La comunidad de Yishinachat huele a palosanto y a polvo. Cerca de las casas, humo frágil de pequeños braseros, encendidos en el piso, complementan los aromas de tierra adentro: es el Gran Chaco paraguayo.
Yishinachat forma parte del departamento de Boquerón, el más grande del país: un tercio del territorio de Paraguay, con tan solo el 2% de la población total. No viven más de 250 familias. Asunción está tan lejos del paraje como podría estar cualquier otra ciudad del mundo.
Para la protagonista de esta historia, Isabel (que no se llama así en nivaclé), el entorno, su terruño, el país son estos 45 kilómetros cuadrados que conforman su comunidad. Sus horas –las horas de Isabel– son repeticiones incesantes, nada fáciles, de preguntas sobre la leña, suposiciones sobre el día en que parirá la cabra; o “¿será que el Jacinto traerá pilas? ¿Se habrá acordado el Jacinto de traer las pilas? Cuando llegue, ¿tendrá las pilas el Jacinto?”.
Isabel camina todos los días con sus pies sobre el barro.
Un barro con historia: allá por 1920, un grupo de menonitas se radicó en el Chaco Boreal. Instalaron colonias y sus tres pilares: fe, trabajo y unidad, en lo que denominaron “el infierno verde”. El infierno resultó mejor para su economía que Rusia y Alemania, de donde huían. Vivieron allí, mientras se consolidaban el modelo del latifundio y Alfredo Stroessner, presidente de una dictadura lapidaria que se prolongó 35 años en Paraguay, hasta que en 1989 lo derrocó una insurrección militar.
Hasta ese entonces, repartió entre amigos y contactos enormes superficies de “tierras libres” que hoy en día se explotan con soja. Y el Gran Chaco se lo ofrecieron a los inmigrantes rubios, porque les parecía “inútil”. En la actualidad, los establecimientos cooperativos menonitas generan el 75% de la producción láctea paraguaya y su ganadería se exporta a los mercados internacionales más exigentes.
La relación entre menonitas e indígenas fue, desde un comienzo, irregular pero pacífica. No obstante, en el ambiente puede percibirse desprecio por los pueblos nativos, a los que se considera el sector social “más bajo”.
Isabel lo sabe, pero tiene otras preocupaciones.
En la puerta de su casilla, hay un viejo papel del Ministerio de Salud Pública y Bienestar Social en el que dejaron registro de solo dos fumigaciones, de cinco indicadas, la última visita: 2011.
Isabel camina Chaco adentro. Lleva un trapo para filtrar, un recipiente de plástico y un balde de veinte litros en la mano: se dirige a Tajamar, un gran charco de agua turbia en el que se mete hasta las rodillas; pone el trapo en la boca del balde a modo de filtro y con el recipiente limpia la superficie del lugar donde cargará agua. Esta es su principal fuente de abastecimiento.
Antes, solían tomar agua así, directamente. Pero ahora es necesario todo un proceso. Se pone el trapo-filtro enroscado en la cabeza y levanta el balde. Camina de regreso a su casa con tanta fuerza como equilibrio. De su contextura frágil emana una fuerza extraordinaria.
Ella no siempre fue así. Antes apenas podía levantar el balde porque andaba enferma cada dos por tres, y sus hijos, y los hijos de los vecinos, y los vecinos también. Pero ahora tienen noventa yambuis para tratar el agua: filtros fabricados por una cooperativa de una comunidad nivaclé hermana, que recibió una capacitación inicial de la agencia humanitaria ADRA, de Paraguay.
Los filtros son construidos por ceramistas locales, con materiales del Chaco, todos naturales. Son como vasijas grandes. Cuentan con avales internacionales de lo que son capaces de lograr.
El programa podría responder gran parte del problema de dotación de agua potable a corto y mediano plazo sin necesidad de subsidios permanentes; podría crear oportunidades de empleo y desarrollo local sin dependencias. Sin embargo, aún no cuenta con el respaldo necesario para llegar a los rincones donde más lo necesitan.
Años atrás, el gobierno paraguayo pidió un préstamo de 20 millones de dólares al Banco Mundial y al Banco de Desarrollo de América Latina para concretar un programa de saneamiento y agua potable. Años después, el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo ubica al país entre los 15 que peor manejan el agua a nivel mundial.
Paulina (que tampoco se llama así en nivaclé) es promotora de salud –lo más parecido a un médico para la comunidad–, se encarga de que los niños tengan completo su registro de vacunas –que lleguen las vacunas–; examina las casas para ver si hay vinchucas (insectos responsables de la transmisión de la enfermedad de Chagas) y pide, por enésima vez, algún compromiso para combatirlas.
Ella revisa los filtros de agua. Cuenta que antes de la llegada de los filtros abundaban los casos de diarrea, vómitos, las cefaleas y las infecciones: “Porque tomábamos agua contaminada del tajamar; incluso los que teníamos aljibe nos enfermábamos, porque había microbios en el agua”.
Para bombear y abastecer con agua del tajamar una red de veinte grifos, el Servicio Nacional de Saneamiento Ambiental implementó un molino de viento. Actualmente, sirve para llevar agua al corral para ganado mayor. La comunidad tiene unas cincuenta cabezas de ganado vacuno y otras cincuenta de caprino. Cultivan en huertos donde producen maíz, poroto, sandía, zapallo, batata, sorgo y melón. Otra parte del ingreso económico lo constituyen la caza y el trabajo en las estancias de los vecinos, en las mismas tierras laceradas por alambres de púas que antes supieron desandar sin tener la obligación de pedir permiso.
Un grupo de dueños –la elite latifundista actual– tiene en su poder casi toda la superficie ganadera y agrícola: Paraguay es uno de los países, a nivel mundial, con la peor distribución de la tierra. Además, el gran Chaco es la región americana donde más avanzó la deforestación. Las topadoras, emblema del modelo extractivo, embisten los últimos reductos libres de la profanación industrial, empujando a las poblaciones indígenas a parcelas precarias y reducidas. Hay un marcado interés en atraer inversiones extranjeras; la venta de agrocombustibles se incrementa, concentrando la riqueza aún más: es una ironía lamentable ver camiones a rebasar, chorreando granos que podrían alimentar las panzas de los que miran pasar el camión, sin saber que la carga podría darles de comer un año entero a toda su comunidad y a otras dos más: tres bolsas de grano alcanzan para llenar un tanque con etanol; esos mismos sacos servirían para alimentar a una familia entera durante largos meses. Ecuaciones malditas.
Tanto en Yishinachat como en el resto de las comunidades de la zona, la sombra del hambre amenaza y se empecina con los menores de 5 años: se estima que la desnutrición crónica afecta a cuatro de cada diez niños.
Una vez que Isabel pasó el agua por los filtros, la sirve en su pava. Ahora sí puede hacer sus tés o cocinar para sus hijos.
—Y tomar mates sin enfermar. En la comunidad, sufríamos de muchas enfermedades por beber agua contaminada que recogíamos de los grandes charcos de lluvia. Pero nuestros niños ahora ya casi ni se enferman o al menos no lo hacen por culpa del agua –cuenta Isabel en nivaclé, mientras sostiene una taza plástica repleta de agua clara.
*Esta crónica fue publicada en el portal de historias
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