ESPECTACULOS
BRUNO GERLBER

El divo en sus dominios

Exacerbado y apocalíptico, el famoso pianista dice que, de chico, era un geniecito enfermo. Asegura que Rachmaninov ofrece un "derroche orgásmico" y se siente "violado por Brahms". Teme que la música clásica se muera.

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El universo estético del pianista Bruno Gelber está regido por tres diosas tutelares. “Me fascinan María Callas, Laura Hidalgo y Martha Argerich”, dice sin rodeos. Lo notable, en su caso, es que el culto a esas divinidades paganas tiene un efecto directo tanto en sus enfoques musicales como en la construcción de su figura de pianista: el pathos operístico del fraseo, la gestualidad glamourosa y el rigor técnico son atributos que definen el abordaje de su coto predilecto, el repertorio clásico-romántico.

Sus interpretaciones suelen ser excesivas y plenas de ligaduras; énfasis que tal vez rinda poco en autores del clasicismo, pero que suena particularmente expresivo en Schumann o Brahms. Tal vez porque es un par, la relación con Argerich es, claro, diferente. “Martha me cautiva. Adoro cómo toca, y cuando habla, a los dos minutos estoy absolutamente envuelto en lo que dice.” Se conocieron de chicos, tomaban clases con Vicente Scaramuzza e iban juntos al Colón.

“Es muy lindo sentirse cautivado por otra persona”, observa el pianista. “Pero hay que tener cuidado. Yo he sido acosado. Hay una mujer que me sigue desde 1971 en todos los conciertos que doy. Una noche, a las cuatro de la mañana, tuve que sacarla de mi habitación.” A esa altura, Gelber había terminado sus clases con Scaramuzza y Ana Tosi –su madre y maestra de varias generaciones de músicos–, había estudiado en París con Marguerite Long y logrado una consagración internacional en el concurso Long-Thibaud. “Siempre fui un personaje, toda mi vida. Nací con talento, di el primer concierto a los cinco años. Después, con la polio, fui el enfermo. Siempre hubo excusas para sentirme diferente. Evidentemente, no soy un alguien del montón. Hay una atracción en ese personaje que hace un striptease del alma ante miles de personas. Pero espero que la fidelidad al texto que interpreto se imponga sobre el personaje.”

Con todo, descree del hermetismo y su evaluación del futuro de la música escrita es más bien apocalíptica. “Los músicos tenemos que salir de nuestra caparazón y acercarnos a la gente porque, si no, la música clásica va a morir. No llenamos treinta Luna Park, como Arjona, pero nuestra música es bella. Habla de sentimientos, de torturas, de amor, de pasión… Y no necesita ser redundante. A mí me duele el alma cuando se repite 900 veces el mismo compás.”

—¿Qué pueden hacer los intérpretes para alentar la reconciliación con el público?
—Lo que estoy haciendo en este momento. Ir a los medios. Mostrar que no somos ni tan aburridos ni tan tremendamente pesados como la gente cree. Te cuento una anécdota. Analía Gadé tenía un programa de televisión que se llamaba La casa de Analía. Una vez me invitó y desde ahí nos hicimos muy amigos. Al tiempo, yo viajé a Madrid y me enteré de que ella actuaba en teatro. Sin avisarle, fui a primera fila. Después salimos a comer juntos y en un momento me preguntó: “¿Vos seguís haciendo esa cosa tan pequeñita?”. Casi me desmayo.

—Hace unos años tocó en Buenos Aires una integral de los conciertos de Beethoven. ¿Cambió el enfoque de la interpretación?
—Nunca intenté cambiarlo. No se trata de buscar algo raro para distinguirse. Nuestra tarea es de perfil bajo. 

—¿Por qué su repertorio es más acotado que el de otros pianistas?

—Me enamoro de la música como si fueran personas. Me enamoré del tercero de Rachmaninov cuando era un chico. Me fascinaba el derroche de amor orgásmico de esa obra. Finalmente, en 1976, lo toqué con la London Symphony, y salió bien. El ejemplo contrario es Gershwin. Muero con Gershwin y su Rhapsody in Blue. Sé exactamente lo que quiero en cada nota. El director Lorin Maazel me propuso hacer una gira con esa obra y la aprendí. Pero sufrí muchísimo: no tenía swing, no había nada de lo que yo quería. No la toqué más. Una cosa es lo que uno quiere hacer, y otra cosa lo que uno hace.

Usted dijo que hubo dos traumas en su vida: la poliomielitis y la muerte de su madre. Pero hace poco tuvo también un accidente. ¿Qué pasó?
—Fue un accidente de auto en el Sur. Me quebré el cuarto metacarpiano. Estúpidamente, pensaba que había pagado las deudas con mi karma. Mi vida fue espléndida. Viví lo excepcional como si fuera natural, y lo natural como si fuera excepcional. Pero he sido bastante golpeado. En el caso de mi madre, lo terrible es la impotencia ante el deterioro. Mi madre fue un ser maravilloso. Supo educar a un geniecito enfermo. Tenía una mano de hierro en un guante de terciopelo.

—¿Cuál es la obra sobre la que siente un dominio total, tanto técnico como musical?
—El Concierto en Re menor de Brahms. Amo a Brahms. Me siento violado por Brahms. Además de su espiritualidad, hay un toque físico muy poderoso.

—¿Advierte alguna contradicción entre la condición de pianista y de divo?
—Es más difícil ser un divo ahora. El gusto de la gente cambió. Antes, con esfuerzo y con dinero, uno podía aislarse en un mundo ideal. Hoy no. La gente se siente fascinada por alguien diferente. Pero al mismo tiempo le irrita y entonces lo rebana en pedacitos. En la entrada de mi departamento puse una foto mía de cuando tenía 11 años para mostrar que siempre tuve los mismos rasgos. Me miran y creen que tengo inflada la boca y cortada la nariz. Incluso dijeron que me operé las cejas para parecerme a Laura Hidalgo. ¡Ojalá pudiera!