En Todas las rayuelas, Hugo Arana es Lisandro, un veterano exiliado argentino que vuelve de España para reencontrarse con su hija. La obra dirigida por Andrés Bazzalo, que tiene funciones de miércoles a domingo en el Multiteatro, fue una de las ganadoras del concurso Contar3, una iniciativa de la Asociación de Empresarios Teatrales (Aadet), la Asociación Argentina de Actores (AAA) y Argentores destinada a estimular la presencia de obras de autores nacionales en el circuito comercial. Su autor, Carlos La Casa, tiene apenas 35 años. Y según Arana, consiguió escribir “un material magnífico, que no es sólo para un tipo de espectador, sino para todo el mundo”. Entusiasmado, asegura que Todas las rayuelas “tiene mucho humor sin que el autor haya escrito un solo chiste y es una obra que no levanta el dedo para explicar nada y que encima está atravesada por una ternura inconmensurable”.
—¿La obra reflexiona sobre las huellas que dejó en la sociedad argentina la última dictadura?
—Es uno de los temas, pero no el más importante. Y además, no hay bajada de línea ni panfletos. El espectador debe salir de la sala con nuevas preguntas, no con una respuesta. El teatro tiene que inquietar, tirar de la alfombra, empujarnos a salir de la comodidad y las certezas. Cada certeza puede ser una cárcel, porque te impide seguir viendo, seguir buscando.
—Aun con el paso de los años, la discusión sobre los efectos de aquella tragedia sigue vigente.
—Este tipo de discusiones no son un invento nuestro. Estoy leyendo las cartas que Cristóbal Colón le envió a la reina Isabel la Católica. Colón le cuenta a la reina lo que descubrió en sus viajes a América y escribe 26 veces la palabra Dios y 272 la palabra oro. Más claro, echale agua. Ya desde esa época estaba claro qué es lo que domina al mundo. El gran capital maneja el planeta, es una constante histórica. Pero estoy de acuerdo con Osho: la vida no es un problema, sino un misterio a recorrer. No tiene solución porque no es un problema. Hay que verlo de ese modo.
—¿La actuación le ha funcionado como refugio frente a esa realidad?
—Me ha funcionado como liberación, más que como refugio. La actuación te permite salir del refugio, justamente. Para mí, la búsqueda más importante es la del estado de armonía. A mí me dicen la palabra felicidad y no entiendo muy bien qué es. Pero me dicen armonía y empiezo a poder pensar. La armonía se da cuando lo interno y lo externo se dan la mano. Cada día te da una oportunidad de vivir ese momento. Hay que estar atento para disfrutarlo. En mi caso, el teatro siempre ha representado esa posibilidad.
—Cuando revisa su extensa carrera, ¿hay elecciones de las que se arrepiente?
—No me arrepiento de ningún trabajo porque todo lo que hice lo elegí. Además, son decisiones que tomé en determinadas circunstancias, es difícil juzgarlas desde el presente. Pero nunca hice un trabajo con un revólver puesto en la cabeza, nadie me obligó a nada. Claro que hay veces que uno nota que la comida es más rica, está más elaborada, y otras que se resigna a la “fast food”. Igual, una hamburguesa cada tanto no hace mal.
—¿En la televisión no es todo “fast food”?
—No siempre. Cuando uno se interna en una selva puede encontrar yararás, leones, faisanes y flores perfumadas. Pero si uno no la recorre, nunca va a encontrar nada.
—¿Qué virtudes valora especialmente en un actor?
—Sobre todo que se dedique al personaje y no a lucirse él solo. Yo lo comparo con el trabajo de un cocinero. El deber de un buen cocinero es que los comensales disfruten. Pero no es tan fácil conocer el paladar de cada comensal. Por eso me causa gracia cuando me dicen que hay que hacer lo que le gusta al espectador. ¿De cuál espectador me hablan? ¿De la señora de la butaca tres o del joven de la fila nueve? Yo como espectador muchas veces no sé lo que quiero, incluso.