El trabajo de un fiscal hay que explicarlo en el plano de los principios y en el real. Un lado “a” y un lado “b”. De acuerdo con la ley, el fiscal es un abogado de los ciudadanos. Estos, cuando aceptaron convivir en un Estado, organizados en base a derechos, resignaron la posibilidad de vengar agresiones y delegaron ese derecho en el sistema de justicia. Los fiscales representamos ese interés social en que los delitos se descubran y los responsables sean castigados. Nuestra obligación es juntar todas las pruebas posibles y enviárselas a los jueces junto a un texto en el que de manera razonada tenemos que explicar qué pasó. Carecemos de límite para recolectar pruebas. Obviamente, no podemos transgredir la ley, pero podemos recibir testimonios, utilizar información periodística, mensajes que circulan por las redes sociales, etcétera. Hablé largo y tendido de manera crítica sobre el tema hace poco tiempo en Injusticia (Ariel, 2018). Ahora quiero narrar brevemente el lado “b” del trabajo de un fiscal.
Restricciones. Es que en el plano real, o lado “b”, todas esas posibilidades yacen envueltas en algunas restricciones. Veamos. En nuestro país, el Ministerio Público Fiscal es un organismo relativamente nuevo, creado en 1994, que carece de una policía propia. Cuando los fiscales necesitamos el auxilio de las fuerzas de seguridad para descubrir algún delito, tenemos que recurrir a policías que dependen del Poder Ejecutivo. A veces suceden paradojas, porque necesitamos pedirles a los policías que busquen pruebas que pueden incriminar a sus jefes. Esa tensión es siempre fuente de verdades recortadas.
Dos ejemplos breves. Muchas veces la Justicia pide a los policías que examinen las grabaciones derivadas de pinchaduras telefónicas ordenadas por los jueces. Más de una vez, los policías no escucharon una parte relevante para la investigación.
En otras oportunidades, se les pide que hagan cruces telefónicos. Vi alguna vez informes fraguados. Si bien hay remedios legales para esos malos comportamientos, lo más grave es que queda herida de muerte la confianza entre la administración de justicia y las fuerzas de seguridad. Entre otras cosas, ello genera que revisemos paso por paso el trabajo policial. Se duplica el trabajo.
Abogados. A veces, también tenemos que lidiar con deslealtades de actores formalmente reconocidos por las instituciones y que tienen que ver con el nivel de compromiso republicano de las personas. Por ejemplo, los abogados son auxiliares de la Justicia y para ejercer la profesión prometen o juran lealtad a la Constitución. Sin embargo, algunos de ellos no respetan ese compromiso y a la hora de desplegar estrategias para defender los intereses de sus clientes contaminan los procesos judiciales. Una forma básica es “plantar” un testigo que aparece con un discurso guionado. Es por ello que, en general, la última pregunta para un testigo se vincula con conocer si habló sobre los términos de su declaración con fulano o zutano. Más de una vez, de esa pregunta puntual nacen procesos por falso testimonio.
Hay otros actos de la misma naturaleza. Algunos abogados con pocos escrúpulos envían a integrantes de su oficina a la mesa de entradas con discursos provocadores y plagados de malos modales, para generar la reacción de los empleados judiciales. No hace mucho tiempo, mientras una señora agredía verbalmente a un empleado de la fiscalía, un caballero que la acompañaba registraba el momento con un teléfono celular. El objetivo es arrancar una reacción que justifique sacar al fiscal de la causa. También en ocasiones piden los expedientes y arrancan hojas comprometedoras. En fin, son solo algunos ejemplos de deslealtad con el procedimiento legal.
Expertos y expedientes. Cuando se trata de causas de alto impacto público, aparecen los “expertos” en el tema. Lo hacen personalmente, a través de abogados, por teléfono o por mesa de entradas. Los rasgos de estos personajes son siempre llamativos. Se caracterizan por la buena ropa, por su locuacidad, por un supuesto pasado repleto de hazañas que permanecen en una prudente opacidad y una radical vocación por la verdad.
En estos casos, los dilemas son evidentes para cualquier fiscal. Por un lado, la ansiedad por descubrir el delito ejerce una presión en la subjetividad para hablar largo y tendido con el “experto”. Por el otro, el temor a la prueba plantada, a la trampa procesal o a caer en el juego de los propios acusados conduce a la prudencia.
Para colmo de males, no hay protocolo específico para esos casos. La única alternativa es recibir una declaración testimonial y chequear la veracidad de los datos. Alguna vez, investigando trata de personas, me pasó que los explotadores enviaban testigos que hablaban bien de ellos y que descalificaban a las víctimas.
Otras veces, la visibilidad de puntuales hechos de corrupción sacudió conciencias que se sentían culpables y aparecieron personas que permitieron descubrir delitos.
Los usos particulares del expediente judicial para buscar cualquier cosa menos justicia también integran el elenco de problemas diarios de un fiscal. El expediente judicial es, potencialmente, fuente de fama, visibilidad, medio de negociación, eje de venganza, etc. Nada de ello se puede detectar a priori. Solo en el paso a paso cotidiano se adquiere la sensibilidad para separar la paja del trigo.
Los políticos, por ejemplo, suelen hacer denuncias que nunca prueban y que exponen con más claridad en la arena mediática que en la judicial. Los empresarios, en algunas oportunidades, utilizan la denuncia de un delito en el marco de una operación comercial más compleja. Muchos ciudadanos se sirven del expediente como elemento para reforzar una posición de negociación. Y en nuestro país, la denuncia falsa, si bien está prevista como delito, en general no se pena. Otro problema cultural.
Ley e instituciones. El catálogo de posibilidades y de imposibilidades que tiene el trabajo del fiscal se juega, en definitiva, en tres grandes dimensiones: la relación que una sociedad tiene con la ley, en la lealtad de los actores reconocidos por las instituciones para intervenir en la Justicia y en los incentivos institucionales para premiar a los buenos funcionarios y castigar a los malos.
Es inevitable que la Justicia no refleje un rasgo distintivo de una sociedad que tiene una tendencia a respetar la ley cuando le conviene y a buscar ilegalismos para evadir obligaciones. Que la violación de la ley sea tolerada, y a menudo bien vista por la sociedad, constituye una profunda incisión en el esquema legal, que es el lenguaje de la democracia. Ese drama ontológico es un ingrediente permanente para el trabajo de un fiscal.
La lealtad de los actores para con las instituciones es un componente decisivo de la calidad de la Justicia. Concretamente, la gran mayoría de la dirigencia política en sentido amplio reclama un sistema judicial autónomo e independiente. Los ciudadanos en general, aunque con menor responsabilidad, también. Sin embargo, cuando el sistema con sus problemas –que son muchos– demuestra algún grado de autonomía relativa, los mismos que pedían esa autonomía no la soportan y reaccionan de manera violenta (a veces arman causas judiciales truchas, despliegan campañas de desprestigio, piden juicios políticos o diseñan escraches). Tolerar un sistema judicial independiente es, entre otras cosas, una muestra de madurez ciudadana.
Finalmente, nuestro formato institucional carece de incentivos reales para distribuir premios y castigos. Es un tema complejo. Básicamente, el gran problema es que no hay un plan “b”. Nuestro esquema legal, plagado de un optimismo iluminista, da por sentado que todos los actores institucionales van a ser leales con la ley. Sin embargo, hay algunos que no lo son. Para ese segmento no hay alternativa. Tan solo los sistemas de remoción de jueces y fiscales, que son mecanismos extremos. No hay incentivos para construir buenas prácticas en el día a día. Todo depende de la moral individual de los funcionarios: Max Weber nos dejó un legado formidable sobre teoría de la burocracia y la necesidad de reglar las actividades del funcionariado para que no haga lo que le plazca.
Hay mucho por hacer en materia judicial. Hay que trabajar sobre los integrantes del sistema, es verdad. Pero también hay que hacerlo duramente en el ecosistema en que trabaja la Justicia, porque la Justicia es, por sobre todas las cosas, una construcción colectiva que expresa lo bueno y lo malo de una sociedad. Después de muchos años en el Ministerio Público Fiscal, puedo afirmar sin equivocarme que el trabajo de fiscal se asemeja, más veces de lo que parece, al de un trapecista sin red.
*Fiscal federal.