya instalaron 2.4D inoloro o glufosinato de amonio diez veces más potente que el satánico glifosato? Si la FAO ha lanzado programas para la “agroecología” y ha descubierto “casi como Cristóbal Colón– la importancia de la agricultura familiar”, respaldándola con fuerte financiamiento de organismos internacionales, ¿les estará dando tiempo a las corporaciones a patentar sus bioinsumos verdes, sostenibles y excluyentes para conseguir la certificación de “producto orgánico”? Si los más verdes de los movimientos ambientalistas, los de izquierda inclusive, sostienen que es deber del pueblo disputar la biotecnología a las corporaciones extranjeras, ¿no están legitimando el modelo acaso? Sin estas organizaciones, conducidas por una clase media urbana y académica que el progresismo escogió para penetrar en la ruralidad, hubiese sido imposible que el fenómeno descampesinizador de las últimas tres décadas se hubiera llevado a cabo. 

Materias primas. Mientras la vida rural agoniza, se consolida el capitalismo orientado al consumo de mercados externos. Cada gobierno que asume tiene como objetivo un mayor crecimiento de las exportaciones de materias primas, para el ingreso de divisas destinadas a pagar intereses de la deuda externa que eternizan, contrayendo más y más créditos con cuanto organismo externo se les presente, ávido de financiar los proyectos que tendrán como contrapartida el desembarco de inversiones de corporaciones extractivistas, cuyos contratos espurios mantendrán sus cláusulas en secreto. Cláusulas que comprometen, cada día más, nuestra soberanía.

Como ante cada campaña electoral, los “peronistas” de los movimientos sociales y del campo recurrieron, una vez más, al cadáver insepulto de Perón; cuando ni siquiera han leído la Carta Ambiental que escribiera allá por 1972. El Estado argentino está corrompido. Quienes siguen disputando un espacio en él se saben cómplices. La otra opción, fagocitarse en él hasta que llegue la jubilación.