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La veda electoral es una herencia de viejas formas de la política

Nacida en tiempos de punteros y de situaciones irregulares, las jornadas de reflexión previas al acto electoral están relativizadas por una actividad política que se mantiene en las redes sociales.

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Otros tiempos. La primera ley que vetó la actividad proselitista y la expresión política es de 1902. Tiempos en los que se limitaba a no mostrar símbolos partidarios. | biblioteca del congreso

Hay instituciones y rutinas que se piensan como en un eterno presente. Su persistencia inalterada a lo largo del tiempo lleva a que se las considere inexorables cuando, en realidad, en las construcciones sociales y políticas, todo es contingente e, incluso, muchas veces arbitrario.

Pensemos, por ejemplo, en ciertas costumbres y reglas alrededor de las jornadas electorales. Las mujeres votaron por primera vez en una elección nacional en la Argentina en 1951. La ley de sufragio femenino había sido sancionada cuatro años antes y lo cierto es que, si bien la mayoría de los legisladores estaba a favor de darles el voto a las mujeres, esta era una novedad que, en muchos casos, se acompañaba de incertidumbre y temores.

Uno de los recaudos más banales, pero al que se decidió prestar atención, consistía en la posibilidad de que las mujeres, por su inexperiencia cívica, demoraran demasiado tiempo en emitir su voto. La consecuencia de esto era que los hombres, ya habituados a sufragar, se vieran perjudicados y por culpa de las mujeres perdieran minutos valiosos en la mesa electoral.

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Se tomaron previsiones para que las mujeres no llegaran a la jornada electoral sin saber qué hacer. Se impartieron cursos de formación, los diarios actuaron de forma pedagógica y se repartieron folletos explicativos. Muchos de ellos comenzaban con un aviso importante: los cuartos oscuros no son, en realidad, oscuros. Allí hay luz y podrán ver con claridad las boletas de los diferentes partidos, aclaraban.

Si bien la confianza en la instrucción era alta, se tomó un último recaudo: habría mesas para hombres y mesas diferentes para mujeres. Cada uno votaría según sus genitales en donde le correspondiera y así nadie se vería perjudicado: las mujeres podrían tomarse todo el tiempo que quisieran (en el peor de los casos, solo perjudicarían a otras mujeres) y los hombres no verían modificada su rutina electoral.

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Podemos discutir si esta división inicial en aquellos años 50 en mesas masculinas y femeninas tenía algún sentido. Lo que para todos es evidente es que ninguna prevención podía llevar a que se mantuviera hasta 2011, como finalmente sucedió. Y fue en ese momento recién cuando muchos percibimos que no había ninguna necesidad de mesas de votación separadas por sexo. Incluso, googleando un poco, nos enteramos de que en otros países jamás existió una costumbre semejante.

Reflexión. Otro elemento naturalizado de nuestras prácticas electorales es la veda o lo que algunos denominan “jornada de reflexión”. Es interesante recorrer la historia de la veda electoral, desde su génesis hasta sus últimas modificaciones, para entender cuáles son los sentidos que tuvo en su momento y también preguntarse si cumple alguna función hoy en día.

En el siglo XIX, las campañas no estaban reguladas por la ley. Ninguna de las normativas de aquel momento hace referencia al comportamiento previo a la jornada electoral ni tampoco a la expresión pública de preferencias por alguno de los candidatos en el día de votación.

La primera ley que limita las expresiones políticas en tiempos electorales es la de 1902, sancionada durante el segundo gobierno de Julio Argentino Roca. La norma no permite a los electores el uso de banderas, divisas u otros distintivos durante todo el día de la elección y la noche del mismo. En la Ley Sáenz Peña esta regulación se amplió a las noches anteriores y siguientes a la elección.

En esos primeros años del siglo XX, la votación era un acto colectivo. En general, los ciudadanos concurrían como parte de un grupo y la disputa electoral se parecía más a una batalla entre bandas que al acto cívico que todos conocemos. De hecho, el momento decisivo de la elección, en los casos de competencia, era el del enfrentamiento armado. Cuando una de las partes había logrado imponerse sobre la otra y establecer la mesa electoral, el resultado ya estaba definido. Por eso, ambas leyes buscaron que los electores no se identificaran con ninguna bandera o símbolo partidario, para intentar evitar hechos de violencia.

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Es preciso enmarcar esta medida dentro de las críticas a la venalidad electoral, aquello que se llamaba despectivamente “la política criolla”. La voluntad de gran parte de la clase dirigente era formar a la ciudadanía para inventar al ciudadano ideal, aquel que tenía como atributos ser racional, independiente y autónomo. De este modo, se pretendía que los individuos arribaran a la decisión sobre a quién votar después de un proceso en el cual el debate y el intercambio de argumentos era central para tomar la mejor decisión. La contraparte de esta ciudadanía, intrínsecamente unida, era la formación de partidos orgánicos de ideas. Ambos proyectos iban de la mano.

Si bien la Ley Sáenz Peña suele ser considerada como el inicio de una etapa nueva y diferente, lo cierto es que muchas de las prácticas políticas de principios del siglo XX que se buscaba erradicar continuaron existiendo. La introducción del cuarto oscuro ayudó a individualizar el proceso de votación. Aisló al ciudadano, le quitó la presión del mundo externo, lo dejó solo con sus pensamientos al momento de decidir a quién votar y colaboró en la construcción de la ficción de la igualdad abstracta (todos somos uno y nuestros votos valen lo mismo, siguiendo el mito democrático).

Sin embargo, como los vicios de aquella política criolla no desaparecieron, la ley electoral del peronismo sancionada en 1951 mantuvo la prohibición de exhibir signos partidarios y sumó dos elementos. Por un lado, la negativa a realizar cualquier forma de propaganda política 12 horas antes y hasta tres horas después de finalizados los comicios. Esta fue la primera veda electoral de publicidad partidaria. Por otro lado, se agregaron penas de prisión o multas a quienes durante ese lapso de tiempo portaran armas, lo que muestra que la violencia en la jornada de votación seguía siendo una preocupación de la elite gobernante.

La Revolución Libertadora derogó esta ley electoral –como tantas otras normativas del período peronista– pero retomó, en un decreto, una regulación idéntica a la propuesta por Perón.

La legislación vigente fue introducida en 1972, para la elección en la que compitieron Cámpora y Balbín. Se mantuvieron las restricciones anteriores al tiempo que se sumaron nuevas: se prohibió el depósito de armas cercano a las mesas de votación; también las reuniones de electores, los espectáculos populares y el expendio de bebidas alcohólicas –límite, este último, fácil de explicar en épocas de patrones de estancia que emborrachaban a sus peones para impedirles votar libremente, pero difícil de entender actualmente–. Además, se prohibió el reparto de boletas cerca de los centros electorales y comenzó la costumbre de impedir actos proselitistas desde 48 horas antes del inicio de los comicios.

Redes. La última modificación en relación con la veda tiene que ver con la difusión de encuestas. Desde 2009 se prohibió darlas a publicidad desde ocho días antes de los comicios y por las tres horas siguientes al cierre.

Ahora bien, en tiempos de redes sociales y diálogos públicos, que no están ni deberían estar regulados, ¿cuál es el sentido de la persistencia de la veda? ¿Qué es lo que sucede en aquellos países que estas regulaciones no existen? ¿Son más transparentes nuestras elecciones y están más cuidadas gracias a la existencia de estas prohibiciones o, simplemente, son un cúmulo de normativas que se fueron acumulando a lo largo del tiempo y que no se encontró todavía la voluntad de repensarlas a la luz de su necesidad y vigencia?

*Historiadora.