Estoy empezando a dirigir un proyecto nuevo. Todo es incertidumbre. Seguridades, lo que se dice seguridades, tengo pocas sobre el teatro, y uno necesita cada vez de alguna seguridad al menos; de algún poste adonde atar la bici. Vuelvo a repetirme otra vez la sagrada divisa, la enseña de siempre, la que eternamente me salva las papas siempre quemantes: “No te me lo tomés en serio, Kartun, es teatro”.
Ensayábamos hace más de una década El niño argentino para estrenarla en el San Martín. Su protagonista era Mike Amigorena, actor dotado si los hay, y persona además entrañable y divertida como pocas. Por entonces su currículum era muy escaso. Recuerdo la cara de Kive Staiff en su oficina del 5° piso cuando sus asistentes intentaban explicarle quién era ese actor imitando una publicidad de audífonos de un Llame ya que era lo que el flaco hacía por entonces. A Mike lo había conocido en un video que alguien me había pasado para que viera en realidad a otro actor, su talento me fascinó y lo llamé. Empezamos los ensayos y las cosas no terminaban de funcionar. Pesaba el teatro oficial, el texto en verso que nos daba a todo un tono grandilocuente, de teatro en serio. El peor malentendido que cualquier artista de teatro puede tener con lo nuestro –siendo que se trata todo de una modesta chacota– es tomarse al teatro en serio. No hablo de no laburar como enloquecido, ni de despreciar la formación rigurosa, claro, hablo de tomárselo en serio, se me entiende. Los ensayos se nos envaraban. A la salida nos íbamos cabizbajos a comer una pizza en Scalabrini y Corrientes, abríamos unas cervezas y al rato el flaco nos estaba haciendo morir de risa con sus habilidades insólitas. Nunca había escuchado, por ejemplo, una imitación más fiel del llanto de un bebé que el que hacía con la boca sobre la manga de la camisa. Lo hacía disimulado en la pi-zzería y toda la gente fastidiada se paraba para localizar al llorón. Tenía de esas habilidades decenas. Destrezas de ratero, decíamos, porque requerían mucho tiempo de práctica, de tiempo al pedo para desarrollarlas en su perfección histriónica. Volvíamos al ensayo y yo le rogaba que probáramos de jugar así en escena, que incorporara todo eso, pero no había caso: si eran ocurrencias de sobremesa qué tenían que ver con el San Martín. De a poco fue aflojando. Cada vez que se resistía yo lo convencía con el mismo argumento lastimero: “Miqui: la obra es larga, pesada, rara y en verso: dame una alegría, que son boludeces que suman”. Y así, de a poco fue cediendo boludeces que junto al resto de sus talentos hicieron finalmente de ese trabajo suyo la revelación de aquella temporada. Recuerdo que en una función una programadora de un festival internacional había quedado deslumbrada con él. Cuando negociamos la gira puso previamente una condición: que Amigorena dictara un seminario de sus técnicas expresivas. Yo con tal de asegurar los dólares le dije que por supuesto, que contara con eso desde ya. Mike abría los ojos desorbitado cuando se lo conté. La gira al final no salió, cuestión de fechas creo. Pero pocas cosas nos han hecho reír más en camarines que imaginar el catálogo de aquel festival difundiendo el Seminario Internacional de Boludeces que Suman.
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Aquel llanto de bebé de Amigorena terminó cerrando la obra mientras el personaje agonizaba degollado, y era tan conmovedor, y su metáfora era tan poderosa que a todos nos explotaba adentro sin explicar nada.
Nos pasamos meses especulando en mi obra Terrenal con la realización de una valla o medianera que dividiese el espacio. Discutíamos en cuál material. Y bastó una ocurrencia iluminada de Martínez Bel pasándola imaginariamente por arriba en un ensayo para que esa convención instalara sin más tres cosas mucho más poderosas que cualquier decorado: la risa, una pared aludida con más presencia que una material, y la paradoja elocuente de pronto de que fuese ese personaje, el fanático capitalista, el único que viese y respetase el muro de la propiedad. Otra metáfora de oro.
Podría hacer un catálogo con estas epifanías chuscas.
En su acontecer de siglos el teatro se ha mantenido extrañamente fiel a su forma exterior. Pero encontró la fórmula para permanecer siempre joven y radiante: cambiar por adentro. Lo que viene cambiando sin parar desde hace 2.400 temporadas son sus convenciones. Y las convenciones no son otra cosa que tropos, figuras: nuevas metáforas, nuevas metonimias, nuevas paradojas. Lenguaje figurado: yo digo esto, pero vos entendés lo otro, yo hago lo otro y vos entendés esto. En este libre pactar eterno está su fuente de juvencia, su secreto de longevidad. Por eso cada vez que al espectador le proponemos convenciones vencidas se nos duerme. Y lo bien que hace.
La convención no es más que eso: convenir. Irrumpir con algo impertinente y crear nueva pertinencia. Y disfrutar de ese juego de nuevas creencias. Sea en el espacio, en el tiempo o en el cuerpo del actor. Y nunca nacen de lo sobrio ni lo circunspecto. Se trata de jugar. En el estado extático de todo juego siempre, que es el estado de la fiesta. Aludiendo, para que lo aludido se complete en la cabeza del espectador con sus propias imágenes. El teatro es el arte de lo aludido. Y alusión en su raíz, el latín alludere, no habla de otra cosa que de lo lúdico, y otra vez estamos hablando del joder.
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Jugar al teatro. Cada vez que no entendemos que las convenciones están para ser traicionadas por otras nuevas que se mofan de aquellas, nos morfan las viejas. Reírnos del teatro para poder reírnos con el teatro.
No tomar lo serio en serio, es la gran ley patafísica. Es tan ingenuo el juego que si lo tomamos en serio nos ponemos patéticos. Me lo repito como un mantra cada vez que empiezo un proyecto nuevo: o jugamos al teatro y jodemos con el antiguo artificio, (le tomamos el pelo al viejo, lo mostramos en su vulgaridad y tratamos de sorprender luego con su poder de sacar algo nuevo y sublime de la galera), o se nos empolva en el estante como un casete de VHS.
* Dramaturgo, director de teatro, ganador de varios premios, Konex de Platino, Premio Perfil a la Inteligencia, ACE por su obra Terrenal, entre otros.