ELOBSERVADOR
Elecciones presidenciales

Malvinas y la geopolítica de la ruptura

Los tres candidatos en carrera a la presidencia, con matices, son partidarios de una relación estrecha con Estados Unidos, donde nuestros comicios generan interés. Una combinación inédita que hay que saber aprovechar.

2023_10_01_milei_bullrich_massa_cedoc_g
Javier Milei, Patricia Bullrich y Sergio Massa. | cedoc

La Argentina está viviendo tiempos de cambio, y a gran velocidad. En materia de orientación internacional, un dato fuerte para los próximos años, es que los tres candidatos en carrera a la presidencia, con sus tonos y matices, son partidarios de una relación estrecha con Estados Unidos. Aún en el marco de la guerra de Ucrania, la emergencia de un orden multipolar y el ingreso de Argentina al Brics, el voto del pueblo miró inequívocamente hacia Washington. Pero eso no es todo: la elección del 22 de octubre concita interés dentro de Estados Unidos. Y ese interés se debe, en gran medida, a que nos hemos convertido en un reflejo de su propia política interna. Un sector duro del Partido Republicano quiere que gane Javier Milei, porque lo ve como un emblema de sus propias luchas ideológicas. Y sectores activos del Partido Demócrata se inclinan por Patricia Bullrich o Sergio Massa, por razones similares. La coyuntura argentina es seguida de cerca en el hemisferio norte, justo cuando nosotros vamos hacia allí. La combinación de ambos factores es inédita.

Oportunidad. Esta situación excepcional es una buena oportunidad para sacarnos de encima uno de los consensos más deprimentes, autoflagelantes y colonizados de estos cuarenta años de democracia: el que dice que somos un país irrelevante. No lo somos, y nunca lo fuimos. A pesar de la inflación y la pauperización que nos angustia, somos una gran nación, poseedora de recursos naturales invaluables, que fabrica autos, satélites y reactores nucleares, faro cultural, espiritual y deportivo, con una identidad potente y envidiada. Y, por si fuera poco, estamos ubicados en la puerta de lo que seguramente será una de las grandes disputas geopolíticas del siglo XXI: somos la continuidad territorial de la península antártica. 

¿Por qué no nos vemos así? La historia es conocida. Como consecuencia de la derrota de Malvinas, el fracaso estrepitoso de la dictadura militar y la declinación de nuestra economía, la tesis de la irrelevancia estratégica se apoderó de la dirigencia. Las dos principales corrientes de nuestra política exterior, el “autonomismo” latinoamericanista y el “realismo periférico”, son hijas de la misma depresión. La primera, propone rebeldía adolescente hacia el norte y amistad adolescente con el sur, y la segunda, presupone que si hacemos buena letra con los grandes del norte, nos van a premiar por ello. Ambas, en el fondo, comparten un problema de autoestima. Lo que nos viene faltando es la opción de tener una geopolítica propia, que consiste en realizar verdaderas alianzas estratégicas con las grandes potencias, pero con el orgullo y la conciencia de lo que nos corresponde. Ni adolescentes ni sumisos, nos falta sentarnos a la mesa del poder con el pulso firme, y defendiendo nuestro interés de largo plazo. 

Esto no les gusta a los autoritarios
El ejercicio del periodismo profesional y crítico es un pilar fundamental de la democracia. Por eso molesta a quienes creen ser los dueños de la verdad.
Hoy más que nunca Suscribite

Tal vez, se alinearon los planetas y el día llegó. Pero si vamos hacia una alianza con Estados Unidos, procuremos que ésta vez sea en serio, y que nos sirva a los dos. La verdad es que a la Argentina le ha costado concretar una alianza permanente con Estados Unidos, porque tenemos cuentas pendientes, y una parte de la sociedad no lo olvida. Hay que hablar con franqueza, y eso solo un amigo puede hacerlo. Ni un adolescente reclamante ni un sumiso temeroso pueden hablar de frente. Pero un amigo, o mejor aún, un aliado estratégico, tal vez sí pueda explicarle en 2025 al próximo presidente de Estados Unidos, que su país pudo haber cometido un error estratégico el 2 de abril de 1982. Y que aún está a tiempo de enmendarlo.

Malvinas. La batalla de Malvinas de hace cuarenta años nos salió mal, y como consecuencia de ello el Reino Unido consolidó su presencia en el Atlántico Sur. Una presencia que sus políticos y diplomáticos defienden con convicción, pero que a los ciudadanos británicos les importa bastante poco. Y todo eso ocurrió porque Estados Unidos así lo quiso. Una interpretación compartida por muchos estudiosos del conflicto es que un emisario de Ronald Reagan, el general Vernon Walters, convenció a Galtieri de que Washington iba a apoyar un cambio, en el régimen de soberanía en Malvinas, y lo impulsó a enviar las famosas tropas el 2 de abril. Pese a lo cual Reagan habría modificado su posición a último momento, soltando las manos de los generales argentinos y permitiendo la respuesta militar británica. Nadie sabe qué pasó exactamente entre los guiños de Walters y el pulgar hacia abajo de Reagan, solo hay teorías y conjeturas, pero el resultado histórico fue que Estados Unidos, cuyo interés permanente era que esa zona estratégica estuviese bajo el control militar de un país aliado, prefirió que lo tuvieran los británicos y no los argentinos. 

Un dato no menor de esa trama oculta es que republicanos y demócratas no pensaban lo mismo sobre la Argentina autoritaria de principios de los 80. Los republicanos veían con buenos ojos a los militares sudamericanos, quienes en plena Guerra Fría habían sido leales colaboradores en la lucha contra el comunismo. Pero los demócratas, sobre todo durante la presidencia de Jimmy Carter, formaron una visión distinta. Ellos creían que Estados Unidos y sus aliados de la OTAN debían defender la democracia y los derechos humanos en todo el mundo, con el objetivo de derrotar políticamente a los soviéticos, y ello implicaba alejarse de toda dictadura, incluyendo a los leales autoritarismos sudamericanos. En el Comité de Relaciones Exteriores del Senado estadounidense, donde los demócratas tenían mucha influencia, se imponía la idea de que Estados Unidos debía apoyar al Reino Unido en Malvinas, y descartar cualquier aval a los militares argentinos, a quienes ya habían denunciado por violaciones a los derechos humanos y veían con suma desconfianza. En ese Comité pesaba mucho la opinión de un senador demócrata por Delaware, entonces de 40 años, especializado en asuntos internacionales. Se llamaba Joe Biden.

Todo esto, naturalmente, configuró buena parte de la visión geopolítica argentina a partir de 1983. Nuestra democracia nació de aquella derrota militar. Y dicha derrota, muy probablemente, fue producto de esta decisión dilemática en la que fuimos descartados. Washington tenía dos aliados, y optó por el que más le convenía. 

Desmilitarización. Después de Malvinas, que fue entendida como el capítulo final de un proceso prolongado de violencia interna, la Argentina adoptó un diagnóstico colectivo de culpa y fracaso. Fundamos un nuevo régimen político sobre las bases de una conciencia de declinación, y la derrota militar nos impuso una necesaria desmilitarización. La triste tesis de la irrelevancia fue inevitable.

Sin embargo, Estados Unidos también pagó costos por su decisión política. Para empezar, a la columna vertebral de su política exterior, la Doctrina Monroe –que acaba de cumplir doscientos años–, se le clavó una espina. Esa vieja teoría diplomática, que muchos estadounidenses siguen considerando una piedra fundamental de su existencia como país, decía que el continente americano debía ser gobernado solo por naciones americanas independientes, libre de todo colonialismo europeo. Y ese espíritu perdió su credibilidad, porque en el momento crucial Washington prefirió a una potencia europea, antes que a otro país americano. A partir de esa herida abierta, la relación con la Argentina siempre quedó bajo tensión –aun con gobiernos alineados con Washington–. Y eso, en el largo plazo, no le sirve a Estados Unidos. Es cierto que con los británicos tenían una relación más fuerte, fueron aliados en la Segunda Guerra, y mantienen acuerdos en varios planos muy importantes. Pero los argentinos, aunque carecemos de arsenal nuclear y somos un país empobrecido, y hasta humillado, tenemos todas las credenciales en el Atlántico Sur y la Antártida. Y tenemos la voluntad. Somos el pueblo del sur, somos un país de 46 millones de malvineros, y eso no ha cambiado en cuarenta años. La aspiración de recuperar el Atlántico Sur no cede, más bien todo lo contrario, y eso convierte a la Argentina en un potencial aliado de cualquier país del mundo que esté dispuesto a respaldar su reclamo territorial. Por lo tanto, si el interés permanente de los Estados Unidos era asegurar el control geoestratégico del Atlántico Sur y su proyección antártica, la decisión de Reagan y Biden de 1982 fue “pan para hoy, hambre para mañana”.

Multipolaridad.  A cuarenta años, los costos de la decisión dilemática se ven mejor. La era de la unipolaridad estadounidense ya terminó, y hoy China, India y Rusia son realidades insoslayables del orden geopolítico multipolar. Falta cada vez menos para las definiciones sobre el continente antártico, y los adversarios geopolíticos de Estados Unidos se fortalecen en Sudamérica. Naturalmente, Estados Unidos protesta, y puede lograr algunos pactos provisorios. Aunque la cuestión argentina y su impacto sudamericano seguirán allí. Si alguien en Estados Unidos, con mirada innovadora y ánimo de ruptura con las decisiones del pasado, pudiera evaluar correctamente los costos de haber dejado el Atlántico Sur Antártico en manos de una potencia europea, en comparación con los beneficios regionales y antárticos perdidos de una relación óptima y duradera con el verdadero pueblo austral, estaría haciendo historia. La Argentina lograría su máxima pretensión geopolítica, y Estados Unidos se garantizaría una alianza de larga duración con Sudamérica y con los actores de la disputa antártica, que tendría impacto global. Todo esto, como decíamos, requiere un diálogo de amigos. Y nunca más se repetirá una oportunidad así: dos elecciones presidenciales hermanadas, una competencia geoestratégica global, y una campaña política que pondrá en cuestión los cuarenta años de influencia de Joe Biden en la política exterior estadounidense.

*Profesor de Geopolítica de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires.