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Maltratos, un control social que empobrece la vida pública

Hay una sedimentación cultural que naturalizó el maltrato como una lógica de acción individual y colectiva y cierta indiferencia de los ciudadanos que no reaccionan frente a la violación de sus derechos.

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. | CEDOC

Son recurrentes los maltratos recíprocos entre ciudadanos. Fundamentalmente a través de intervenciones en redes sociales y medios de comunicación masiva. En la conversación pública hallamos descalificaciones permanentes, bulos, insultos, amenazas, burlas, etc. Muchas personas ven cercenada su libertad de expresión. Tienen miedo a hablar. O, si lo hacen, sufren consecuencias en su buen nombre y honor. Perciben, además, que nadie es responsable por ello. Así, estamos frente a la espiral de silencio que describió Noelle Neuman. Es decir, frente a una forma de control social que empobrece la vida pública.

No voy a entrar en definiciones específicas. Englobo las distintas situaciones en la categoría de maltrato. Me voy a concentrar en aquellos que no se convierten en agresiones de hecho. Entiendo por maltrato la acción de violentar el honor y la dignidad de otro con impunidad. Aunque la situación es compleja, hay razones legales y ejemplos prácticos que demuestran que hay formas de enfrentar estas prácticas.

Empiezo por el principio. La idea central de la república democrática es que el poder político descansa en un fideicomiso por medio del cual los ciudadanos delegamos el poder en nuestros representantes. Los ciudadanos, y esta es la magia del republicanismo, somos portadores de derechos y participamos del ejercicio de la soberanía. Podemos asociarnos, trabajar, circular, expresarnos libremente, tenemos que acceder a información fidedigna, tenemos derecho a juicios justos. Nadie puede violentar estas protecciones sin hacerse cargo. Por ello hacemos algunas renuncias. En lo que aquí interesa, renunciamos a no castigar personalmente las ofensas. 

Como contrapartida, las autoridades electas; es decir, nuestros mandatarios, tienen que crear las condiciones sociales y políticas para que el goce de esos derechos sea real y también deben fomentar una vida pública subordinada a la ley. Sobre todo, porque el Estado produce leyes y las hace cumplir por la fuerza, si es necesario. 

En las repúblicas democráticas, el ejercicio del poder se divide en tres grandes departamentos: el Legislativo, el Ejecutivo y el Judicial. De este modo, quien viola un derecho debe rendir cuentas ante los magistrados que integran el sistema de administración de Justicia. Esto es muy importante. Insisto. El Estado tiene que garantizar que los derechos no se vayan por las alcantarillas. Esa tensión entre el principal (ciudadano) y el agente (representante) exige un ciudadano activo. Esto es, que ejerza sus derechos y cumpla sus obligaciones. Veamos qué pasa cuando el honor está en juego.

Los legisladores, en nuestro país, desarrollaron dos grandes sistemas de protección frente a los que violentan los derechos de otros. Uno de ellos es el Código Penal, que sanciona con penas de prisión y multa los delitos. El otro sistema es el del Código Civil y Comercial. En su artículo 1076 establece el “deber de reparar” las ofensas. Se traduce en pagar dinero y otro tipo de sanciones como pedir perdón por la prensa. Es más, ambos sistemas pueden funcionar conjuntamente.

Como primeras conclusiones, es factible afirmar que no se puede decir cualquier cosa, porque un ciudadano ofendido tiene chances de pedir rendición de cuentas ante los tribunales. Recalco el “chances de pedir”, ya que forma parte del elenco de las obligaciones que acompañan el catálogo de derechos. Ser ciudadano también es un trabajo. Veamos un caso real.

Una persona, en adelante XX, amenazó mediante una cuenta de Instagram y desde un correo electrónico a dos ciudadanos. Lo hizo cinco veces, entre junio de 2020 y julio de 2021. XX los insultó por su orientación sexual y los amenazó con matarlos. Estos hicieron una denuncia penal ante las autoridades judiciales de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. El fiscal a cargo de la Fiscalía Penal, Contravencional y de Faltas N° 5 investigó, individualizó al autor del hecho y pidió que se lo enjuiciara por el delito de amenazas reiteradas en cinco ocasiones, agravadas porque fueron anónimas. Ahora necesito hacer una digresión.

Desde hace algunos años, nuestro ordenamiento legal contempla lo que se llama “soluciones intermedias”. Quiere decir que la pena de prisión no es la única forma de rendir cuentas. Se admiten acuerdos entre las partes de diversa índole o se puede “suspender el proceso a prueba”. Significa que, si todos están de acuerdo, el acusado se compromete a realizar algunas actividades por un tiempo. Si las cosas salen bien, el juicio termina. Si no cumple, se reanuda. Esto fue lo que ocurrió.

El 26 de septiembre de 2022, la jueza a cargo del Juzgado Contravencional y de Faltas N° 9 de la Ciudad de Buenos Aires suspendió el proceso a prueba por un año y seis meses a XX. Además, le ordenó realizar un curso sobre discriminación en el Inadi, le prohibió tener cualquier tipo de contacto con las víctimas y éstas aceptaron el pedido de disculpas de XX. Si el acuerdo no se cumple, XX deberá enfrentar un juicio. Se expone a una pena que va desde uno a tres años de prisión.

El ejemplo pone en blanco sobre negro algunas cosas. El buen nombre y honor está protegido por las leyes. Frente al estímulo institucional concreto, en este caso una denuncia judicial, el sistema responde satisfactoriamente. Más importante aún, el caso que narré no es una excepción. En general los tribunales responden adecuadamente en supuestos similares. Sin embargo, abundan los maltratos en nuestra conversación pública ¿Qué hacer?

No tengo una receta. Muchos factores alimentan un ecosistema social que naturalizó la violación de derechos básicos. Algunos tienen que ver con problemas de eficacia de los mandatarios que ponen en movimiento la burocracia estatal. Por ejemplo, los problemas del sistema judicial. Pero también hay cierta indiferencia de los ciudadanos que no reaccionan frente a la violación de sus derechos. 

De hecho, el Estado tiene opciones de asesoramiento legal gratuito. No obstante, la experiencia revela que son mucho más los malos tratos que no ingresan a la arena judicial. Evidentemente, hay una sedimentación cultural que naturalizó el maltrato como una lógica de acción individual y colectiva. El resultado de la combinación es espantoso, porque el temor a ejercer los derechos se traduce en una forma de obturar la libertad republicana, que se distingue por vivir sin pedir permiso. Si tenemos miedo a hablar en la escena pública, estamos en problemas.

No obstante, el caso de XX demuestra que la república democrática responde. El punto relevante, en definitiva, tiene que ver con que hacer real la promesa de la Constitución implica tener en claro la relación entre mandantes y mandatarios, pero también exige someterse a la ley positiva. Esa tensión irreductible exige una ciudadanía en movimiento para que aquellos que maltratan al otro, como XX, rindan cuentas a sus pares a través de la administración de Justicia.

El Estado debe diseñar los dispositivos institucionales que hagan sencillo el goce de los derechos que promete la Constitución, pero esa actividad exige una poderosa voz. Es la voz del ciudadano que de la mano de la ley exige cuentas a los pares que lo maltratan.

*Fiscal penal de la Nación.