“Mamá, sos una cagona”, le grita a su mamá el personaje de la “revolucionaria” que interpreta Natalia Oreiro en la película Infancia clandestina, de Benjamín Avila. La mamá es Cristina Banegas, que se traslada vendada por kilómetros para visitar a su nieto Ernesto, a quien sus padres, militantes montoneros que participan de la “contraofensiva” del ’79, le cambiaron el nombre y la fecha de nacimiento y no le permiten ponerse de novio con una compañerita de grado por temor a que los delate. La madre llora y le dice que los militares “están matando gente” y que tienen que irse del país. La hija no la quiere escuchar y le pide que no vuelva.
Las mujeres guerrilleras, militantes, madres y esposas, que participaron de las organizaciones armadas en los 70, se debatieron una y otra vez entre cuidar a sus familias, luchar por sus ideales, acompañar a sus maridos-compañeros, armar una pequeña rutina de vida cotidiana y recibir en sus hogares clandestinos a quienes necesitaban albergue. Participaban también de las operaciones en el lugar que se les asignaba. Eran las mejores militantes y al mismo tiempo criaban niños con los lineamientos morales de una familia revolucionaria.
Vida cotidiana de las militantes. “Encontré en las organizaciones guerrilleras de los 70 más matices que otra cosa. Y una matriz común: la preocupación por pensar la cuestión de la cotidianeidad y la incorporación de las mujeres en forma activa a muchas formas de participación en las organizaciones armadas. Nada es lineal. Hay restos de machismo, mujeres que cuidan niños mientras sus compañeros van a reuniones, pero también otras que participan activamente. Finalmente, son los hombres quienes siguen ocupando los cargos de conducción”, relata la socióloga Alejandra Oberti, autora de Las revolucionarias, un libro que acaba de editar Edhasa, que investiga la vida cotidiana y la afectividad en la militancia de los 70.
Hubo diferencias entre las militantes de la izquierda revolucionaria (ERP) y las de Montoneros, de raíz peronista, en cuyo seno se fundó la Agrupación Evita de la Rama Femenina del peronismo. Esa organización, integrada por mujeres no feministas, hacía trabajo territorial. “Para las organizaciones armadas, el feminismo era visto como algo liberal, burgués, lo identificaban con una serie de preocupaciones que tenían poco que ver con la revolución. Pensaban en un hombre y una mujer nuevos: la familia militante era la base de la organización”.
Oberti urga, en su libro, en un folleto de Montoneros donde resalta el “carácter de clase” de las mujeres a las que se interpela. Se trata de trabajadoras, mujeres de pueblo, con obligaciones como madres y esposas. “Son esas tareas domésticas las que hacen que las mujeres no tengan el mismo nivel de conciencia y actividad política”, señala.
Parir presa. “Con Ernesto vivimos seis meses en la clandestinidad, en una casa que nos había conseguido mi familia. Emiliano era un bebé. La casa era un centro de reuniones políticas y de vez en cuando se daba albergue a algún compañero. La cotidianeidad era enloquecedora, estar todo el día encerrada y salir un rato a dar una vuelta manzana a pasear al bebé. Ernesto hacía sus reuniones y yo pensaba que eso iba a terminar pronto. Un día me dijo que pensaba en que nos fuéramos del país, y le pregunté qué iba a pasar con sus obligaciones militantes. Me dijo que si se iba, sería un quebrado. Yo estaba loca, pero le dije que con un quebrado no quería estar. Cuando caímos en cana, fue la profecía autocumplida”. El relato lo hace la filósofa Nora Rabotnicoff. Vive en México desde hace cuarenta años. Allí están sus hijos, Paula y Emiliano, que le dieron nietos. Ella y sus bebés se fueron primero a Perú, luego a México, cuando su padre logró sacarla de la cárcel a cambio de que se fuera del país. El marido quedó preso hasta el retorno de la democracia. Nora fue, en los convulsionados años 70, la mujer de Ernesto Villanueva, ex rector de la Universidad y dirigente de Montoneros. Eran novios desde que ella tenía 15. Se casó seis años después. Primero militaron juntos y luego ella dejó Montoneros para irse a la JP Lealtad, sector que no apoyó la lucha armada.
Cuando, en setiembre del ’74, Montoneros pasa a la clandestinidad, no hubo opción. “Ernesto estaba en una lista. Salí de la maternidad con Emiliano recién nacido dos días después de que Montoneros pasara a la clandestinidad. No volví nunca a mi casa. Cuando, seis meses después, caímos presos, me di cuenta de que estaba embarazada de Paula. Ella nació en la Sardá. Me trasladaron en un carro blindado con la guardia de infantería y tres patrulleros escoltando. Fue un parto sin dolor y con carcajadas. Estaba en un cubículo con médicos, las patas abiertas, dos policías con bata blanca y ametralladora y me empecé a reír de los nervios. No sentí el dolor, era tan ridícula la situación”. Nora cuenta que, pese a todo, no había pensado hasta ese momento que iba a separarse de Ernesto e irse del país. “¿Yo sola, con los nenes? Tomaba lo que vivía con naturalidad”.
Conducciones sin mujeres. La periodista Miriam Lewin, autora de Putas y guerrilleras (Planeta), estuvo desaparecida y detenida en la ESMA. En su libro, en coautoría con Olga Wornat, cuenta los padeceres de centenares de mujeres detenidas allí, los crímenes sexuales que se cometieron en los centros clandestinos de detención y la perversión que desarrollaron los represores. Antes, en la militancia, comprobó que “el rol de las mujeres era, de palabra, igual que el de los hombres. Pero en los hechos, eran los varones los que detentaban la mayor parte de los cargos de conducción. Había muchas mujeres en los mandos medios, pero en la conducción nacional casi no hubo. Eran también raras las parejas en las que la mujer militaba y el varón no. Al revés, en cambio, era muy frecuente. También eran escasas aquellas parejas en las que la mujer tenía un nivel superior al del varón dentro de la militancia”.
La intervención de las organizaciones guerrilleras en la vida privada de los militantes fue muy significativa. Los jefes resolvían si una pareja se separaba para cumplir funciones estratégicas en diversas zonas del país, por ejemplo, y se los cuestionaba si no convivían con otro militante. “La pareja militante era la base de la organización”, afirma Oberti, quien dirige actualmente la carrera de Sociología de la Universidad de Buenos Aires. “Cuando me fui a la Lealtad, Ernesto siempre estuvo convencido de que era una desviación ideológica mía y que me iba a convencer”, dice Rabotnicoff.
La familia militante era extendida a otras familias. “En la vida diaria, las mujeres se ocupaban de la mayor parte de las tareas de la casa, y los varones colaboraban, más que en otros sectores sociales. Se daban situaciones en las que si la mujer había caído, ahí los hijos quedaban al cuidado de su familia materna y el hombre seguía militando. Si la mujer quedaba sola por la represión, era frecuente que viviera con alguna otra pareja o con alguna compañera que la ayudaba”, narra Lewin.
Embarazadas en lucha
¿Por qué tenían hijos estas revolucionarias de los 70? “Por amor, como cualquier familia”, dice Rabotnicoff. Y recuerda: “En nuestro caso, fue un tema de discusión larvada en la pareja. El quería tenerlos y yo no. No veía cómo entraban los niños en esa dinámica. Y recién decidí tenerlos cuando me fui a la Lealtad porque pensé que ahí dejaba de correr riesgos. Bueno, no fue así”.
Oberti señala que en esa generación “hay una apuesta por la maternidad y la paternidad, pensando en el futuro. Sobre todo en las mujeres de las organizaciones peronistas aparece también la idea de que si las mujeres del pueblo tienen hijos, en circunstancias muy difíciles, por qué ellas no van a poder hacerlo. Eso me lo han dicho muchas mujeres que entrevisté, especialmente de Montoneros”.
En la contraofensiva montonera, en algunos casos a los chicos se los dejaba al cuidado de una familia amiga en el exterior, algunos en la guardería que funcionaba en Cuba. “Existía la idea entre las mujeres de que nadie podía criar a los hijos si una caía. Los chicos quedaban a cargo de los abuelos si ambos padres caían”, cuenta Lewin.
Rabotnicoff tuvo que pelear no sólo con la policía sino también con sus padres para poder tener a Emiliano a su lado en la cárcel. “Mis viejos decían que la cárcel no era un lugar para él, que la madre es importante pero una madre se inventa. Después, Emiliano entra y sale de la cárcel varias veces. Hubo una epidemia de hepatitis y luego yo salgo por el parto de Paula. Nunca supe qué consecuencias trajo esa vida a mis hijos”. Los relatos testimoniales que logró Oberti en su libro coinciden en que los varones militantes luchaban contra su educación machista, pero en cuestiones cotidianas siempre surgían situaciones que ponían en evidencia que esto no era fácil.
“La actitud de protección hacia la mujer era mayor cuanto más alto era el nivel de compromiso del marido. Si se trataba de la mujer de alguien de la conducción, seguramente se la preservaba durante el embarazo, apartándola de la militancia activa, pero en cambio, fui testigo de casos en los que las mujeres, durante su embarazo, participaban de traslados de materiales o de operaciones de propaganda. Se suponía que nadie sospecharía de ellas”, recuerda Lewin.