“Los soldados de Valencia aparecieron en Barcelona ya bien entrada la noche. Eran integrantes de la Guardia de Asalto, una formación similar a la Guardia Civil y a la de Carabineros...se los veía patrullando las calles en grupos de diez...Al día siguiente, estaban en todas partes en actitud de conquistadores. No cabía duda de que el gobierno hacía un despliegue de fuerza a fin de acobardar a una población que evidentemente no ofrecería resistencia”. La escena, fechada en mayo de 1937 y narrada con precisión por George Orwell en Homenaje a Cataluña, podría repetirse en las próximas horas, cuando el gobierno de Mariano Rajoy aplique el famoso artículo 155 de la Constitución e intervenga la autonomía de Cataluña, tras la declaración de independencia “suspendida” de Carles Puigdemont.
Quien envió por ese entonces uniformados para sofocar el enfrentamiento entre comunistas y socialistas, por un lado, y anarquistas y poumistas, por el otro, no fue Franco, sino la Segunda República. No era la primera vez que intervenía Cataluña. Tres años antes, el Gobierno español había declarado el Estado de Guerra y había detenido a Lluís Companys, que había proclamado durante la Revolución de Octubre la creación del “Estado catalán en la República Federal española”.
El destino de Companys fue el más trágico de los líderes republicanos. Detenido en Francia -de donde había rehusado huir para cuidar a su hijo, que sufría esquizofrenia- por la Gestapo y deportado a España, fue fusilado y torturado por el franquismo el 15 de octubre de 1940, seis años y nueve días después de su famosa proclama. “Que no se repita la historia porque van a acabar como Companys”, aseveró esta semana el dirigente del Partido Popular, Pablo Casado, quien luego declaró que se refería a la detención del presidente en 1934 y no a su asesinato.
Su relación con las máximas autoridades de la República fue tortuosa. “No estoy haciendo la guerra contra Franco para que nos retoñe en Barcelona un separatismo estúpido y pueblerino”, le enrostró en una ocasión el presidente del Consejo de Ministros Juan Negrín. Manuel Azaña también lo cuestionó, al sostener que sus “extralimitaciones y abusos son de tal índole que no caben ni en el federalismo más amplio”.
Justamente esa es la discusión que debería dar por estas horas la clase política española: federalismo versus secesión. Proponer desde Madrid y exigir desde Barcelona más competencias autonómicas para Cataluña, más recursos fiscales, más autogobierno. Al firmar –y “suspender”- la declaración de independencia, Puigdemont obtendrá justamente lo contrario: más coerción del Estado central, centralismo e intervención. Sólo le quedará la carta de la victimización, con la que buscará convencer a los catalanes que no votaron por el “Sí”.
Nada es lo que parece en Cataluña. Desde la izquierda -¿es Puigdemont de izquierda?-, le hacen el juego a la derecha y desde las filas independentistas se crea un clima propicio para el 155. La sociedad catalana queda en medio de una disputa irresponsable, fútil y vacía. Si la historia se repite, como pide el pirómano Casado, será como farsa y no como tragedia. Al menos, el dolor que dejó la Guerra Civil no fue en vano.