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Apuntes sobre la nostalgia postsoviética

‘Ostalgie’ roja: cosmonautas varados en el tiempo

Hace tiempo que Occidente asiste a una repetición de su propio pasado. Sorprende observar con tus propios ojos cómo algo similar sucede en Rusia.

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Occidente tiene sus propias versiones, los diner estadounidenses de los 50, la fascinación europea por el art déco o el vaporwave, pero en Rusia el fenómeno adquiere matices particulares con la URSS, aunque colapsó abruptamente.

La nostalgia (ostalgie a la rusa) por lo soviético no es por el comunismo real, sino por la estabilidad perdida, por una juventud idealizada o incluso por la estética de un proyecto que, fallido o no, prometía futuro. Es significativo que estos espacios a menudo trivialicen lo más duro del período (la represión) y exageren lo cotidiano (los caramelos de malvavisco, los carteles de cine).

Esa estética retro en bares y cafés de San Petersburgo o Moscú –con sus carteles de propaganda reciclados como decoración, menús que imitan las raciones obreras o mobiliario de época– no es tanto una reivindicación ideológica como un síntoma de ese porsiemprismo: la necesidad de habitar un tiempo detenido, aunque sea simbólicamente.

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Soy de los que creen que el camino al alma de las personas pasa por el estómago y, por suerte, mi guía en Petersburgo cree lo mismo. Fuimos a comer pyshki –unas pequeñas donas esponjosas, menos dulces que las occidentales, fritas en aceite y espolvoreadas con azúcar abundante–. Eran el fast food de la URSS y se podían comer en puestos callejeros (pirozhkóvaya) de Leningrado (hoy San Petersburgo) y Moscú. Se vendían por piezas o en paquetes de papel.

Hoy es posible encontrarlas en Pyshechnaya (Ïûøå÷íàÿ) en San Petersburgo, donde el aroma a aceite caliente y azúcar impregna el aire del pequeño local donde el tiempo parece haberse detenido en algún punto, entre el deshielo de Jrushchov y el estancamiento de Brezhnev. Las paredes, forradas con papel pintado de flores mustias y las mesas de fórmica descascaradas podrían ser tanto una recreación hipster como las originales, testigos mudos de medio siglo de historias cotidianas. Acá, las pyshki no son solo un postre, sino un ritual.

La música de fondo –esa banda sonora de sintetizadores chirriantes y voces femeninas que cantan sobre cosechas, cosmonautas o amores fabriles– completa la ilusión. Son canciones reales de los 70 y 80, irreconocibles para quienes no crecimos del otro lado de la Cortina. Pero más allá del marketing nostálgico, hay algo genuino en este lugar. Las pyshki siguen siendo el consuelo accesible para estudiantes, abuelos que reviven su juventud y turistas que buscan la auténtica URSS. No es un museo: es un espacio donde el pasado y el presente se funden en azúcar y harina. Cuando sales a la calle, con los dedos aún pegajosos, por un segundo –solo un segundo– entiendes por qué, pese a todo, algunos añoran aquellos tiempos simples.

Después de un largo recorrido por librerías y tiendas de discos de vinilo donde compré material de rock soviético y algunos souvenirs, Ksenia me lleva a una pívnaya y me explica que se trata de versiones modernas de las clásicas cervecerías soviéticas, donde se servía janeznoye pivo (cerveza de barril) en jarros de vidrio grueso, acompañada de sushki (panecillos secos) o pesok solyóniy (pescado seco). Me hace probar pesok mientras bebemos unos shots de nastoiki, una bebida alcohólica tradicional rusa y soviética que hoy está experimentando un revival tanto en bares retro como en la cultura craft. Son licores aromatizados, generalmente a base de vodka, hierbas, frutas o especias, un elemento clave en la cultura del samogon (alcohol casero) y la vida cotidiana soviética.

Dice que eso, junto a un abundante plato de pescado seco, de pollo y cerdo al shashlyk –unas brochetas marinadas–, uno de vegetales fermentados y otro de fiambres –no tan distinto a los que podemos comer en cualquier tardecita argentina–, la cerveza rusa y la sidra, nos va a ayudar a calentar un poco el alma después de caminar durante horas bajo el implacable viento gélido de San Petersburgo. Le digo que es la mejor y la más abundante cena que tuve en semanas y me mira entre preocupada por mi bienestar y satisfecha por la hospitalidad brindada en la ciudad que adoptó como propia.

Yo antes ya había ido a un stolóvaya, el más famoso y probablemente más comercial de ellos, el Stolóvaya N° 57 en el GUM de Moscú, una versión gourmet de las antiguas cafeterías soviéticas, con kotlety (hamburguesas de carne), ensalada Olivier y kompot, mientras uno ve la decoración de azulejos soviéticos, vajilla de época y carteles de propaganda reciclados como decoración. Pero esto es otra cosa, se nota que los millennials y los chicos de la Generación Z realmente disfrutan este tipo de lugares, los habitan y los viven como nosotros en Occidente vamos a bailar canciones de los 80 en fiestas retro.

El sovietwave es la manifestación estética y musical de esa nostalgia por la URSS, pero filtrada por el prisma del escapismo y la melancolía retrofuturista. Nacido en la década de 2010 como un subgénero del synthwave y el vaporwave, mezcla sonidos electrónicos de los 80 (propios de la música soviética de la era tardía) con samples de discursos políticos, películas de propaganda o grabaciones cotidianas de la época, todo envuelto en una atmósfera onírica y, a veces, deliberadamente distópica.

Sintetizadores analógicos, ritmos fríos y melodías que evocan tanto el optimismo tecnológico soviético como su aislamiento. Bandas como Molchat Doma (bielorrusos) o Kino (el mítico grupo del malogrado Viktor Tsoi, resucitado en el imaginario wave) son referentes, aunque el sovietwave propiamente dicho tiende a ser más instrumental y atmosférico.

En el sovietwave se encuentra pixel art de satélites Sputnik, edificios brutalistas, paisajes invernales de ciudades industriales y esos tonos ocres/verdes pálidos que parecen sacados de una televisión CRT. No se trata de un homenaje político, sino de una apropiación lírica de una estética que, para muchos jóvenes rusos/postsoviéticos, es tan ajena como fascinante (similar a cómo el vaporwave estadounidense juega con el consumismo de los 90).

Para los occidentales, suena a “ficción soviética”; para los rusos, a un pasado reciente, pero irrecuperable. Hay un futurismo fallido patente en el colapso de la URSS: soñó con conquistar el cosmos y automatizar la vida, mientras que el sovietwave captura esa utopía tecnológica que nunca llegó. También existe un glamour en la austeridad soviética cuando se mira desde la distancia, libre de las penurias reales.

El sovietwave prefiere más Tarkovsky en VHS que manifestación en la Plaza Roja. Y ahí tal vez radique el paralelo global: en un mundo donde el futuro se ve incierto o inhóspito, el pasado se convierte en un producto de consumo emocional, un refugio inofensivo y descafeinado.

La ostalgie roja no es solo un capricho estético, sino un síntoma de una generación que navega entre las ruinas de un proyecto histórico que quedó trunco. En los cafés de San Petersburgo donde se sirven pyshki azucaradas, en los bares que reviven los nastoiki de los abuelos en las pistas de baile iluminadas por sintetizadores sovietwave, lo que se celebra no es el comunismo, sino la textura emocional de un tiempo perdido: la calidez de lo cotidiano en un sistema que prometió utopías y terminó reducido a latas de conserva y melodías en casete.

Occidente tiene sus propias mitologías retro –el rockabilly, el vinyl revival–, pero en Rusia la nostalgia duele distinto. Acá no solo hay una idealización inocente sino también un duelo por un futuro que se esfumó. Esa paradoja –consumir los símbolos de un régimen que fracasó, pero cuya estética sobrevive– revela una verdad incómoda: el capitalismo tardío tampoco dio un relato mejor.

Cuando la noche en Petersburgo se cierra con un último shot de zubrovka y el eco de un coro soviético en los altavoces, queda claro que esta nostalgia no es reacción política, sino un acto de resistencia poética. Como esos sushki que acompañan la cerveza –duros por fuera, huecos por dentro–, el sovietwave y sus rituales gastronómicos son cáscaras vacías que, sin embargo, saben a hogar.

La nostalgia postsoviética no es tan distinta a la que nos aqueja en un Occidente falto de utopías y de grandes relatos. Pero tal vez esa sea la clave: en un mundo de incertidumbre, hasta el pasado más incómodo puede ser un consuelo. Porque en el fondo, todos somos cosmonautas varados en el tiempo, buscando en los platos y las canciones un mapa para regresar a lugares que, quizá, nunca existieron.

Mientras me refugio de la nieve en un café en San Petersburgo, donde el azúcar de las pyshki aún brilla bajo la luz de un neón que imita el estilo soviético, no dejo de pensar que el porsiemprismo es el último refugio de los que ya no tienen adónde ir.

*Abogado y especialista en Relaciones Internacionales.

Posdoc Conicet. Autor de Moscú no cree en lágrimas: crónicas desde la Rusia que Occidente no entiende.