ESPECTACULOS
Ballet Estable del Teatro Colon

El detrás de escena de una gran compañía

<p>Un ensamble de profesionales es responsable de que las coreografías se luzcan cuando se abre el telón. Aquí, entre bailarines, maestros, pianistas y pintorescos vallettos, antes de la función.</p>

Director. Maximiliano Guerra conversa con Marta Desperés, quien será la reina madre en El lago de los cisnes.
| Agustín Marcarian / Prensa Teatro Colón

Para lograr cada función del Ballet Estable del Teatro Colón, trabaja un complejo mecanismo de varios cientos de personas: bailarines, claro, más boletería, personal administrativo, asistentes, vestuaristas, maquilladores, toda la orquesta. El día del espectáculo, todos se alistan unas tres horas antes. No hay preocupación, pero sí, concentración profesional.

La clase. En la sala 9 de Julio, decenas de bailarines hacen la clase que dirige el maestro Leandro Regueiro, junto al pianista Ignacio Padilla. Ellos calientan los músculos y siguen perfeccionando obsesivamente su técnica: un giro más, una caída más elegante, un port de bras más plástico. Al costado de la sala de ensayo, hay un reguero de bolsos con mallas, medias, zapatillas y unas inconfundibles botas del mundo del ballet, con las que los bailarines mantienen los pies templados entre clase y clase, y antes de la función. Hay otros implementos: un cilindro o rollo que usan para apoyar la espalda y ganar más arco en el cambré, una superficie inclinada donde curvar más los empeines… Pasan los minutos, las secuencias, las correcciones del maestro y, poco a poco, la sala va quedando despoblada. Cada quien se dirige a su respectivo camarín para vestirse y maquillarse.

Los camarines. En un banco, en el pasillo donde se ubican los camarines, una asistente de vestuario refuerza las presillas de un tutú, que se han aflojado en la anterior función. Dentro, en el camarín, la primera bailarina Karina Olmedo hace tres cosas al mismo tiempo: sentada en una silla, elonga una pierna sobre la mesada; con una mano pinta sus ojos; con la otra, sostiene las horquillas que la peinadora va colocando para sostener, sin falla, su tocado de plumas.
En el camarín de enfrente, el gran bailarín Vagram Ambartsoumian vive la transformación que lo convertirá en un personaje malvado, con su cara cubierta de polvo blanco. No hay tiempo para dispersarse ni para hablar de nada que no tenga que ver con el espectáculo; cada minuto cuenta. Por circuito cerrado de audio y de video, todos los camarines pueden ver y oír lo que avanza sobre el escenario. El altoparlante avisa: “Segunda llamada. Faltan 10 minutos para la función”.
Los vallettos, colaboradores del Teatro con largos años de experiencia, de inconfundibles trajes y pelucas, suben y bajan escaleras, y se aproximan al telón, que deberán acompañar en el abrir y cerrar, con parsimonia y en el momento preciso.

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El escenario. Mientras los músicos van acercándose al foso, sobre el escenario, la asistente coreográfica Adriana Alventosa le solicita un ajuste a Emmanuel Siffert, director de la Orquesta Filarmónica de Buenos Aires. Es que en la función anterior, un pasaje había sido ejecutado con un tempo que resultaba lento, pesado para los saltos previstos por la coreografía. Para ponerse de acuerdo no usan un metrónomo, sino un programa que Siffert tiene en su teléfono móvil.
En otro rincón, entre la escenografía, el director del Ballet, Maximiliano Guerra, supervisa todo y está a disposición de su equipo. Alienta a los bailarines, quienes, hasta último momento, cubren su deslumbrante vestuario con modernas prendas de abrigo. Por allí circulan Natalia Pelayo y Federico Fernández; entrenan, se ayudan, se corrigen.
Son más de 150 personas las que esperan ese instante mágico para reunirse con el público. Y el público está ansioso de ver y de aplaudir, de reconocer a intérpretes que hace décadas dan su talento, como el bailarín Edgardo Trabalón, o a la sangre joven, como Maximiliano Iglesias, descollante figura que, incluso con una papel secundario, se llevará hurras y vivas. Pero eso será una vez que se corra el telón. Shh… apaguen sus celulares… la función está por comenzar.

 

Espectadores y funciones

El Ballet del Teatro Colón atraviesa una exitosa temporada en términos de cantidad de espectadores. Durante las funciones de El lago de los cisnes, a finales de mayo, asistieron más de 20 mil personas, entre turistas y argentinos, con frecuencia, con todo el grupo familiar. En el hall y pasillos, convivían damas con vestidos largo de fiesta, señores de impecable traje, junto a mamás rodeadas de tres o cuatro chicos –sí, nenas y varones, también– con sus uniformes escolares, directamente traídos de la salida de la escuela, al Teatro. El valor de las entradas lo ha permitido; hubo a $ 25, y plateas a $ 250. Para las próximas funciones, los precios serán otros: oscilarán entre $ 70 (galerías laterales, paraíso de pie) y $ 1.320 (para las plateas y palcos). Estas cifras tendrán validez del 23 al 29 de agosto, durante las funciones de Sylvia, el ballet completo del gran Frederick Ashton, con música de Léo Delibes. Se podrá disfrutar de una nueva producción realizada dentro del Teatro Colón, que contará con Alicia Amatriain, del Ballet de Stuttgart, como invitada. Antes, el 16 de agosto, habrá una gala internacional, con Marianela Núñez (la argentina del Royal Ballet de Londres), María Ricetto y Ciro Tamayo (del Sodre, de Julio Bocca en Uruguay), Sofía Menteguiaga, otra argentina exitosa en el exterior, y Alain Honorez (del Royal Ballet de Flandes), entre otras figuras.