Transcurridos cuatro meses del gobierno de Mauricio Macri, estamos en condición de realizar un primer balance de la nueva gestión así como del reordenamiento operado en el campo político. En esta línea, me interesa subrayar dos cuestiones, la primera sobre la profundización de la polarización; la segunda, sobre la vocación antisocial del macrismo.
En primer lugar, contrariamente a lo esperable, no hubo una despolarización del campo político. Aquellos que pensábamos que cualquier nuevo gobierno (se tratara de Macri o Scioli) conllevaría un debilitamiento de los esquemas binarios (lo que el periodismo llama “la grieta”), vemos que no sucedió. En realidad, el macrismo exacerbó la brecha a través de la implementación de una política de revancha, como la que es evidente a partir de los despidos masivos que alcanzan áreas relevantes del Estado e involucran personal de planta con muchos años de antigüedad, así como a través del desmantelamiento de diferentes programas sociales y de inclusión cultural. Despidos masivos como los de la Biblioteca Nacional, los de la Subsecretaría de Agricultura Familiar o los que afectaron el plan Conectar Igualdad son apenas la muestra de una política revanchista que tiene decididamente un corte ideológico; otra visión del rol del Estado: detrás de la denuncia de empleados “ñoquis”, de lo que se trata es de achicar el Estado, en desmedro de numerosos programas sociales y de inclusión cultural.
La política de la revancha alcanza una virulencia inusitada a través de la espectacularización mediática de las denuncias y las repetidas imágenes de los procesamientos por causas de corrupción y lavado de dinero, que comprometen gravemente al kirchnerismo. Complemento inesperado, que sirve para profundizar aún más la brecha, fueron las revelaciones de los Panamá Papers, que mostraron que, más allá de los discursos sobre la transparencia y la promesa de un “capitalismo bueno”, Macri y su familia siempre han buscado la maximización de las ganancias, tal como corresponde a una visión empresarial afianzada en la lógica inescrupulosa del capital. Por último, en Argentina sigue siendo válido el dicho “Piensa mal y acertarás”. La celeridad con la cual actúan determinados jueces, hasta hace poco figuras controversiales, o al menos cuestionadas, deja un sabor sospechoso en el paladar de una ciudadanía que poco cree en las desinteresadas y súbitas conversiones del Poder Judicial.
Las reacciones del kirchnerismo van también en el sentido de la profundización de la brecha. Lejos de la autocrítica, aunque sea moderada, la reconceptualización que de la nueva situación realizan sus militantes (en términos de “resistencia”) poco ayuda a la credibilidad del ex oficialismo. Reducido a una expresión hipermilitante –una versión juvenil de Nuevo Encuentro–, pero con alta visibilidad e impacto, mucho más en la semana del retorno de Cristina Fernández de Kirchner a Buenos Aires, su permanencia nos obliga a preguntarnos qué tipo de cultura política generó el kirchnerismo. En mi opinión, el kirchnerismo es una combinación variable de tres elementos: el primero es la lealtad –peronista– al liderazgo de Cristina, la cual se potencia a niveles irracionales, al compás de las emociones políticas que genera la polarización; el segundo elemento es el progresismo selectivo, antes corazón del doble discurso que tanto hemos criticado desde estas columnas, pero que en virtud de la nueva situación (y de la desmemoria de sus militantes) hoy aparece atenuado. Para dar dos ejemplos: antes no existía la megaminería en Argentina; ahora, hasta el camporismo critica a la Barrick; antes no se criticaban los negocios inmobiliarios de la Ciudad de Buenos Aires, producto de las alianzas entre el Pro y el Frente para la Victoria; hoy hasta el espacio de Carta Abierta firma para rechazar la creación de una “agencia de bienes”, con atribuciones para enajenar bienes públicos sin controles estatales ni aval ciudadano. Tercer elemento, el kirchnerismo expresó una relación determinada con el Estado, a través de la creación de un entramado complejo de empleo público y políticas públicas, donde se expandieron y multiplicaron los programas sociales/culturales que, pese a que no garantizaron derechos estables (¡vaya problema!), contribuyeron a lograr una cierta inserción dependiente de los sectores vulnerables.
Lo social. Dicho de otro modo: más allá de la crítica que podamos hacer sobre el carácter deficitario de muchos de estos “programas de inserción”, la embestida del macrismo (con sus idas y vueltas) apunta a desmantelarlos, desdibujando así –o simplemente destruyendo– los contornos de ese “Estado social”.
La segunda cuestión se deduce de lo dicho en los párrafos anteriores y tiene que ver con el marcado carácter antisocial de la gestión del nuevo gobierno. Aunque algunos objeten que se hable de derechas e izquierdas, queda claro que el nuevo gobierno implementó un giro a la derecha. Así, se sabía que habría devaluación, salida del cepo, inflación y ajuste tarifario, fuera quien fuera el presidente electo, pero el carácter
vertiginoso que tomaron estas medidas y la ausencia de políticas de contención que apuntaran hacia los sectores más desfavorecidos no sólo confirmaron el ADN empresarial del nuevo gobierno, solícito con los más poderosos (la quita de las retenciones mineras lo muestran de modo elocuente), sino que aumentaron de manera exponencial el riesgo de nueva intemperie que amenaza a una porción importante de la población argentina. El informe del Observatorio Social de la UCA sobre el nuevo millón y medio de pobres que en los últimos meses se habría generado como consecuencia de las
políticas implementadas, lo que sumaría ya 17 millones de pobres, esto es, un 34,5% de la población, es algo más que una alerta. Da cuenta del agravamiento de una situación de desamparo que ya afecta a una porción importante de la sociedad, y que al mismo tiempo sobrevuela como amenaza para otros argentinos que han perdido sus empleos o pueden llegar a perderlos en los meses que vienen.
En suma, en muy poco tiempo el macrismo logró reavivar uno de los traumas sociales más dolorosos que recorre nuestra sociedad, sobre todo desde los años 90, eso que algunos llaman temor al “retroceso social” y que otros proponemos pensar bajo la figura densa de “la nueva intemperie”.
*Escritora y socióloga.