En tiempos de aluviones de imágenes vertiginosas, me gusta detenerme a leer. Elegir autoras de las que sólo tengo alguna vaga referencia. O a veces, a partir de alguna pista sobre alguien que leyó algo, un dato suelto. De a poco, acopio hasta zambullirme en una constelación de escritos. Leo, releo, tanteo posibilidades, pienso qué se me ofrece como escena. Si no intuyo de entrada esa fuerza dramática latente disfruto de la lectura y sigo con otra. Pero una vez que descubro esa posibilidad es raro que la suelte. Y así comienza un camino lento, de meses, a veces años. Voy extrayendo situaciones, núcleos que me interesan, frases, armo mapas de posibles secuencias, imágenes. La adaptación es como un cuerpo vivo, que muta, salta, descansa, ataca y vuelve a cambiar. Con Enero de Sara Gallardo la convicción fue inmediata. Una chica, Nefer que habla de sí misma como si fuera otra. En ese gesto ya había un juego de representación para explorar. Y ese extrañamiento no es sólo formal, es vital para la protagonista. Hay un corrimiento de lo costumbrista, de lo cotidiano, la belleza mezclada con la crueldad, el humor con la ternura y el horror, todo junto. Y la naturaleza como refugio. Acompañar a Nefer en secreto, en su secreto, y escuchar. ¿Somos testigos silenciosos? ¿Somos amigas secretas de ella al escucharla?
En la puesta en escena quería indagar en los distanciamientos, en las relaciones transformadoras que nos suceden al “recordar”, al volver a pasar por el cuerpo una vivencia. Entonces, es Nefer ya adulta, quien vuelve a sus 16 años, a ese enero, en el que todo cambió. Pensé de inmediato en Vanesa González y ella se sumó sin dudarlo. A partir de ahí, empezamos a hacer pruebas. Lecturas en cafés, preguntas mutuas sobre el personaje, las escenas, Sara Gallardo y sus imágenes. En cada lectura que hacíamos nos sorprendíamos descubriendo una capa más, desplegando lo condensado.
En la etapa de ensayos siguieron sumándose voluntades y manos amigas que colaboraron en la realización. Quería un espacio que fuera una plataforma, donde Vanesa pudiera lanzarse. Un planteo que pudiera alojar a todos los espacios posibles, maqueta y dispositivo. Partir del grado cero: la menor cantidad de elementos de utilería. Laura Rovito hizo la dirección de arte, seleccionando materiales, colores, formas y texturas. Con Diego Rosental descubrimos posibilidades corporales de juego, entre un cuerpo que calla y un cuerpo que se libera y expande en soledad, salvaje; citar gestos de otros y propios. Con Paula Molina pensamos en la necesidad de un vestuario distinto a ese tiempo pasado de “vestiditos”, que permitiera al privilegiar el rostro, las manos, los pies, sin adornos. Con Miguel Ángel Pesce, nos preguntamos cómo a partir de un sonido, podría emerger amplificada una situación. También compuso música original, que no remitiera a una época determinada. Marco Pastorino pensó un diseño de luces que recreara la subjetiva de Nefer. Y durante todo el proceso, Christian de Miguel, acompañando en cada detalle, amalgamando tiempos y materialidades. Los ensayos, como un campo de prueba y error, de idas y vueltas, de descubrimientos.
El trabajo grupal, aunque por momentos parezca complejo en esa extraña mixtura de tiempos, de procesos personales, me permite abrir la mirada, me religa con esa posibilidad de ponernos al servicio de algo más grande, la obra, que nos compromete e interpela como personas. El teatro sigue siendo para mí ese espacio sagrado donde podemos confiar y animarnos a ver esas problemáticas, que en soledad nunca nos atreveríamos a bucear. Y es por eso mismo, que cada función es para mí la revelación de un mundo compartido.
*Actriz, licenciada en dirección escénica y docente de dirección (UNA, UNSAM). Recibió el premio ACE y María Guerrero a la mejor dirección. Trabaja en el circuito independiente y oficial. Entre sus montajes e destacan: Greek, Las patas en las fuentes, Relojero, Danza macabra, entre otras.