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Centenario histórico

Cómo se vivió la Revolución Rusa en la Argentina

Yrigoyen no reconoció nunca a los bolcheviques y respaldó al enviado del Zar. El "temor rojo" de los diplomáticos argentinos y la crítica a Lenin. Perón abrió la embajada argentina en Moscú.

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Lenin. El embajador plenipotenciario de Argentina fue uno de los primeros en huir de Rusia cuando empezó el proceso revolucionario. Luego, conoció al líder. | cedoc

Cuando estalló la Revolución Rusa, en la Argentina se acababa de cumplir el primer año del gobierno de Hipólito Yrigoyen. El líder radical había terminado con varias décadas de hegemonía conservadora y llegó a la Casa Rosada gracias al primer sufragio secreto. La aristocracia terrateniente que detentaba los verdaderos hilos del poder argentino dejaba espacio para los “sin apellido”, como denominó la prensa de entonces a los hijos de inmigrantes de clase media que se incorporaban a la administración pública. Todo hacía suponer que el primer gobierno de enjambre “nacional y popular” argentino mostraría simpatía por esos bolcheviques que habían logrado la profecía de Marx de “tomar el cielo por asalto”. Sin embargo, los soviéticos no fueron bien recibidos en Buenos Aires, donde el “temor rojo” invadió a la burguesía local pero también a los herederos de la Revolución del Parque. La lucha de clases que parecía estar dando sus primeros pasos en la Argentina no se hizo eco del torbellino que cambiaría para siempre la Historia.

A través de una profunda investigación sobre informes diplomáticos reservados y confidenciales fechados en Buenos Aires y San Petersburgo, Guillermo Stamponi reflejó en Una visión argentina de la Revolución Rusa cuál fue el sentimiento que despertaron los soviéticos entre los representantes argentinos. El libro fue publicado en 2009, pero a cien años de la Revolución de Octubre este trabajo permite entender el verdadero espanto que sacudió a los diplomáticos de Argentina al presenciar la escalada de los proletarios.

Un zarista en Buenos Aires
El 13 de noviembre de 1916, Eugenio Stein, quien venía desempeñándose como encargado de Negocios interino del zar Nicolás II en Argentina, presentó sus cartas credenciales ante el gobierno de Yrigoyen. Stein había nacido en San Petersburgo y había cumplido funciones en Extremo Oriente, los Balcanes y Brasil antes de convertirse en el último representante de los zares en Buenos Aires, y en su presentación resaltaba “la importancia creciente de la Argentina en el contexto de las naciones civilizadas”. Yrigoyen reconoció a Stein como enviado extraordinario y ministro plenipotenciario de Rusia en la Argentina y envió sus votos a Rusia para “la dicha de su Majestad e Imperial familia y la prosperidad del Imperio”.

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Con el triunfo de la revolución bolchevique, Stein fue exonerado cuando desde el nuevo gobierno de Lenin se informó el 26 de noviembre de 1917 que había sido echado “por haberse negado a trabajar bajo las órdenes del gobierno soviético”. Pero el diplomático ruso siguió en funciones por muchos años más, ya que el gobierno radical no reconoció formalmente a los revolucionarios que formarían la Unión Soviética.

En marzo de 1918 el Partido Bolchevique se convirtió en Partido Comunista, la capital se trasladó a Moscú y León Trotsky se convirtió en Comisario del Pueblo de Guerra y en líder del temible Ejército Rojo. Todo cambiaba en Rusia, pero en junio de ese mismo año, Stein dictó en Buenos Aires la conferencia “El arte en Rusia”, en la que fue presentado en Buenos Aires por el ministro de Relaciones Exteriores argentino Estanislao Zeballos como el verdadero delegado de Rusia en la Argentina. “Durante los días de victorias y desgracias de su patria amada –explicó Zeballos–, Stein mantuvo su constante sonrisa en los labios y su faz amable, que no excluyó el sufrimiento, y en el culto ferviente de su patriotismo, nunca olvidó el respeto a nuestras instituciones. (…) Hoy puedo saludarlo haciendo votos por que se regularice la vida en Rusia y sea él quien continúe representando entre nosotros a la más genuina de ellas”. Sin embargo, un mes después de las palabras del canciller de Yrigoyen, la suerte de Stein fue sellada cuando en julio de 1918 se puso fin al imperio zarista con el asesinato de Nicolás II y su familia.

Luego de una cruenta guerra civil, el 30 de diciembre de 1922 se constituyó la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Pero en la Argentina seguía asumiendo Stein la potestad de Rusia. Tras la asunción de Marcelo T. de Alvear, por nota al canciller Angel Gallardo, la República Socialista Federativa de Rusia solicitó al gobierno radical que impidiera que Stein ejerciera funciones en nombre de Rusia. “El gobierno soviético no ha nombrado a nadie como su representante en Argentina –se lee en la misiva enviada desde Moscú el 3 de abril de 1923– y declara que no asume responsabilidad respecto de las acciones de los funcionarios de los gobiernos rusos derrocados”.

En enero de 1924, Lenin murió y se produjo el vertiginoso ascenso de Stalin. Pero en Argentina todo seguía igual para los bolcheviques. La Memoria del Ministerio de Relaciones Exteriores presentada ante el Congreso de la Nación en 1928 continua nombrando a Stein como enviado de Rusia en la Argentina, a pesar de que en 1926, por ejemplo, Uruguay ya había reconocido a la Unión Soviética. En cambio, Yrigoyen regresó al poder en 1928 y fue derrocado en 1930 sin aceptar a la URSS.

Nuestro hombre en Rusia
A través del decreto del 25 de julio de 1916, Gabriel Martínez Campos fue nombrado enviado extraordinario y ministro plenipotenciario para representar a la misión argentina que estaba acreditada en San Petersburgo. Durante el estallido de la Revolución Rusa, Martínez huyó. Fue el primero de los diplomáticos en abandonar el país, luego lo siguieron los representantes de España, Noruega, Dinamarca y Suecia, en el primer grupo de países que rechazaron al gobierno bolchevique.

Cuando regresó a Sudamérica, Martínez fue entrevistado para el estudio titulado “Situación diplomática de la República Argentina frente al gobierno de los Soviets”, el argentino que presenció los acontecimientos que cambiaron al mundo aseguró que la Revolución podía explicarse por una mezcla de “espíritu místico y religioso” que “llevó a los campesinos y soldados a convencerse de que Nicolás II era el anticristo”. Según el argentino que vio de cerca el paso de la Historia, no hubo conciencia de clase en el proletariado, sino “la explotación de ese misticismo por los dirigentes bolcheviques que permitieron llevar a la práctica el comunismo”.

Martínez conoció a Lenin y a Trotsky. Y aunque tuvo poco trato con el jefe del Ejército Rojo, pudo entrar en un contacto más fluido con el líder de la Revolución. “Tuve la oportunidad, en el desempeño de mi cargo, de hablar varias veces con Lenin –confesó Martínez en 1919–. Es un hombre verdaderamente original, de gran cultura, que produce la impresión de un ‘iluminado’. (…) Esa convicción y esa fe lo hicieron caudillo de la causa que defiende, pues sus partidarios tienen por él con gran fanatismo”.

La licencia de Martínez se prolongó hasta 1921. Ese año, Argentina y Rusia recuperaron relaciones comerciales. Pero la embajada argentina en la URSS sería creada recién el 23 de octubre de 1946, con el gobierno recién asumido de Juan Domingo Perón.

Temor bolchevique
En Una visión argentina de la Revolución Rusa, Guillermo Stamponi refleja la transcripción de informes emitidos por los enviados argentinos en suelo ruso durante la Revolución Rusa, que comienza con el primer levantamiento de los bolcheviques en 1905 y finaliza en 1917 con la toma del Palacio de Invierno.

Hijo de diplomáticos, Eduardo García Mansilla ingresó al cuerpo diplomático argentino en 1888 como agregado a la embajada argentina ante el Imperio austrohúngaro y luego se destacó en San Petersburgo, capital del imperio zarista, adonde estuvo destinado como encargado de negocios durante diez años. El 26 de enero 1905 envió un cable a Buenos Aires donde detallaba los problemas que atravesaba el Imperio zarista, al que denominaba “granducal” porque se nombraba a grandes duques, tíos o parientes lejanos del Emperador que eran “incapaces de dirigir el Estado”. “El espíritu del pueblo ruso reacciona frente a este estado de cosas: la clase obrera, los estudiantes, los burgueses aspiran a un cambio radical –vaticinaba Mansilla–. El movimiento revolucionario en Rusia no es determinante sólo por el descontento de la clase obrera, sino también por la triste situación de las poblaciones rurales”.

Doce años después del profético anticipo de García Mansilla, Gabriel Martínez Campos, el diplomático que representaba a la Argentina en Rusia, envió el 17 de marzo de 1917 desde San Petersburgo un cable a Buenos Aires que ya anunciaba el principio de la Revolución. “La clase obrera de la capital se declaró en huelga como protesta por la escasez de alimentos, principalmente pan. A la protesta de los obreros siguió la de la población en general, produciéndose entonces graves desórdenes que duraron varios días hasta que la policía pudo a duras penas reprimir. (…) Enterando, las fuerzas amotinadas se apoderaron de algunos edificios públicos enarbolando la bandera roja, arrestaban a los ministros de la Corona, a la policía. En medio de saqueos y varios incendios, San Petersburgo se ofrecía a un espectáculo terrorífico. (…) El nuevo gobierno pidió luego la abdicación del zar. (…) Este movimiento ha venido a cambiar la paz política y social de Rusia”.

Mientras, el 20 de marzo de 1917, desde Roma, Daniel García Mansilla –que cumplía funciones en la Santa Sede– informó al Ministerio de Relaciones Exteriores que Europa y el mundo entero iban a cambiar por la Revolución Rusa. “Asistimos a un cambio decisivo”, anunciaba. El tiempo le dio la razón.