INTERNACIONAL
Xi Jinping, todopoderoso

La última China

A punto de celebrar el centenario del Partido Comunista, China asiste a la reaparición de fenómenos como los mandatos ilimitados, la supresión de las cautelas frente a cualquier forma de poder absoluto o la adulación acrítica, que ignoran las enseñanzas de Deng Xiaoping.

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El presidente chino ha acumulado poder como ninguno de sus predecesores desde Mao. | AFP

Cuarenta años atrás, el líder chino Deng Xiaoping teorizaba sobre la etapa primaria en la construcción del socialismo, un periodo que, en su opinión, y haciendo gala de esa visión de largo plazo tan característica en el pensamiento chino, exigiría, al menos, cien años de perseverancia. De esta manera, Deng pretendía dos cosas. Primero, dar carpetazo a las prisas que habían caracterizado al maoísmo, obsesionado con un rápido desarrollo que ignoraba la precaria base material del país y enaltecía un voluntarismo ideológico de efectos calamitosos para el conjunto de la sociedad. Segundo, contextualizar y normalizar la vocación de cierta cintura política para enjugar las contradicciones inevitables que connotarían la reforma y apertura que bajo su auspicio propiciarían una gran segunda ola de transformación de la China surgida en 1949.

La flexibilidad denguista liberó de muchas ataduras, eliminó limitaciones, también del pensamiento, y permitió un amplio de debate de ideas y experimentaciones.  Al mismo tiempo, estableció líneas rojas claras, básicamente plasmadas en los cuatro principios irrenunciables, entre ellos, el liderazgo del Partido Comunista. Intocable.

Como hemos podido comprobar en las últimas sesiones parlamentarias chinas, ahora el PCCh acelera el paso. Las decisiones adoptadas en este evento oficializan el rumbo de esa China imaginada por Deng para culminar aquel siglo de etapa primaria que sigue asociándose con la construcción de un modelo alternativo. El nuevo plan quinquenal y los Objetivos para 2035 abundan en ese escenario, precisando los vectores de fuerza y proyección en los que China se volcará en los próximos años.  

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Los peligros que acechan esta última etapa ponen de relieve las sabias cautelas de Deng. La identificación de una oportunidad estratégica al abrigo de la revolución tecnológica en curso para establecerse de golpe a la cabeza de la vanguardia global sugiere un gigantesco esfuerzo. No hay tiempo que perder. Esas prisas tienen hoy varias manifestaciones y se traducen en prioridades en la agenda, primando unos desarrollos sobre otros. La revolución económica, tecnológica, social y ambiental está en marcha, pero avanza de forma asimétrica. Por otra parte, el riesgo mayor es la tentación de hacer historia queriendo resolver el problema de Taiwán a la brava.

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Los retos y las inseguridades económicas y sociales no deben desdeñarse ni mucho menos, pero sin duda la escala del país ofrece una holgura sustancial para afrontar coyunturas de crisis. Lo hemos apreciado con total claridad en la respuesta a la pandemia. Cuando observamos el despliegue para compartimentar problemas como Hong Kong o Xinjiang, o para trazar pautas de desarrollo que garantizan el crecimiento de la economía china, y consiguientemente la progresiva mejora del nivel de vida, por varios lustros, podemos concluir que el proceso no tiene vuelta atrás.

Otra cosa son las contingencias políticas. Para completar con éxito aquel ciclo trazado por Deng, el PCCh necesita estabilidad, el valor más preciado en la política china, y se aplicará con contundencia para garantizarla. Deng asoció esa estabilidad con la previsibilidad, acotando el espacio de las incertidumbres.

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Deng imaginó hace cuarenta años el camino para una China desarrollada y poderosa.

En los últimos años, el PCCh se ha afanado en cerrar filas en torno al liderazgo de Xi Jinping, encumbrado como autoridad indiscutible. Las advertencias de Deng sobre la concentración del poder, los mandatos perpetuos o el culto a la personalidad se han dejado a un lado para exaltar la lealtad como cualidad militante suprema. Aquellos consejos de gobierno formulados como lecciones del maoísmo habían aportado una institucionalidad singular para resolver uno de los principales hándicaps de su sistema político, la sucesión. Y muchos otros ampliamente enquistados.

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Ni la sociedad china ni sus problemas ni tampoco el contexto internacional son comparables a aquel período histórico. Deng se remangó a conciencia para desbaratar los dogmas del maoísmo y aspectos sustanciales de su praxis que hoy, tristemente, retornan en condiciones de pseudo-idolatría. Con el espíritu de Deng en cuarentena, por la puerta grande retornan ciertos hábitos que la propia historia vivida identifica como dañinos para la estabilidad política a medio plazo. Y paradójicamente, la búsqueda del renacimiento nacional, una constante en el PCCh desde su fundación, parece desentenderse de aquel bagaje aunque se reclame la coherencia de todo el proceso iniciado en 1949.

La marginación de aquellas enseñanzas, que opera en paralelo a la sorprendente exaltación de figura como el designado sucesor por Mao, Hua Guofeng, que hasta ahora habían permanecido en el baúl de los recuerdos, establece una nueva trayectoria en la que el xiismo rehabilita sin miramientos aquellas fórmulas del maoísmo que se habían mantenido a raya para evitar la repetición de las tragedias del pasado.

La apariencia monolítica del PCCh, construida sobre la base de la adhesión inquebrantable al aparato y al número 1 o de la confianza plena en las bondades incomparables de un sistema altamente centralizado, puede acabar siendo un espejismo y un grave riesgo para la estabilidad.  

China encara el tramo final de su largo proceso. La reaparición de fenómenos como los mandatos ilimitados, la supresión de las cautelas frente a cualquier forma de poder absoluto o la adulación acrítica podrían consolidarse en los próximos meses al abrigo de las conmemoraciones del centenario del PCCh o de cara al XX Congreso de 2022. Deng demostró que otras formas de lealtad eran posibles. Y deseables.