Estado distante
El balance de los discursos a los que apeló la política para expresarse en los medios en estos treinta años de democracia es poco alentador. Determinados en gran parte por un avance tecnológico en las comunicaciones, del que fueron siempre a lazaga para simbolizar más esa tensión que la aptitud de permanecer abiertos a la expectativa de cambio de la sociedad y transformarla en propuestas programáticas capaces de llevarlo adelante.
La acogida positiva de algunos de ellos en la opinión pública estuvo ligada al comportamiento de variables económicas traducidas en palabras tributarias de un éxito transitorio pero promocionado como victoria definitiva y fundacional de las instituciones bajo el período de protagonismo central de quienes las lideraron en forma sucesiva. En perspectiva histórica, las cíclicas crisis posteriores a este tipo de anuncios se encargaron de relativizarlos en un lapso breve de tiempo.
Ese triunfalismo vacuo e intrínseco a la cultura política contemporánea refleja la limitación de recursos puestos en juego: la sucesiva repetición de un grupo acotado de ellos sintetiza una larga decadencia en materia de creatividad para imaginar otros que no repliquen el eco de las fuerzas que interactúan en los mercados.
El recrudecimiento local de los efectos de una crisis económica internacional tras la derrota militar y política en el conflicto por las islas Malvinas fue el factor que colmó de urgencia el calendario de la dictadura para entregar el poder y para dejar absueltas a las dirigencias partidarias que había confinado a las catacumbas al declarar ilegal su actividad con el golpe de Estado de 1976.
Como en La alegoría de la caverna de Platón, salieron de allí para recitarle a la proyección de sombras de la sociedad que habían conocido las mismas consignas que con diverso grado de convicción y eficacia habían enunciado para defender la legitimidad democrática del inviable gobierno de Isabel Perón.
La sensación colectiva de frustración y desengaño posterior al episodio bélico con Inglaterra prefiguró un distanciamiento con el Estado, percibido como victimario: colaboró en la consolidación de ese humor un aparato de comunicación estatal integrado por la red de canales de televisión abierta y las radios líderes, cuya intervención había sido dispuesta por el último gobierno constitucional y prorrogada por los militares para mantener influencia en la opinión pública.
Cadena estatal y canal de las estrellas
Raúl Alfonsín intuyó la dirección que iba a adquirir este fenómeno que ponía fin a una larga tradición de aceptada convivencia con esa estructura. Eso le permitió sintonizar más rápidamente con la ciudadanía que a la Medusa a cargo de la conducción del PJ. “Antes que una salida, una entrada a la vida”, fue el eslogan principal de la campaña del candidato presidencial de la UCR, vencedor en las elecciones del 30 de octubre de 1983.
La denuncia de un pacto militar sindical sumó mayores dificultades a las ya acarreadas por el justicialismo. Además de convertirse en una de las claves de esa victoria, sirvió para confirmar el crédito abierto a su palabra y la predisposición a darlo por verosímil sin demasiado trámite: Alfonsín no pudo – tampoco precisó– reunir pruebas fehacientes para avalarla.
Poco duró el encantamiento. La seguridad de que el enjuiciamiento a las cúpulas de las Fuerzas Armadas por la represión ilegal daba al gobierno un reconocimiento sin fisuras reemplazó a aquella empatía inicial. El deterioro de las prestaciones estatales en los servicios públicos fue la bandera que hizo visible –y atendible– a una corriente de opinión privatista que comenzó a ganar espacio.
El exceso de confianza en la influencia de los medios para rodear de consenso la gestión radical resultó paradójicamente similar al de los militares: Con ellos el Canal 13 fue cedido a la Marina, el 11 a la Fuerza Aérea, el 9 al Ejército y el canal público al Poder Ejecutivo Nacional. Mientras que con Alfonsín el primero quedó a cargo de la Junta Coordinadora Nacional, el segundo para el comité bonaerense de la UCR y ATC para la Presidencia.
El resultado no fue muy distinto. Los sucesivos fracasos económicos con los planes Austral y Primavera fueron el catalizador de un clima enrarecido y puesto en primer plano con la insurrección militar durante la Semana Santa de 1987, que expresó el malestar de mandos intermedios del Ejército poco dispuestos a declarar ante la Justicia por causas vinculadas a la detención, represión y desaparición ilegal de personas..
“Democracia versus dictadura” fue la consigna reiterada en las pantallas, pero para generar el efecto contrario al deseado y desnudar la falta de idoneidad y experiencia de los responsables editoriales de los noticieros. Más que inclinar la balanza hacia el primer término de esa opción, el enunciado trasuntó la posibilidad cierta de que el pasado de terror reapareciese.
La falta de información precisa y confiable completó el contexto desfavorable para el “Felices Pascuas” de Alfonsín frente a una multitud que aguardaba expectante en Plaza de Mayo su mensaje después de haber parlamentado con los amotinados. Contraste todavía más evidente cuando la estrategia de comunicación desarrollada desde esa virtual cadena estatal debió convivir con los reprivatizados canales 9 y 2 a raíz de fallos judiciales.
Operados por Alejandro Romay y Héctor Ricardo García, sintonizaron sin dificultad con la preferencia de consumos culturales de quienes hallaron en la televisión un ámbito de socialización alternativo a otros tradicionales, como los partidos políticos, clausurados por la dictadura.
Con acceso restringido por su pasado en las pantallas en ese período, figuras populares como Tato Bores, Pinky, Mirtha Legrand y Bernardo Neustadt hallaron refugio en la de García, quien sacó rápido provecho. “El canal de las estrellas” fue el rótulo elegido para marcar diferencias con la opacidad atribuida a la competencia estatal, que volvería a quedar expuesta con la cobertura del intento de copamiento al Regimiento de Infantería Mecanizada Manuel Belgrano, en La Tablada, el 23 y 24 de enero de 1989.
Los medios gubernamentales hicieron hincapié en el vínculo entre el candidato presidencial vencedor en las elecciones internas del PJ, el gobernador riojano Carlos Saúl Menem, y los militares antes sublevados –ya motejados de “carapintadas”– a los que, con escasa sutileza, se pretendía asociar al copamiento de la unidad militar.
La incorporación de tecnología permitió a los canales privados transmitir en vivo desde el lugar de los hechos y demoler esa versión sólo en la búsqueda de una prestación eficaz del servicio de noticias para ganar mercado entre las audiencias, que ya nunca más serían cautivas de la tutela estatal. La prensa gráfica acompañó ese rumbo, que halló en Menem el vehículo ideal para un discurso de cambio de época. El “Síganme, no los voy a defraudar” fue la respuesta elaborada al heterogéneo cúmulo de frustraciones del primer turno democrático
Cuestionados, pero imprescindibles
Quien se había postulado con Menem como mejor alumno del modelo se convirtió en la respuesta ideada por el peronismo y las dirigencias empresarias a una crisis que abría la oportunidad de acotar la transnacionalización de la economía iniciada por el caudillo riojano.
Eduardo Duhalde asumió como presidente el 2 de enero de 2002: el subterfugio de “piloto de tormentas” fue el que eligió su equipo de comunicación para una imagen pública en condiciones de ablandar el clima en su contra por la incautación de depósitos bancarios en dólares y su pesificación asimétrica. También para maquillar la rusticidad del trámite sucesorio. Antes de su jura y en el término de diez días, lo precedieron en el cargo tres presidentes peronistas.
Néstor Kirchner emergió en esa situación. Se definió como “gente común con responsabilidades importantes” dispuesta a realizar “un país en serio” en el que, por primera vez desde 1983, el prestigio de los medios quedó dañado con los sucesos posteriores a los incidentes del 19 y 20 de diciembre de 2001. Si al final de la dictadura se presentaron como quienes revelaron sus horrores, el tratamiento dado a las marchas y asambleas espontáneas dejó dudas sobre su independencia del poder político.
La coexistencia tensa con el nuevo gobierno, que justificó la renuencia del presidente a interactuar con la prensa con la búsqueda del “diálogo directo con el pueblo”, se quebró con el largo conflicto con los productores agropecuarios entre marzo y julio de 2008, ya en el primer mandado de su esposa, Cristina Fernández.
Además de fallar en el intento de subir las retenciones, Kirchner adjudicó la derrota electoral sufrida el 28 de junio de 2009 a la cobertura de ese acontecimiento por parte de las señales de radio y TV del Grupo Clarín. En septiembre, remitió al Congreso la Ley de Medios, sancionada en octubre: el argumento de “democratizar la palabra” fue la excusa retórica para impulsar el desguace de ese conglomerado periodístico.
La aparición en la escena pública de Carta Abierta fue otra derivación del conflicto con el campo. Think thank intelectual de izquierda, proveyó al peronismo el know how para la batalla que todavía libra mientras omitió toda referencia a que el 80 por ciento del espectro de medios audiovisuales esté en manos de empresarios afines al oficialismo.
Esa inédita concentración no basta en 2013 para sumarle consenso al segundo mandato de la Presidenta, logrado con el 54% de los votos en 2011 y en medio del respaldo inédito que recibió tras el fallecimiento de su esposo, el 27 de octubre de 2010.
Las audiencias hallaron en el rating la herramienta para expresar el descontento por el rebrote inflacionario, la inseguridad y la aparición de casos de corrupción. Durante 2012, el zapping fue el recurso utilizado para reprobar el uso abusivo de la cadena nacional con fines de propaganda política: soliloquios coreografiados con público adicto que acompaña con aplausos la cerrada defensa de su gestión y el ataque a los supuestos responsables de metas incumplidas.
Esa imposibilidad de prescindir de los medios para hacer que su mensaje circule en la sociedad constituye el rasgo común de estas tres décadas en las que el protagonismo de la política como puente entre la sociedad y el Estado viene estrechándose con la colaboración de quienes suelen postularse como profetas de su palabra
Carisma y aburrimiento
Si el radicalismo quedó preso de la aparente inversión de las representaciones en la percepción colectiva –delegado del poder ante la sociedad y no en sentido opuesto–, el nuevo presidente privilegió una relación directa con la opinión pública para mostrarse como un nexo solvente.
Unión ventajosa que tambaleó en enero de 1990 por Página/12, ajeno por completo a ese proceso: la revelación de un pedido de coima a la empresa Swift transmitió en realidad el malestar de la Embajada de los Estados Unidos porque capitales de ese país fueron relegados en las privatizaciones de telefonía y comunicación audiovisual. La corrupción fue una metáfora recurrente de la diplomacia norteamericana para reflejar momentos de tensión con la Argentina en la década de los 90 e identificó al diario con la difusión de los casos más resonantes.
Liderada por Fernando de la Rúa y Carlos “Chacho” Alvarez, la Alianza tributó a ese issue para marcar con Menem distancias en la política pero no en la economía. La promesa de mantener el programa de convertibilidad, sujeto a la paridad cambiaria entre el dólar y el peso, garantizó la victoria electoral de la Alianza en 1999 aunque no bastó para evitarle sobresaltos en lo que debió haber sido su mayor fortaleza.
Al ritmo de la recesión en los Estados Unidos, que repercutió en la exigencia de duros ajustes como requisito para acceder a créditos del Fondo Monetario Internacional, estalló el escándalo de las coimas en el Senado para sancionar una ley que flexibilizaba todavía más la legislación laboral heredada de la anterior gestión. Alvarez a la vicepresidencia, el 6 de octubre del año 2000.
El verborrágico presidente de esa Cámara en el Congreso se llamó a silencio hasta que su testimonio fue requerido doce años después para el expediente judicial que apunta a esclarecer ese episodio. Ni con la incorporación de Domingo Cavallo al gabinete, el presidente De la Rúa pudo reponerse de la pérdida ocasionada a su capital simbólico. Sus modos institucionales aletargados instalaron el prejuicio del riesgo de una parálisis institucional y resignificó el recurso retórico de campaña: “Dicen que soy aburrido”.
Juzgada por el rendimiento económico desde mediados de los años 80, la democracia no fue percibida en la opinión pública como la vía efectiva para resolver sus aspiraciones. El 20 de diciembre de 2001, De la Rúa renunció en una atmósfera social espesa y decididamente antipolítica